Nada que hacer. A pesar de mis esfuerzos, ahí están los vallisoletanos, con la etiqueta de bordes olímpicos. Pregunto en el bar de abajo y están de acuerdo con su penitencia. Incluso creo que sienten cierto alivio al reconocer que son secos y que no merece la pena hacer ningún esfuerzo para modificar su idiosincrasia. Un canario emigrado, envuelto en una bufanda, justifica con voz suave la antipatía pucelana por el clima severo y en el escaso movimiento de gente. “En todo caso –sentencia alguien– en el trato mejor la escasez que la abundancia, que los andaluces son unos pesaos”.
Veo la antítesis, el ying y el yang: a un lado, un vallisoletano, el seco; al otro, un andaluz, el salao. Voy a la Casa de Andalucía y me como una tostada 5 sabores, con paté, tomate, membrillo, mermelada y queso. No sé si son más simpáticos, pero de pronto me siento mucho mejor. José, el sevillano presidente de la casa, no hace demasiado caso de los tópicos. El año pasado estuvo en Pedrajas de San Esteban y se encontró con decenas de parejas –ellas de flamencas, ellos de corto– yendo a caballo a una romería, y me recuerda que Valladolid es una de las ciudades del país con más afición a las sevillanas y a las rumbas. Lo que sí que reconoce es que si quieres que un vallisoletano hable, lo más seguro es que tengas que empezar tú.
Menos mal, creí que a él no le había pasado eso de saludar una o dos veces al entrar en un comercio o cruzarte con alguien en un portal y pensar que te habías quedado sin voz, al no escuchar ninguna respuesta. Oí hace tiempo que el vallisoletano es un tipo que cuando te avista tira deprisa una piedra detrás de ti para que te des la vuelta y pueda aprovechar para irse corriendo y ahorrarse el “hola”. Que el saludo sea tan costoso en esta ciudad, tras un análisis sosegado, estimo que puede deberse a: uno, que los vallisoletanos piensen que no hay que saludar a otro ser humano si no se ha sido convenientemente presentado; dos, que los vallisoletanos piensen que hay que guardar energías para los tiempos de escasez. Hay una razón tres, la timidez, pero no la considero una costumbre colectiva.
Me entero por internet que un antropólogo, Luis Díaz Viana, escribió hace tiempo una obrita titulada “Del carácter vallisoletano”, que intento localizar, sin éxito. Él, que es un vallisoletano simpático, que saluda e incluso contesta al teléfono, me cuenta que no cree en los caracteres colectivos, pero sí en normas de comportamiento comúnmente aceptadas en un sitio que chirrían en otro. Hablamos de ese vallisoletano austero y arrogante, de la burguesía capitalina, segura de sí misma y más bien hosca que, durante muchos años, controló el comercio de una ciudad de estructura social cerrada. Y hablamos de los sustos que esa forma castellana de expresión, con frecuencia más ruda que directa, da a los hablantes latinoamericanos, muchos hoy vecinos nuestros.
Vale, Segovia tampoco es Río de Janeiro, y que levante el dedo quien no se haya quedado mirando un escaparate de la Calle Real para no tener que saludar por tercera vez en un día a la misma persona. Pero, ¿en qué otra ciudad basta con saludar y charlar medio simpáticamente para que te digan “a que tú no eres de Valladolid”? Sólo un dato: dos de cada tres socios de la Casa de Andalucía no son andaluces, sino vallisoletanos que han pedido asilo político.
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