lunes, 1 de enero de 2024

Dondequiera que vayas

Las cigüeñas celebran dos veces el Día del Año: cuando migran al sur y cuando migran al norte. Decir que vuelven a casa es una suposición, porque no sabemos si sienten que su hogar está en Castilla o bien en algún lugar de África. Dicen que ya solo las jóvenes siguen marchando al Sahel, solo por instinto, porque aquí ya no hace tanto frío, ni faltan vertederos para proveerse. Su cambio climático fue precursor del nuestro. Con todo, siguen abandonando el nido, aunque ya no se vayan tan lejos, ni esperen a San Blas para regresar. En Navidad, pese a las heladas, ya había alguna sobrevolando los campanarios de Segovia en busca de alquiler disponible. Las cigüeñas deben cambiar de calendario dos veces al año, y el termómetro les importa lo justo. La fuerza de la costumbre es más poderosa.

Para estrenar año, el resto esperamos a que se complete la estela de la traslación del planeta, que por ahora solo Superman ha logrado doblegar. Todos los humanos  estrenamos año a la vez, con 24 horas de diferencia. Estrenamos año bajo las balas, bajo las bombas, a 30 bajo cero en la tundra o en el desierto de calor y hambre del Chad. Empieza 2024. El año pasado quedó atrás, gastado y macilento; fue un puro desastre, aunque seguimos vivos. Siempre hubo problemas, aunque la nostalgia sea el cloroformo nacional. Demasiado sabemos que no hay otra cosa que el presente, y por puro pánico nos contamos historias de un pasado que, aunque difícil, ya ha sido superado. Desde hoy se abre un camino por recorrer, o un tramo más del ya emprendido. Si te has despertado de madrugada, como si tocara trabajar, el camino parece la pared del rocódromo de las Norias, es el K2, y tú vas descalzo. O el camino ni se ve, y tú estás en el islote del Palero, con el río crecido hasta donde se pierde el horizonte. Luego, tras el café, el cuerpo se despereza como el día, como pasó los cincuenta y tantos días de Año Nuevo que ya viviste, y andas sin más, por instinto, como las cigüeñas.

Con el desafío de todo un año por delante, en las casas se respira pereza y en las calles silencio. En Valladolid, en la Tierra de Campos, al año nuevo lo llaman, como los franceses, ‘el Día del Año’. El enigma a resolver es cuál de los 365 restantes de este 2024 será nuestro verdadero ‘día del año’, el que quedará apuntado en nuestro calendario personal. ¿Llegará en marzo, en septiembre? Puede ser un día extraordinario y feliz, o quizás uno en el que pierdes algo, o a alguien, muy querido. Y entonces prefieres que todos los días sean iguales, rutinarios a más no poder. No por cobardía, sino por prudencia: tampoco Robinson buscó el naufragio, aunque una vez en la isla se multiplicaran su arrojo y destrezas. Habrá gente, de todo hay, que empiece el año apostando fuerte. Yo también fui bruja de Nochevieja, me puse un lazo rojo y quemé la lista de errores del pasado para empezar el folio en blanco. Con el tiempo, te conviertes en el actor con vocación de secundario de El Viaje a ninguna parte, que no quiere que se le vea demasiado en ningún plano de la película, para no hacerse notar y que no dejen de contratarle.

Como para afrontar grandes gestas lo mejor es ir ligero de equipaje, conviene que la lista de propósitos para el nuevo año sea pequeña. Si no se consigue progresar adecuadamente en los próximos meses, queda septiembre, con su lista de propósitos para el nuevo curso. Como las cigüeñas, nosotros también tenemos cada año, al menos, dos oportunidades de volver a empezar. Lo demás es travesía. Karen Blixen citaba este viejo poema de amor inglés, que es como una bendición para el nuevo año: “Dondequiera que vayas, frescos vientos suavizarán el claro / los árboles se juntarán para sombrear el lugar donde te sientes”. Ella no olvidó África, pero estaba convencida de que somos capaces de crear un hogar y un mundo, en cualquier lugar y circunstancia.

 

lunes, 25 de diciembre de 2023

La carta del vidente

Voy al estanco una vez al año, a por sellos. Esta Navidad Correos sacó una serie con un roscón dibujado, pero no la tienen. Me llevo unos en los que aparece un señor con gafas, los mismos que me vendieron el año pasado, y que todavía no han terminado de vender. Pienso que, en esta tarde fría de uno de los días más cortos del año, se estarán enviando al menos mil bizum por cada felicitación que llega a la boca del buzón. Todavía alguno dice que es poco ecológico enviar cartas, mientras se acumulan las pilas de cajas de cartón junto a los contenedores.

También un puñadito de cartas con direcciones escritas a mano se abren camino hasta mi buzón, ya resignado a su tristón papel de receptor de notificaciones del Sacyl. Nada que ver con la fiesta de sobres y papeles que se apelotonaban años atrás. Hoy hasta se echan de menos los folletos de publicidad, las únicas revistas de entretenimiento que llegan a la mayoría de las casas. El portal casi siempre está desierto, y hasta hay una cámara que supervisa desde lo alto de una columna posibles movimientos extraños. Pero dan igual las medidas de seguridad: cada Navidad, el profesor Aïdara, o Dumbuya, Darro, o cualquier otro nombre que adopte esa temporada, deposita en los buzones su extraña felicitación. Quizás utilice la sugestión o atraviese la materia, pero para él no hay puertas.

En el papelito explica someramente su currículo, ‘vidente y futurólogo africano’, y su cartera de servicios, ‘ayuda a resolver tus problemas’.  Desde lo concreto, como recuperar la pareja, mejorar los negocios, solucionar líos familiares o dejar el alcohol, hasta lo intangible, como limpiar el mal de ojo. No es difícil que el profesor vidente dé en el clavo porque, ¿quién no tiene uno o varios de esos problemas? ¿quién no lleva sobre sus hombros una pesadumbre inexplicable, que muy bien pudiera provenir de un hechizo enemigo?

Algo no va bien, algo nos duele. Incluso puede que estos días duela más, porque hay más tiempo para parar y escuchar al cuerpo, y también para sentirnos solos. Como informe médico puede que resulte un poco primitivo, pero el diagnóstico de Dumbuya es perfecto. Y todo comprimido en un simple cuadradito de 10x14 cm. Si aprovecha bien el papel, salen ocho diagnósticos por folio, y con tres hojas cubre a todo el portal.

Me pregunto quién será el emisario, o emisaria, de Dumbuya en mi calle. Seguramente lleva deportivos y vaqueros, y no una túnica con brocados. Igual ni es africano. Después de tantos años, estará dado de alta como autónomo, o hasta puede haber montado una franquicia, porque la misma tarjeta que reparte en Valladolid llega al resto de ciudades. Tampoco aclara si se trata de un servicio a domicilio, o solo telefónico, como aquellos curanderos que para quitarte un clavo del dedo enterraban bajo tierra un papel con tu nombre escrito.

Dumbuya, como todos los charlatanes, sabe que somos un saco de problemas, y tienen siempre a mano un vistoso catálogo de soluciones fáciles y rápidas. Dumbuya es un pillo que ofrece resultados “al 100%” a unos pobres desesperados que se agarran a un clavo ardiendo, y hasta se dejan timar a cambio de un poco de esperanza.

https://www.elnortedecastilla.es/opinion/teresa-sanz-nieto-carta-vidente-20231225091142-nt.html


lunes, 18 de diciembre de 2023

El cesto de Navidad

Antes que Ana de las tejas verdes, Lucy Montgomery escribió El cesto de la tía Cirila, un cuento de navidad. Como Ana, su personaje más famoso, Lucy era huérfana de madre, y su padre emigró y la dejó siendo un bebé en casa de sus abuelos. Una vida austera, en la que su imaginación, la lectura y los estudios, en los que avanzó rápidamente, fueron su salvavidas. Se especializó en Literatura, trabajó de maestra y en un par de periódicos, y, tras el fallecimiento de su abuela, formó su propia familia, con un pastor presbiteriano.


Desde su publicación, en 1908, la historia de Ana, criada por un par de ancianos en un lugar hermoso y perdido, pelirroja y parlanchina, un bicho raro y puro en medio del corsé de la “normalidad”, fue un éxito. Lucy escribió después varias entregas más de Tejas Verdes, además de numerosas novelas, relatos y poemas. Lo que escribió antes de Ana casi no se cita. Entre esas páginas está El cesto de la tía Cirila, uno de los cuentos que más veces leí a mis hijos cuando eran pequeños.

La protagonista es Lucy Rose, una adolescente que tiene que viajar en tren a ver a unos parientes con su tía Cirila, con la que vive en un pueblo, justo el día antes de Navidad. La chica está avergonzada porque su tía se obceca en ir a la ciudad con una canasta vieja, bien repleta con todo lo que obtiene de su propia granja: mermeladas, manzanas, pastelillos de carne, gelatina, un pollo asado, crema de leche, ciruelas en conserva… hasta pañuelitos bordados y ramos de flores. ¿Cómo ir de visita con las manos vacías? Con el capazo y con su sobrina, roja como un tomate, subió Cirila al tren. Y en esto que un temporal bloquea las vías, y hay que pasar la Nochebuena en un vagón con un grupo de desconocidos en medio de la nada… Y entonces el cesto que abochornaba a Lucy, porque dejaba a las claras su procedencia en unos tiempos en lo que lo del pueblo era algo caduco, se convierte en algo mucho más valioso. El cuento está por ahí, en internet, si quieren saber cómo termina. 

Seguro que la autora del cuento sintió como su protagonista vergüenza por cosas que hacían sus mayores. ¿Quién no ha sentido eso y ha querido ir 25 pasos por delante de su madre, o de su abuelo? ¿Quién no ha renegado de llevarse una bolsa de rosquillas o un táper de croquetas? ¿Y quién no ha echado de menos luego esos remedios mágicos y ese apoyo incondicional? Pero para todos hay un momento de epifanía, como para Lucy fue ese tren, en el que tienes que recurrir a esa mochila de provisiones y cariño para seguir adelante. Y, como en todo buen relato navideño, está presente la fraternidad: la satisfacción de dar a los otros, sean manzanas, palabras o tiempo.

Hay algo inocente y, para los ásperos de la meseta, hasta blandengue, en los cuentos de Navidad. Hasta un escritor de pobres como Dickens es benevolente y permite al usurero Scrooge redimirse, tras toda una vida de crueldad y de haber sembrado la desgracia en muchos de sus deudores. Capra directamente se agencia un ángel para evitar el suicidio de George. Hasta Paul Auster admite que un ladronzuelo comparta la comida de Pascua con una anciana solitaria que le confunde con su nieto. Decía Buñuel que lo que más le sorprendía de los americanos era su ingenuidad. Aquí, en vez de Qué bello es vivir, rodamos Plácido. Da miedo arrojarse a la esperanza, pero solo desde la ingenuidad se acaricia el milagro.

La Navidad no es un estado, sino un fogonazo, como la estrella de la que habla San Mateo, y que hoy hubiera sido imposible distinguir, deslucida por la marabunta de luces Led repartidas por Valladolid. Decimos “Feliz Navidad” cuando muy pocos piensan ya en el niño de Belén, pero tampoco es una mentira. Decimos “Feliz Navidad” cuando podríamos decir “sé que estás ahí, y que no es fácil, que te vaya lo mejor posible”. Lo podríamos decir el día 25, o quizás un mes después, o en el mes de julio. Pero preferimos no abusar de cariñosos, y hacer como si nada los 364 días restantes.

La Navidad es una marca tan potente que, pese a los envites, no es solo en esa cosa hortera y ruidosa que aparece por la televisión. La vida pública es más tonta que la privada, como apuntaba Chesterton. De puertas para dentro, pocas fechas están más cargadas de significado y nos conectan más con lo que somos, con lo que fuimos, con los que están y los que ya no. Todos esos a quienes amamos y que cargaron nuestro canasto de las mejores provisiones, las que no se compran con dinero. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

Las canciones de nuestra vida

La música es importante. Tanto, que cuando un sintecho sueña con la perfección, imagina estar en el sofá de su propia casa, escuchando a David Bowie. Así lo escribía Víctor Vela en estas páginas, en una entrevista a personas sin hogar de Valladolid. “Bowie es Dios”, decía aquel hombre. Sí, los mendigos cuya presencia nos incomoda por la calle también tuvieron niñez, fueron amados y peinados a raya por sus madres y luego vivieron su adolescencia, llena de fuego y esperanza. Una noche, serían finales de los ochenta, vine desde Segovia con unos amigos de garbeo a Valladolid, a una terraza de la que no recuerdo ni el nombre, pero sí que sonaba Young Americans. Y de pronto Valladolid me pareció una ciudad interesante, no el lugar tristón y aislado en el terruño que imaginaba. La música hace que tengas algo en común con ese hombre perdido por una sucesión de malas decisiones, alcohol y por qué no, perra suerte; un hombre que hoy deambula y ojalá encuentre su espacio muy pronto.

Una vez alguien me dijo que lo que no se lee antes de los 25 ya no merece la pena. Es una sentencia extraña, que solo he entendido muchos años después. Puedes leer libros, pero no los vas a sentir igual, con la sorpresa y profundidad de la primera etapa. Y quien dice libros, dice canciones. Hay una construcción especial de la sensibilidad en esos pocos años. Con 15, hubiera retado a un duelo a los fans de Hombres G, grupo del que, por cierto, he leído que es declarado seguidor Mañueco. Por entonces, la ligereza de los G colisionaba con el sentimiento trágico de la vida que con frecuencia acompaña a la adolescencia. Encontré mejor refugio en la voz melancólica de German Coppini, aconsejándote que no salieras a la calle cuando había gente. Al final, cada cual buscaba un refugio en el que sentirse menos solo, fuera con banda sonora de Perales o de Leño.

A lo largo de los años he seguido escuchando canciones, exactamente 5.298 minutos este año, como me confirma el envío que estos días recibimos todos los usuarios de Spotify. Aunque fue entre los 12 y los 22, más o menos, el periodo en el que construí los sonidos que me iban a acompañar para los restos. Cuando eres pequeña esperas que de mayor te pongas rulos y bailes pasodobles, pero no (podéis estar tranquilos los jóvenes), no llega un día en el que te hace clic la cabeza y empiezas a cantar el porompompero. No hay más que ir a un concierto de rock para ver que nunca eres el más mayor, siempre otro es más resistente.

Por eso me sorprende que Óscar Puente, que nació el mismo año que yo, se emocione tanto con Taylor Swift. Una afición que curiosamente comparte con Pedro Sánchez y que les ha unido como a mí a otros seguidores de Bowie. Bien es cierto que Sánchez es muy variable, porque hace no tanto era muy fan de los Planetas y ahora lo es de Aitana y Rosalía. Feijóo, como Carnero, dice que es más de Beatles, así no falla. En su lista de favoritos, Abascal menciona a Taburete y Los Manolos, pero descuadra que incluya a Pet Shop Boys. Igual Gallardo diría que algunos “no han entendido nada”, como el otro día cuando sonó Amaral en un acto contra la amnistía. Donde unos vemos solo canciones otros ven arengas, como lo de “escucho a Wagner y me entran ganas de invadir Polonia”, que decía Woody Allen. Tal vez estos gustos musicales de los políticos no sean tan espontáneos, sino otra oportunidad para tirar la caña al caladero de posibles votantes. A un presidente del Gobierno ­o a varios­, era el asesor de turno el que le sugería qué novela comprar cuando tenía que inaugurar la feria del libro.

Las canciones que de verdad te conmueven son las que primeras que pondrías en el móvil si, tras meses deambulando por la calle, por fin tuvieras una casita y un sillón para pasar tranquila la tarde. Esas canciones crecen cuando vuelves a ellas, porque enganchan con tu vida. El algoritmo de Spotify lo sabe y, aunque te aventures a temas nuevos, siempre acaba ofreciéndote un atajo, que se llama “escucha tu música”. En mi lista hay canciones tan y todavía más viejas que yo. Cuando asoma el fin del año, Spotify te avisa un mes antes, como si estuvieras a tiempo de desgravarte de la carga de la nostalgia. Pero con la música no hay forma. Ya lo dijeron Lennon y McCartney, “Hay lugares que recordaré toda mi vida, aunque algunos han cambiado”.



lunes, 27 de noviembre de 2023

Nacer en esta tierra

Junto al paso de peatones, a la espera del cambio de semáforo, un niño pequeño revisa las tostaricas de un paquetito de papel de plata que su madre le ofrece. Como hacían mis hijos, rebusca la galleta impresa con su dibujo favorito, y desecha todas las demás. Con los niños, como en el País de las Maravillas, hay 364 días al año excepcionales, y cada uno de ellos hay que celebrar su no cumpleaños. Criar hijos es maravilloso, pero también extenuante. Observo a las madres jóvenes a ratos agotadas y a ratos irritadas por el movimiento continuo de sus bebés, sin saber todavía que esa sensación de no llegar a todo ya será permanente. Trabajarán a fondo día y noche para construir las condiciones de una vida que, por lo demás, funcionará con sus propias reglas. Y así tiene que ser.

Nadie puede contarte cómo será tener un hijo. En general decimos tonterías, tópicos que se pueden leer en cualquier sitio. Como en los percentiles, al principio las metas parecen tan imposibles que se dosifican por semanas, luego por meses y por fin por años, o incluso por etapas escolares. Del pecho al chupete, de los mocos al habla, del arenero a la lectura. Todo diferente e igual a todos. Y que estudien, o tal vez no, y que trabajen, o tal vez no. Que salgan fuera, ojalá solo si lo desean. Que vuelvan, si quieren, o que no dejen tu casa. Cualquier camino es posible, ninguno es fácil.

Los niños son artículo de lujo en una tierra que está abonada al envejecimiento. Llevamos décadas desayunando con estadísticas en negativo, así que nos consolamos con el aumento de la esperanza de vida, o con matices como que en una provincia nazcan cinco más que en la otra. Detalles que nos mantienen entretenidos, pero no cambian lo sustancial, porque esto ya no va de pueblos contra ciudades. Recuerdo hace ya años a una experta demógrafa muy sonriente, que vino a decir que las proyecciones no iban a cambiar, pero que igual había que tomárselo de otra manera. Por entonces sonó a frivolidad, aunque quizás fue sincera.

El otro día el INE refrescaba datos, con los nacimientos muy lejos de las defunciones. Significativo es que casi la mitad de los niños nazcan de madres que no están casadas, que 36 sea la edad más habitual y que muchas superen los cuarenta. Cifras que prueban que es una decisión complicada y meditada durante años: aunque quieras, no siempre puedes. También apuntan los datos que la edad media del primer hijo es inferior a la edad del matrimonio; la familia tradicional es una fórmula más, pero un hijo ya no es el resultado de dos anillos entrelazados en un árbol genealógico. Con todas estas derivas, los niños que finalmente nacen quizás no sean tan pocos: pese a las enormes complicaciones de la crianza, pese a no contar con el apoyo de una pareja, muchas mujeres tienen un hijo. Cabría preguntarse si, más que la maternidad, lo que está en crisis es la pareja, la confianza en que perduren lazos a largo plazo, que hace preferible para parte de las mujeres criar un hijo en solitario. Si sumamos las separaciones, el cambio del modelo es enorme.

Estas son las condiciones en las que crecen hoy los niños y en las que han de ser acompañados y atendidos. No solo multiplicando plazas de escuelas infantiles, que bien están, sino a lo largo del tiempo. Qué mejor medida de natalidad que la flexibilidad laboral, o un alquiler bajo y durante al menos ¿veinte años? A algunos les parece poco tiempo adquirir una plaza de garaje para cincuenta años, pero por lo visto un hijo se ventila con tres, o diez a lo sumo.

Frívola no era esa señora que vino a decirnos que abriéramos de una vez los ojos y dejáramos de reescribir peñazos sobre repoblación como si estuviéramos en la Reconquista. Frívolos son esos que pretenden que tengamos hijos para que paguen nuestras pensiones y nos atiendan en la residencia, como si calcularas la progenie en función de las obradas a cosechar. Todos nos acordamos de cuando nuestro colegio estaba abierto y había cuarenta niños en el aula. Son pensamientos nostálgicos que nos acompañan en las tertulias de las tardes de invierno, pero el pasado ya no está aquí, y además todos hemos trabajado para que las cosas cambien y, en muchos otros aspectos, mejoren.

En lugar de empeñarse en repetir soluciones para un mundo que ya no existe, a lo mejor habría que pedir a nuestros políticos que empezaran a decir en voz alta lo que ya todos los del ‘baby boom’ nos decimos en voz baja, como si solo nosotros viéramos al fantasma: qué pensiones tendremos, a qué tendremos que renunciar, quién nos cuidará, cómo podrán participar en esta tierra los que vengan de fuera, o si habrá empresas competentes capaces de retener a nuestros hijos y nietos. Así, para empezar. Porque para que los niños se atrevan a asomar la cabeza han de poder crecer risueños y seguros, preocupados solo de elegir su tostarica preferida, no de pagarnos las pensiones.