lunes, 15 de abril de 2024

Esta tierra de en medio

Mi abuelo Juan abandonó Salmoral con poco más de diez años, para no volver más. Acompañaba en busca de fortuna a su padre, que era como él pelliquero, tratante de pieles y sebos, una actividad que por entonces ocupaba a buena parte del pueblo salmantino. Es tarde para saber por qué paró en Moralzarzal, en el lado madrileño del Guadarrama, y cómo conoció a mi abuela, a su vez nieta de un vasco carlista, eso contaba, que escapó por patas de Balmaseda. El caso es que acabaron viviendo en Segovia, donde criaron a mi madre y a cuatro hijos más, mientras fuera se sucedían república, guerra, dictadura y democracia. Mi abuelo por las tardes comía un poco de jamón y un mendrugo, y hacía mil solitarios sobre la mesa de la cocina, repartiendo lentamente las cartas. A finales de los setenta ya se hablaba mucho de los catalanes y los vascos, que él tenía en buen concepto, porque eran trabajadores y echados para adelante. Poco más comentario sobre un proceso por entonces germinal. Tampoco creo que mis otros abuelos, asentados igualmente en la capital, pero nacidos en pueblecitos de Segovia, dedicaran un segundo a pensar en cuestiones identitarias. Mi abuela Angelita guardaba un manteo de segoviana en un arcón, que nunca vi, y mucho menos puesto. No le escuché entonar una sola jota. Se hablaba lo justo, como si hubiera que economizar también en palabras, como si expresar alegría pudiera ser una falta de respeto para el que al lado lo pasa mal. Visto hoy, quizás eso forme parte de esa antigua identidad castellana, que algunos llaman austeridad y rectitud y otros antipatía y tristeza. De hecho, la primera vez que me dijeron “cómo sois los castellanos” fue en Madrid, sospecho que más por lo borde que por lo austera.

Si hoy viniera un marciano y tuviera que explicarle qué es una comunidad autónoma no empezaría por el carácter, ni por las jotas, ni por fenotipo alguno, que ya sabemos desde Lombroso que de poco sirve tratar de clasificar a los buenos y a los malos por la forma del cráneo o el Rh. Diría que, en este trozo del mundo, que se llama España, hubo que encontrar una fórmula para organizarnos, que algunas partes lo tenían muy claro desde el principio y en el resto pesó la historia, pero también el azar. Y que igual podíamos haber sido once, sumando a Logroño y Santander, como se dijo en aquel Villalar histórico que juntó a 200.000 personas, u ocho o siete, si León o Segovia se hubieran descolgado en el último momento. O menos todavía, como ahora parece que cada provincia, a su forma, reclama, porque nadie da un paso adelante por la unidad, que es siempre costosa y exige renuncias. Pesar, medir y repartir esas renuncias entre las 9, con racionalidad, sin recurrir al victimismo permanente de que la culpa de todo lo mío es tuya, veneno que tiene a nuestro país como un patatal. Pero también sin creer que por estar en el centro geográfico se merece todo, porque eso ya lo saben y aprovechan las empresas, y las administraciones están para hacer otras cosas.

A mí la pelea por la identidad me ha resultado siempre una pesadez. Se es lo que se es, sin ninguna premeditación, y los que presumen de pura cepa que sepan que la evolución, que es sabia, se encarga de extinguirlos. Y si hay que hacer pedagogía para que seas otro al que ya eres, conmigo que no cuenten, me resistiré con uñas y dientes. Y además en esta tierra se nos da fatal, como puede comprobarse cada vez que se aproxima el 23 de abril. Villalar, cuando fue electrizante, no era solo el día de la Comunidad, sino también la oportunidad de expresarse con total libertad tras la oscura Dictadura. Siempre ha arrastrado tensiones, siempre se ha caminado por el filo. Algunos sienten que la carpa les pertenece en exclusiva, y otros se arriman con cara de susto, deseando que pase el trago. Parece que se quiere y no se quiere organizar, contradicción elevada a la enésima potencia en los dos últimos años. Al final, Villalar se convierte en una excusa para llevarse, si cabe, un poco peor.

Si de verdad ayuda, yo estoy dispuesta a renunciar a Villalar, y me da igual echar las campanas al vuelo en San Froilán, con León, o en San Roque, con Salmoral. “Mi patria lo primero, tenga razón o no, es lo mismo que mi madre lo primero, borracha o sobria”, como replicaba Chesterton a los entusiastas de menear la bandera. Yo preferiría añadir provincias a restarlas, porque en las nueve he comido un menú del día y charlado con amigos, y las siento cercanas, no propias, porque ninguna me pertenece. Pese a los aberrantes, si hay una virtud bastante común en esa “tierra de en medio” es la conformidad, y no olvidar nunca, pero nunca, que nadie es más que nadie.

 

 

 

lunes, 8 de abril de 2024

Vocaciones tardías

Estos días que tanto se ha escrito sobre Luis Argüello, un detalle se repetía: que era de vocación tardía. Hacía tiempo que no escuchaba esas palabras, que antes eran comunes en las casas, al referirse a un párroco u otro. “Ese es de vocación tardía”. Durante décadas fue bastante frecuente que uno de los hijos de familias por entonces muy numerosas entrara de niño en el seminario. Una parte permanecía allí hasta su ordenación, y la mayoría abandonaba, pero esos años de estudio en el Seminario eran una oportunidad, sobre todo cuando faltaba dinero en casa. Los “de vocación tardía” eran rara avis. E incluso se mencionaba el detalle con cierta desconfianza, como si el hecho de que hubieran tardado en elegir su misión en la vida los relegara de categoría.

Mencionaba el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal que, más que vocaciones sacerdotales, lo que faltan hoy son vocaciones de “matrimonios abiertos a la vida”. Una manera brillante de salirse por la tangente, aunque también una realidad. Acatar hoy un “para siempre” es cosa muy complicada, y no hay garantías de éxito, aunque elijas una catedral para intercambiar los anillos. Claro está que, si hubiera muchos matrimonios, y muchos hijos, y además católicos, alguno elegiría la vida religiosa. Sin embargo, no recuerdo cuando era niña, hace casi cincuenta años, que ninguna dijera que tenía vocación de esposa, como alternativa a la de monja contemplativa. Supongo que, si te preguntaban, contestabas que sí, que de mayor te casarías y tendrías familia. Aunque ya entonces nos reíamos de Susanita, la de Mafalda, para la que futuro equivalía exclusivamente a “¡hijitos!”.

Todavía se venden esas barajas de cartas de familias, en las que los hijos y los nietos de los zapateros son zapateros, los del lechero, lecheros y los del sastre, sastres y modistas. Añoramos los viejos oficios y ese mundo de orden, aunque la libertad de elección nos defina como humanos y nos aleje del determinismo del gato, que no tiene otra que saltar detrás de un pájaro.

Los niños de Castilla y León dicen que de mayores quieren ser futbolistas, policías y bomberos, y las niñas profesoras, artistas y veterinarias, sean lo que sean sus padres y madres. Luego meten a todos en el tobogán de tubo del Campo Grande y los centrifugan, y a los 14 tienen que decidir si van por Ciencias o por Sociales (Letras está defenestrado, ¿para qué sirve eso?). En el proceso, las vocaciones infantiles van decayendo a medida que se les va distribuyendo según las calificaciones, y con el tiempo ya ni se preguntan qué quieren ser de mayores: ¡lo que pueda! Con poco más de veinte años, ya están en perfecto estado de revista para ser el resto de su vida una pieza útil para el mercado laboral. Hace poco, un responsable de Harvard se lamentaba de que hoy, si a sus estudiantes les daban a elegir entre superar grandes retos u obtener buenas calificaciones, se quedaban con lo segundo. El título como sustituto del conocimiento, y los alumnos como clientes.

Ahora que nos quieren jubilar a los setenta, yo creo que la vocación tardía debería ser la norma, y no la excepción. Deberíamos seguir preguntándonos durante mucho más tiempo, quizás siempre, qué queremos ser de mayores, modificando la ruta cuando sea necesario. La experiencia no es lo que nos han contado, no es un rosario de éxitos y ascensos, sino un buen montón de errores y dudas. Hay afortunados que encuentran un oficio vocacional; otros sienten vocación por el trabajo en sí, por cumplir fielmente su tarea, y otros solo soportan la jornada, qué se le va a hacer. También hay quien fabrica su propia vocación en su tiempo libre, porque las aficiones conviene cuidarlas, para no convertirte en un auténtico borrico de sofá.

David Trueba, escritor, cineasta y niño que veraneó en Tierra de Campos, publicó hace tiempo un librito precioso que se titula Ganarse la vida. Una expresión que suele reducirse a lo monetario, pero que va mucho más allá: “ganarse la vida tendría que ser la aspiración mayor de una persona, pero ganársela en el sentido de honrarla, de estar a la altura del regalo”.

 

lunes, 1 de abril de 2024

La memoria de las piedras

 Al inicio de la guerra civil se retiró de la plaza de la Trinidad de Valladolid el grupo escultórico “La Frontera”, inspirado en un poema de Leopoldo Cano que ensalzaba la fraternidad por encima de las diferencias nacionales. Representaba a una matrona, una mujer brava, cubierta por una túnica en la que se acurrucaban tres niños desnudos, unidos por la misma madre. Fue una obra polémica desde su inauguración, un año antes. Unos veían en ella a una personificación de la República, otros a la III Internacional. Otros recelaban del autor, el escultor segoviano Emiliano Barral, compañero de Machado, de Carral, de Marazuela, miembro de las milicias segovianas, fallecido en el frente, cuando un obús impactó contra el coche en el que viajaba con su hermano y un grupo de periodistas. Fuera por eso o por la desnudez de los pechos de la mujer, el hecho es que la escultura pasó de la ubicación original, los jardines de la plaza de la Libertad, a la plaza de la Trinidad. Y de ahí, ya tras el verano del 36, a la nada. Hoy, solo el torso de la matrona se conserva en el Museo de Escultura.

Este pedazo de historia se recoge en un libro muy interesante, La escultura pública en la ciudad de Valladolid, publicado recientemente. Sus autores destacan el hecho de que, aunque contabilizan 137 obras de arte público desde 1835 a 2023, la mayoría data desde los años ochenta hasta hoy. De hecho, en los 23 años que llevamos del siglo XXI se han sumado 65 obras más. Habrá muchos factores que lo expliquen, entre otros la disponibilidad económica para sufragarlas. Pero sorprende que, en este mundo líquido en el que lo centenario se sustituye por franquicias, la ciudad se haya ocupado con ahínco en crear símbolos y sembrar homenajes a ideas, hechos y personas relevantes, para que al menos piedras y bronces nos trasciendan. No es fácil predecir la permanencia de lo que hoy ensalzamos, cuando el que ahora se entierra como héroe, a la vuelta de veinte años puede ser vilipendiado y convertido en villano. Eso, sin tener en cuenta lo puramente estético, ya que parece que no existe canon consensuado sobre lo que es bello. Yo podría prescindir sin ningún dolor de unas cuantas obras que, para otros, seguro que muchos más, les encantan. No es fácil que una escultura se integre con suavidad en lo que ya existe, con la discreción de ese desgastado Neptuno del Campo Grande, mudo y casi engullido por la vegetación. Si la escultura se nota mucho, chirría, y mejor función haría ocupando su espacio un buen árbol, o un par de bancos.

La misma prudencia para sumar nuevos elementos parece aconsejable si se trata de quitar los que ya están. Si fuera por el impulso, en una tarde de ira yo misma hubiera demolido la antigua cárcel de Segovia, que hoy aloja actividades culturales, aunque sus muros no pueden dejar de llorar lo que fueron. Hasta con música y las verjas abiertas, nadie puede sentirse del todo tranquilo allí dentro. Con la perspectiva del tiempo, quizás su sentido sea ese, reflejar la desolación del único sistema del que disponemos para vigilar y castigar a nuestros semejantes.

También horror y desolación me inspiró la primera fotografía que vi de la Pirámide de los Italianos. Formaba parte de Caídos, una brillante exposición de Ricardo González sobre monumentos de exaltación del franquismo. Fotógrafo excelente, lleva años registrando con intención y a la vez con transparencia la cicatriz que deja el tiempo sobre nuestra tierra. Una cicatriz que revela que lo que se vendió un día como heroico hoy no es más que piedra gastada; ni siquiera la pátina del musgo logra dotar de sentido a su estéril ruptura del paisaje.

Yo no querría que demolieran la pirámide, un nombre que le queda un poco grande a una mole de bloques de hormigón. No porque se perdiera nada valioso desde el punto de vista artístico, sino porque, con el tiempo, algunos rellenarían su ausencia con fábulas e inteligencia artificial, y acabaría pareciendo la octava maravilla. Prefiero que esté ahí, donde no debiera haber estado nunca, permanentemente fuera de sitio, como un recuerdo de las manos de los presos que trabajaron para levantarla. Mi memoria histórica está blindada, no por piedras ni por leyes de concordia, sino por lo escuchado de boca de mis mayores. Gentes que, ya entrada la democracia, seguían bajando la voz para decir que aquel que había sido su vecino, o su maestro, estuvo en la cárcel solo por ser “de las otras ideas”.

 

lunes, 25 de marzo de 2024

Donde no llega el tren veloz

En septiembre de 1993 el tren recorrió por última vez la línea Segovia-Medina del Campo. Nunca tuvo muchos viajeros, y en los últimos años funcionaba solo tres días a la semana, lunes, jueves y sábado. Renfe decía que la media diaria era de unos veinte viajeros. El penúltimo día de funcionamiento, acompañada de un fotógrafo, fui a hacer un reportaje. La mayor parte de los usuarios eran matrimonios mayores, que se acercaban a la capital al médico o hacer la compra, y luego, con bolsas hasta los topes, regresaban a sus pueblos. Todos habían conocido mejores tiempos del ferrocarril. Eso era el pasado y el futuro llegaría al día siguiente, cuando el tren dejara de pasar por su pueblo. Más que resignados, estaban conformados a su suerte, como si fuera culpa suya no tener carné de conducir: “Entonces no tenía dinero, y luego era ya tarde. Más de cien vecinos y solo dos de infantería, el resto va montado en su jaca”, se lamentaba uno de los pasajeros.

Alguno mencionaba, pero bajito, que Borrell, por entonces ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, podía haber soltado unas migajas para mantener aquella línea de pobres, en vez de apostarlo todo al recién nacido Ave, que un año antes había empezado la ruta Madrid-Sevilla. No recuerdo grandes protestas, ni pequeñas, por aquel cierre. Como aún no se había extendido la epidemia identitaria, no pensamos demasiado los segovianos en agravios comparativos a nuestra provincia, no menos olvidada que otras, pero amansada por ese brillo que a veces es solo barniz del turismo. Sí tengo en la memoria que por entonces se murmuraba que, cuando llegara a Segovia el tren mágico, la ciudad casi se duplicaría con 30.000 nuevos habitantes -mil arriba, mil abajo- por la diáspora de madrileños que nos elegirían como ciudad dormitorio. Huelga decir que el Ave llegó en 2002, y que nunca ocurrió nada parecido.

Como ese señor de infantería, yo no conduzco, así que conozco bastante bien el transporte público. Conozco ese tren veloz, que todavía me parece de lujo. Poder sentarme ahí entre esas personas tan eficientes, que o van trabajando o dormidas, mientras yo voy pensando en tonterías, y en media hora me planto en Segovia, en esa estación en medio de la nada que es Guiomar. Me parecía lógico que el billete no fuera barato, porque la mayoría de mis vecinos no coge nunca el Ave, como mucho el autobús urbano. Como también me parecía lógico que un billete de avión fuera caro, por idénticas razones… Desde hace tiempo dudo de mi lógica, porque escucho conversaciones de personas que viajan a Viena por menos de lo que te cuesta el bus de ida y vuelta a Cuéllar. Viajar es un chollo, dicen, hasta que te toca ir el martes, por ejemplo, a Zamora, y no digamos a Soria, y tienes que llegar tres horas antes o salir cuatro horas después de lo necesario, porque no hay otro horario. En Castilla, los que estamos curtidos en transporte público, y no solo en las rutas bonitas y rentables que quieren engullir los nuevos operadores privados, sabemos que la primera regla es adaptarse. Adaptarse a salir a la hora marcada, a llegar a una estación que no será preciosa -las dársenas sirven de paraguas para gentes sin rumbo- y a organizar tu día de acuerdo al regreso que marca tu billete. Creo que muchos que opinan sobre el tema, sobre todo políticos del área en cuestión, deberían probarlo. Viajar a cuerpo gentil, sin la protección de tu coche. Codo con codo con personas desconocidas que suben y bajan en pueblos que no conoces: mujeres mayores, trabajadores de fuera, estudiantes…

En la meseta, con habitantes repartidos en cientos de pueblos que en Madrid apenas sumarían una comunidad de vecinos, las soluciones tienen que ser minuciosas y honestas. Aquí no hay negocio, ni chollos. En algunos casos, el déficit es inevitable para mantener un servicio digno, así que se trata de no hacer tonterías con el dinero público, que es de todos y muy limitado. Pasamos demasiados años en la inopia, inaugurando polígonos y centros tecnológicos sin empresas que los habitaran, y hasta pistas de esquí sin nieve en medio de un cerro pelado. No es raro que ahora queramos que el repleto tren veloz sea casi gratis y a la vez mantener trenes de cercanías que sin apoyo no aguantarían. Aquellos señores que hace treinta años se quedaron sin tren comprendían que soplar y sorber era imposible. Ahora no sé cuánta verdad somos capaces de soportar.

 

 

lunes, 18 de marzo de 2024

El milagro de la violeta

Cuando todavía no es primavera, semanas antes de que los relojes cambien de hora, aparecen las violetas en la parcela de al lado del portal. Brotan como mala hierba, al lado de setos bien perfilados y rosales podados, que aguardan prudentes hasta que la escarcha desaparezca de las madrugadas. Sin mano de jardinero ni cuidado alguno las violetas saludan a veces antes de que acabe febrero, otras veces entrada la segunda quincena de marzo. Es difícil saber si incumplen alguna regla, si deberían respetar el día 21 como referencia para asomar los pétalos. El único ingrediente que necesitan es la lluvia, así ponen en marcha el cronómetro de la primavera, aunque luego caiga una helada y se queden consumidas, como si hubiera caído agosto de repente.

Mi madre nos enseñó a respetar a la violeta. Se le grabó a fuego aquella primavera de niña de posguerra en la que descubrió la flor por primera vez, alimentada por la humedad del Eresma, que recorría entonces como hoy el barrio segoviano de San Marcos. El milagro de la violeta, que no es la más bella de las flores, es su perfume perfecto y gratuito. Un perfume de lujo que ofrece donde está, sea a los pies del Alcázar o en el recodo de una boca de riego.

Las flores silvestres son así. También las margaritas y los dientes de león salpican ya estos días las medianas del Paseo Zorrilla, como si los tubos de escape y las preocupaciones de los peatones no fueran con ellas. “Ha venido mi prima”, nos decíamos en el colegio. “¿Qué prima?”. “¡La primavera!”. Y así es, ha venido y nadie sabe cómo ha sido, cómo ha logrado abstraerse de este mundo del que parece que sabemos mucho, demasiado, y no teníamos ni idea de cuándo vendrían las violetas este año.

Como diosecillos, siempre nos parece que la primavera llega demasiado pronto, o demasiado tarde. Que llueve justo en sábado, o que la cencella se equivoca porque cae en abril y achicharra el lilo. Nosotros, que nacimos un día cualquiera y nos iremos en otro igual de arbitrario, consultamos el calendario y el reloj y regañamos al mundo por empeñarse en contravenirnos.

Si con suerte cumplimos muchos años, como esas centenarias que se asoman de vez en cuando a las páginas del periódico, dirán que cumplimos primaveras, y no inviernos, ni otoños. “La esperanza de vida andará sobre las ochenta y tantas primaveras”, dicen las estadísticas. Cuando eres niño la primavera es una cosa larguísima, y el verano no digamos, pero con el paso del tiempo las estaciones se funden, y pensar en que te quedan con suerte dos docenas parece poquísimo.

Contaba Marcelo Mastroianni en sus memorias que los años no te hacen sensato, que si de viejo vas despacio no es por sensatez, sino por temor, porque no quieres caerte. Marcellino, como le llamaba Fellini, pensaba que la extraña sensatez de la vejez está en decir siempre que sí a la vida, hasta en sus momentos más difíciles y ante los problemas más duros. Que al final nos agarrábamos, como Don Quijote, a las ilusiones. Y eso dicen las violetas, aquí y ahora nazco, antes de que me descabece este tiempo perro que tan pronto trae sequía como lluvias a jarros. Florecer en un rincón cualquiera de la ciudad, sin esperar a que la primavera dé permiso.

lunes, 11 de marzo de 2024

Los ojos, el alma y la bolsa de oro

A cambio de una bolsa que proporcionaba infinitas monedas de oro, Peter Schlemihl regaló su sombra. ¿Qué valía una sombra, al lado de la riqueza, contante y sonante? Pero al hombre que se la cedió no le pareció un botín pequeño. Tras recoger y plegar cuidadosamente la sombra, se la metió en el bolsillo y se fue. Peter no tardó en darse cuenta de que su vida había cambiado para siempre, que todos se alejarían de un hombre sin sombra, hasta su amada. Despojado de eso que no valía nada, pero le hacía humano, tuvo que conformarse con vivir en soledad, y salir de su guarida solo en noches cerradas.

Dicen que Adelbert von Chamisso -botánico, zoólogo, militar, poeta romántico-, escribió este cuento para entretener a los niños de un amigo. El argumento se aproxima a otros relatos clásicos, desde ese Rey Midas que acaba transformando en oro a su propia hija, a la niña que entregó su alma a cambio de que un acueducto acercara el agua hasta la parte alta de Segovia. Al otro lado del deseo está siempre el Diablo, dispuesto a ofrecer su catálogo a cambio de lo que no sabemos siquiera que tenemos… hasta que lo perdemos.

Si existe, como algunos esperamos, el alma, ¿estará en el cerebro, en el corazón? Dicen que los ojos son su espejo, y puede que sea eso lo que escudriñaban con esas esferas metálicas con las que han estado escaneando los iris de cientos de vallisoletanos hasta hace unos pocos días en Río Shopping. A cambio, han recibido otro intangible, unas 80 criptodivisas.  Apuntan que el iris es el rasgo biométrico más preciso, por lo que con su grabación pueden suplantar tu identidad fácilmente, mucho más que con una foto, nombres o números. Calculaban que, desde mediados de diciembre, han estado registrando cada día unos 130 pares de ojos, ojos de Valladolid, y también de provincias limítrofes, que acuden al gran templo de reunión, de consumo y ocio que es hoy un centro comercial.

Hablo en pasado porque, hace pocos días, la Agencia Española de Protección de Datos ha bloqueado durante al menos tres meses las fotografías del iris. El problema, como siempre, es cómo se utilizarán esos datos: por ejemplo, si se emplean para seleccionar o bloquear tu acceso a lugares o servicios. La empresa argumenta justo lo contrario, que es un primer caso para diferenciar a los humanos de los que no lo son y “crear una red financiera y de identidad global basada en pruebas de personalidad”. Su eslogan es “La economía mundial pertenece a todos”. Pero a unos más que a otros, respondería Orwell.

Puede que éste sea un proceso imparable, y que todos los iris acaben recogidos, pero no por una empresa privada, sino en nuestros DNI digitales. Sorprende la docilidad con la que las personas nos entregamos al escaneo de lo más personal que tenemos, a cambio de apenas nada. También revela que nos entregamos entre indefensos y rendidos a la digitalización. La mayoría no comprendemos bien las consecuencias de los datos que entregamos, y nos conformamos con ir pasando pantallas. Hoy por hoy, somos capaces de no abrir la puerta al vecino y por el contrario dejar pasar a un equipo de la NASA que nos asegure que hemos sido elegidos por sorteo para formar parte del próximo lanzamiento a la Estación Espacial Internacional. Y hasta de acompañarlos con la escafandra puesta.

Como Peter, los cientos de personas que estas semanas abrieron bien sus ojos para que les perteneciera un pedacito de la economía mundial, lo hicieron libremente, aceptando las condiciones que les marcaron. La libertad tiene ese componente, que a veces nos damos cuenta tarde de que ojalá nos hubieran protegido de nosotros mismos, para poder seguir siendo libres. Hay algo poético en que esos ojos que llevamos como si nada sean irreproducibles. Que nuestra pupila tenga una forma única de cerrarse cuando tienes miedo, o cuando te atrae alguien. “Si es que quieres vivir entre los hombres, amigo mío, aprende en primer lugar a estimar tu sombra, y después el oro”, eso decía Peter Schemihl que, por cierto, murió sin sombra, porque el único modo de recuperarla hubiera sido entregando su alma a cambio, y a eso se negó en redondo.

 

 

 

 

lunes, 4 de marzo de 2024

Rentistas y prestamistas

Un hombre menudo con unos pantalones demasiado largos arrastra una bolsa de deporte. Avanza deprisa y frena en seco frente a la puerta de la tienda de empeños. Mira a través del cristal, incrédulo, pero no hay nada que hacer: ya ha cerrado. Se marcha con la bolsa medio abierta, de la que sobresale un aparato negro. En el escaparate de la tienda exponen otros cachivaches parecidos. Ordenadores portátiles, consolas, estuches con taladros, muchos móviles de penúltima generación. Dentro está el material voluminoso, desde las pantallas gigantes de televisión, a cintas de correr y patinetes. En un rincón muestran las pequeñas joyas de oro, las esclavas, las medallas, los pendientes regalados por el día de la Madre. También están los robots de cocina, con manuales de instrucciones todavía sin abrir. A un lado, lo más barato, un tostador y un par de baterías de cocina, como las que tocan en la tómbola.

Hay clientes casi fijos y otros casuales, y el trasiego es continuo. Todo con discreción porque, como promete el establecimiento, allí se va a por “dinero rápido”. Puede ser que quieras librarte de cosas que no utilizas, porque te regalaron dos “rumbas”, por ejemplo, pero lo normal es que necesites cash. Y la necesidad da respeto, porque todos tenemos pesadillas con la miseria. Es de hipócritas juzgar si los gastos de otros son prudentes. Sacudirse las moscas con reflexiones de cuñado tipo, ¿para qué necesitan un móvil, si no saben si a mediados de mes ya no podrán comprar filetes de pollo?

Leí hace poco una entrevista a un señor que sabía mucho de pobreza en el mundo, y decía que cada vez se sostenía peor la desigualdad. Eso que nos contaban de pequeños por el Domund, que en África no tenían nada, pero eran felices, no sabemos si algún día fue verdad, pero ya se acabó, ya no ignoran lo que ocurre fuera de su chamizo. El pollo es proteína, pero el móvil puede ser una ventana, una posibilidad virtual de ser casi igual a otros que pisan un suelo más firme que el tuyo. La gente necesita comer y también una ilusión, aunque a veces sea un crédito envenenado. Un crédito para irse cuatro días a la playa, como hacen los vecinos, como las familias de los compañeros de colegio de tus hijos. Porque tener un trabajo estable que te permita poder pagar una vivienda propia es, para muchos, una quimera.

Hoy el mayor éxito es tener pisos. Andy y Lucas lo explicaban en román paladino el otro día en El Hormiguero: habían invertido muy bien en ladrillo y ya se podían retirar tranquilamente. Los cantantes y los ‘youtubers’ prudentes invierten en ladrillo (los otros en criptomonedas), para vivir de las rentas, como los personajes de las novelas de Jane Austen: “el Sr. Darcy disponía de una renta de 20.000 libras”. Lo desean Andy y Lucas y tantos hijos de empresarios, que están esperando a vender lo que levantaron sus padres para dedicarse a la vida contemplativa. ¿Quién quiere crear puestos de trabajo, cuando puede cobrar dividendos y alquileres?

Como decía aquel lema de hace años buscan “un sitio para invertir”, sea un piso o una docena. Según la nueva ley, que por el momento en Castilla y León no se aplicará, con más de diez serás un “gran tenedor”. Dicen los constructores que hay que construir más, que la oferta es escasa, aunque en cualquier calle mires hacia arriba y se multipliquen las viviendas vacías. En unos años, habrá más acumulación en manos de unos pocos. Que los alquileres se disparen mientras la mitad de los pisos se compran para no vivir en ellos y se pagan a tocateja no sorprende. Lo que escandaliza son esos manirrotos que empeñan la consola que compraron por impulso, como si los Reyes Magos existieran.

lunes, 26 de febrero de 2024

Con un par de cajones

Que te guste la fruta es una moda, pero los cajones son un clásico. Raro es el día que no escucho a uno decir “porque me sale de los cajones”, o amenazar “con un par de cajones”. Las razones son una cosa complicada y aburrida, mientras que los cajones son el atajo seguro para hacer justo lo que te sale de los ídem, claro está. Los partidarios del cajón hablan tan fuerte que hay días que parecen mayoría. Con sus consignas, reconocen abiertamente que en la cabeza tienen serrín, por lo que es su cajonera la que está a los mandos.

A veces, una se viene arriba y también suelta eso de “porque me sale de los cajones” y, oye, relaja. Aunque enseguida te quedes muda y pienses que eres tonta dos veces, porque ni los tienes, ni ves ningún valor al argumento. Antes, teníamos políticos aburridos, unos hablaban bien y aburrido, como Herrera, y otros directamente aburrido, sin bien. De la escuela de entonces ya solo nos queda Carriedo, el hombre en España que lo hace todo; departamento a departamento y sin inmutarse, es el secundario perfecto. El banquillo se ha ido nutriendo de nuevas voces, y para que te hagan caso tienen que ser de soprano por lo menos.

Esto no es de ahora. Ya en la Sima de los Huesos habitaron individuos que apostaban su salud y capital a los cajones, y decidían la selección natural a bastonazos. La civilización ha sido básicamente una contención de cajones para lograr un cierto equilibrio entre los que van con el arma por delante y los que, por debilidad o ¡increíble! sensatez, optaban por procurar un acuerdo. Por eso Liberty Valance es un western crepuscular, que da un paso adelante, más allá del duelo al sol.

En España no teníamos en el XIX cactus con flores, pero tuvimos a Espartero, famoso por los cajones de su caballo, el que está a la puerta del Retiro. De Espartero dice Raymond Carr que era “políticamente simplista, vulgar de mentalidad, y con voz estentórea, con consignas difíciles de traducir en acciones políticas concretas. No ambicionaba más que ser un héroe permanente”. Demoledor resumen que bien serviría para tanto político revestido de influencer en este ruidoso siglo XXI.

Estos carcamales, pese a que muchos no han cumplido los cuarenta, que cada dos por tres comprueban que su cajonera está en su sitio, como Torrente, a veces dan risa. Pero también, a partes iguales, dan miedo, y a esa carta juegan, sabiendo que entrar en la lucha de cajones significaría ponerte a su mismo nivel, y la mayoría ni estamos por la labor, ni debemos hacerlo. El ruido permanente, sin embargo, no es inocuo, nos contamina, y encima impide dialogar y mejorar las cosas. Por ejemplo, a mí me gustaría tener claro de quién son las competencias de la estación de autobuses, no quién es la más sinvergüenza de las partes implicadas, o si se cumplen correctamente los procesos con los inmigrantes sin papeles. Todo es mejorable, todo se puede plantear, es más, debe plantearse, nada puede darse por sentado. Pero con razones, no por cajones, por muy cuadrados que los tengan. Porque si no puede dar la impresión de que lo único que persiguen, como Espartero, es poner el foco sobre sí mismos, aunque sea a costa de desacreditar globalmente a un sello tan valioso en todo el planeta como es Cruz Roja.

La gente que presume de valor me recuerda a la historia que contaba Gila sobre La Pasionaria. La había admirado cuando estaba en el Frente, y le dolió cuando, estando en un campo de prisioneros para republicanos, les llegó la noticia de que muchos políticos, entre ellos Ibárruri, habían huido al extranjero al finalizar la guerra. Muchos años después, ya felizmente en democracia, alguien le reprochó que él, como tantos artistas, hubiera llegado a actuar para Franco en La Granja. “Le recordé que yo me había quedado en España para morir de pie y terminé viviendo de rodillas, eso le cerró la boca de golpe”. Porque valor, y mucho, hace falta para vivir una vida sin insultar ni pisar el pie al resto, por muchos cajones que tengas.

lunes, 19 de febrero de 2024

La radio de noche

Cuando se queda afónico el último tertuliano, cuando se despiden los narradores de goles, la radio sigue hablando, y unos poquitos seguimos al aparato. No veo cifras, pero si en Castilla y León contabilizan cerca de 800.000 los radioescuchas en total, extrapolando porcentajes de madrugada sumaremos con suerte ¿40.000? Pensándolo bien, es una cifra notable, mayor que el padrón de alguna capital de provincia o cabeceras de comarca. La radio acompaña siempre a conductores y gente que trabaja a turnos, pero también a muchos insomnes y trasnochadores. Seguir el ritmo de 8-8-8 horas para dormir, trabajar y existir, no está al alcance de todo el mundo, y con los años todavía menos. No es cuestión de tener la conciencia tranquila o no, es sencillamente que no te duermes. O que te despiertas tras el primer sueño, a las dos, con ese enorme agujero negro de cuatro horas por delante. Entonces, abres la escotilla a la radio, para que colonice tu cabeza con sus cosas y adormezca a las propias.

Las alondras diurnas no saben nada de esta empanada onírica que es la radio de noche. Es un espacio lunar, sin apenas referencias temporales ni geográficas: no sabes si te están hablando desde La Cistérniga, desde la Ría viguesa o un búnker en los Monegros. Por la noche apenas se identifican las emisoras, no hay señales horarias, las noticias están ausentes. Solo hay música y voces. Hay música atronadora para los que quieren vivir dopados en su tripi de juerga continua, pero también espacios para sonidos desplazados de la pianola dominante, desde la zarzuela al rock progresivo. Pero sobre todo hay voces. Muchas voces cercanas de locutores y también de oyentes que llaman y cuentan cosas simples, o complicadas, de su vida sentimental. Y luego, otros llaman para opinar de los primeros. El amor sigue siendo el gran tema en la radio nocturna, no la decoración de interiores, ni la comida sana, ni cómo mantener firmes los antebrazos. Gente solitaria que se come el tarro sin fin, y otra que le responde con sorprendente vehemencia sobre lo que debería ser una relación ‘normal’.

Si te aburres, puedes seguir la travesía por otras frecuencias. Cuando la desesperación aprieta, hay varias emisoras religiosas, con mensajes que a veces consuelan, pero otras desasosiegan. Alguna ni siquiera deja claro a qué iglesia pertenece. A las tres te adormilas y a las tres y cuarto de pronto hay un señor mayor indignado con el Gobierno, alentando a la sublevación de las masas desde las ondas. El sopor llega de nuevo, y a la media hora despiertas y sigue insistiendo, dándose la razón a sí mismo, y de pronto invita a leer a un niño un trozo de la historia del cerco al Alcázar de Toledo. Sí, todo esto es la radio nocturna, y a veces lo que escuchas es tan extravagante y lunático que no sabes si se radió, o si estabas soñando.  Esa docena de emisoras que siempre se mencionan son solo una parte de la marea de voces que llena el dial, y si sumas las radios de internet y los pódcast me pregunto si de noche hay más gente hablando que escuchando.

A las cinco, y cuánto cuesta llegar a las cinco, poco a poco la radio se va recomponiendo. Las emisoras clásicas van recuperando la consciencia, y con ellas nosotros. En esa franja de estiramientos radiofónicos es fácil encontrar un programa útil, con especialistas en economía, empleo, tecnología, salud. Y, ya conscientes de que somos un cuerpo, cansado y torcido tras la noche toledana, pero cuerpo al fin, y no solo una mente perdida en el espacio sideral, nos sincronizamos con las señales horarias y los primeros informativos. Al poco suena el propio despertador, y entonces eres tú la que tienes que ser noticia y salir de la nube. La noche ha sido larga y la mañana fresca se agradece. En la cafetería, alguien comenta que esta noche no ha pegado ojo, y te haces una idea.

 

 


lunes, 12 de febrero de 2024

La llama del artista

Escribo esto sin saber qué pasó el sábado por la noche. Como la carroza de Cenicienta, la Feria de muestras en un par de días volverá a ser un cascarón vacío, con butacas, tablones y moquetas apiladas. Como una gigantesca obra de teatro, todos representaron su papel, y no solo los actores, que son profesionales de aparentar lo que no son, y hasta de parecer cómodos con zapatos estrechos y vestidos prestados y tiesos, ajustados con imperdibles. También los políticos actuaron, y ojalá fuera sin estridencias, porque Valladolid no se lo merece.

Los Goya existieron intensamente, pero solo un rato. Por el contrario, las películas permanecerán. Hoy lunes, en tu móvil, puedes ver una película de los años treinta con el carné de la biblioteca, sentado tranquilamente en tu casa. Aparecen actores maravillosos que hace mucho que murieron, desde la bella protagonista hasta el impecable secundario que hacía de mayordomo. Cuando pienso en actores no pienso en glamour, sino en una vocación salvaje que los arrastra sin remedio. Leo que hoy hay un centenar de chichos y chicas que estudian interpretación en la Escuela de Arte Dramático. No creo que sus padres les digan “Muy bien, hijo, tendrás la subvención asegurada, pasarás todo el día a la bartola, eligiendo vestuario y sonriendo a los fotógrafos”. Se preguntarán si no habría un camino más fácil y seguro, para luego aceptar, porque los aman, que cada persona se construye a su manera, y a veces de una manera extraña, pero hermosa. Eso ha sido así de siempre, también para Concha Velasco, aunque luego cantara a voz en grito “mamá, quiero ser artista” para alejar los temores.

Buena parte de los actores abandonan, no por ser menos talentosos, sino por carambolas y mil circunstancias, entre las que la principal es no morirse de hambre. Decía Antonio Resines que el 80 por ciento de sus compañeros gana menos de 6000 € al año, que completa con trabajos de supervivencia, para seguir intentándolo en el próximo casting. Del resto, muchos son mileuristas, y solo unos poquitos, un puñado de suertudos, juegan en Primera. E incluso ellos están toda la vida expuestos a la crítica constante, y la desasosegante sensación de que eres un impostor y que pronto te olvidarán. Sí, las películas son un artilugio caro de hacer, en el que los actores son solo una pequeña parte del empleo y del negocio, y cuentan con algunas subvenciones. Y sí, algunas son malas, y de esas malas unas pocas hacen taquilla y otras ni eso. Pero también hay perlas que nos divierten, y nos entristecen, y nos hacen conectar con nosotros mismos comprendiendo un poco este absurdo mundo y a sus pequeños habitantes. Porque las buenas películas ni sermonean ni te toman por tonto. No te preguntan a quién votas. Te ensanchan por dentro, para que entre el aire y te oxigenes.

Los abuelos empleaban mucho la palabra artista. El artista podía ser el zapatero que había encajado una pieza de cuero mínima en la puntera reventada de una bota, o una señora que hubiera completado las colchas de ganchillo para el ajuar de las hijas. Cuando decían “menudo artista” era lo contrario, un jeta que aparentaba lo que no era. Algunos se han quedado en esa acepción, cuando la inmensa mayoría encajan en la primera. La llama del artista se alimenta con miles de horas de trabajo de artesano, pequeñas ñapas para subsistir que, con suerte, te permitirán acercarte un par de veces a un buen papel. Una ráfaga de fama, quizás un cabezón de esos, y luego bajada fulminante al desierto de la búsqueda, a la inseguridad total sobre lo que vale uno. Los que persisten -porque tienen suerte, o porque la vocación les arrastra tanto que se construyen una vida modestísima en torno a ella-, con el tiempo descubren que ser artista revelación no es un premio. Es una hoja de ruta para una carrera de fondo.

 

 

lunes, 5 de febrero de 2024

La sección de avisos

En EGB, a la tutora se le ocurrió añadir a los cargos de delegada y subdelegada del aula un premio de consolación: delegada de prensa. Me agencié la plaza, que nadie más reclamó, con el único mérito de que en casa se compraba el periódico y podía recortar una vez a la semana un par de noticias ‘importantes’, para fijar con chinchetas en el corcho. Fuera por interés del público o por el oficio que adquirí en aquellas prácticas, comprobé que lo que mejor funcionaba era combinar un titular de los de la portada -recuerdo viajes de Juan Pablo II, unas elecciones generales o el festival de Eurovisión-, con el recorte de la sección de avisos. La noticia importante daba caché, pero los avisos recogían todo lo que se movía en la provincia. Eran útiles, y además avisaban, es decir, invitaban a participar.

En el siglo XIX, en plena ebullición de la prensa de papel, había decenas de cabeceras que se bautizaban así, Diario de Avisos. El Avisador se llamaba también uno de los periódicos que fue germen de El Norte de Castilla. Aquellos tabloides con letra minúscula, sin fotografías ni más diseño que un fino ‘filete’ que separaba recuadros, rebosaban de avisos de acontecimientos mínimos, pero significativos para la vida local. También anunciaban que el alcalde de turno prometía ir a Madrid para lograr que el ferrocarril llegara por fin a la ciudad, pero apenas le dedicaban unas líneas más que a la próxima subasta de ganado, la rogativa por la peste, el estreno de un teatrillo o la reunión de ahorradores de la caja provincial. Es obvio que el ferrocarril moldeó la historia de Valladolid de un modo extraordinario, y que el resto de avisos son hoy irrelevantes. Pero permitieron al lector ser protagonista, mientras que, del viaje del alcalde, el único testigo y portavoz fue él mismo.

Hoy, las secciones de avisos, o de agenda, ocupan un lugar discreto, casi siempre en las páginas finales de los periódicos. Confeccionar la portada es difícil, pero completar una buena página de avisos también lo es, y no disfruta de tanta consideración periodística. Cuando la ciudad es grande, y Valladolid lo es, resumir lo que pasa cada día es imposible. Sí, todo está en internet, pero las redes son un caos: pruebe a buscar qué conciertos hay esta semana, o si hay una conferencia el jueves. Con sus limitaciones, con sus errores, que alguno habrá, la pequeña agenda del periódico local es un oasis de concreción y realidad en medio del drama o a veces vodevil del ruido informativo diario. Porque todo lo que recoge es verdad, y pasa el día y a la hora convenidos.

Los políticos parece que dedican todos sus esfuerzos a hundirse entre ellos, pero no se engañen: a lo que dedican más esfuerzos es a que su agenda paralela suplante a la agenda cotidiana, la que marca la vida de la inmensa mayoría de nosotros. Cada tarde mandan un rosario de convocatorias que ningún medio de comunicación tiene plantilla suficiente para cubrir. No hay tiempo material para salir por la calle a ver qué está pasando, porque en las redes parece que pasan cosas que apenas pasan, o no pasan en absoluto. Y contra la sección de avisos, nuestros representantes se cuidan mucho de aclarar ni el día ni la hora en la que ocurrirá todo lo bueno que anuncian, o lo malo que vaticinan. Vamos, que parlotean sobre la marcha, y unos cuantos de ellos con mal estilo, en las formas y en el fondo.

Cuando alguien me dice -y por desgracia son muchos en estos tiempos sombríos-, que no puede con las noticias, contesto: coge el periódico y empieza por el final. Por el tiempo, la cartelera, los avisos. Luego lo local, lo de andar por casa. Y echando valor, aunque sea con los ojos entornados, los titulares grandes, no sea que haya elecciones y que todavía no te hayas enterado.

lunes, 29 de enero de 2024

El efecto tresillo

Cae la noche y la niebla en Miguel Íscar. Los negocios del centro ya cerraron, pero están encendidas las luces de sus escaparates. Me cuesta comprender qué es lo que venden. Hay carteles con gente guapa y sonriente, y frases cariñosas tipo “Porque te lo mereces”, “Para ti y los tuyos”, “Cuéntanos tus sueños”... A lo mejor son bancos, gabinetes estéticos, agencias de viajes, compañías de telefonía o de seguros. Más que cosas, prometen estados de ánimo, pero no aclaran a qué precio. Los antiguos mostradores acabaron en el ‘punto limpio’. Ahora los locales parecen cuartos de estar, más exactamente el cuarto de estar de una casa modélica, impoluta y moderna, impersonal como un plató de serie de televisión. Sillones de diseño, mesas de abedul y lámparas con luces indirectas y suaves. Hasta me parece oler un aroma a café, que lo trae Juan Valdés directamente de su plantación en una bandeja.

Un día hice una transacción de las que te permiten hablar cara a cara con un empleado, agente o gestor bancario. Una gestión pobretona, pero no de las habituales, en las que te mandan directamente al cajero con ese gesto displicente de “Pero mujer de Dios, todavía no se ha enterado de que no estamos para esas minucias”. Un hombre me llevó a una mesa alta y me invitó a sentarme en un taburete, como si fuéramos a tomarnos un par de pintas en un pub irlandés. Allí no había cerveza, pero tampoco papel alguno. El empleado se sacó una mini tableta de la manga, como Robocop la pistola, y así terminó nuestro amistoso encuentro, tras firmar sobre la minúscula pantalla con la yema de mi dedo. No hemos vuelto a quedar.

A mí me mosquea que los asesores financieros me inviten a tomar café. Me recorre una sensación extraña, como si me fueran a tomar el pelo o robar la cartera mientras diluyo el azucarillo. Parece que se esmeren en hacernos sentir “como en casa”, cuando no puede haber nada más lejano de tu propia casa que sentarte en una butaca para que te informen de los tipos de interés vigentes, eso sí, con todo el cariño.

El “efecto tresillo” ha hecho furor también en la hostelería, y en la hamburguesería puedes sentarte en un sillón de orejas a comer pollo frito con kétchup. Y hasta en los mítines políticos colocan a los ponentes en butacas, aunque luego estén medio torcidos o los focos apunten al color de sus calcetines. Todo sea por dar un tono familiar y cercano al asunto, que ya puede ser el transporte ferroviario o la depuración de aguas.

Antes solo había sillones en el dentista, y una tomaba las precauciones debidas para tratar de permanecer el menor tiempo posible en esa incómoda situación, sometida indefensa a sus maniobras. Luego llegó el sillón del psicólogo, en el que tampoco es fácil relajarse, y el remate es la camilla del fisioterapeuta, en la que ya nos dejamos hacer de todo. Se ve que el mobiliario cómodo suaviza el impacto de la factura. Por el contrario, en el autobús urbano o en el pasillo del centro de salud faltan hasta las sillas: ahí saben que aguantamos a pie quieto.

Los abuelos apenas tenían sillones. Sillas de madera y respaldos incómodos, sillas bajas para coser y pelar patatas, a lo sumo un reclinatorio para rezar. Si estaban mal de la espalda, un sillón de paja era lo mejor. Con la televisión llegó el tresillo de eskay, duro y resistente, y así hasta los sillones ergonómicos de la teletienda, para quedarse aborregado hasta el juicio final, porque ganas de incorporarse, lo que se dice ganas, no sobran.

Si nacimos o nos hicieron cansados es difícil saberlo, y tampoco es cuestión de culpabilizarse por ello. Como decía Jardiel Poncela, para hacer una vida que beneficie a la salud hay que tener una salud a prueba de bombas. Los vendedores, que son unos linces, saben de nuestro cansancio y se han dedicado a esparcir sofás y sillones por todos los negocios. Ahí, aletargados, nos pillan con las guardias bajas. Negocie usted un convenio en un tresillo: está perdido del todo.

lunes, 22 de enero de 2024

A ochenta años de tu muerte

 Cuando se cumplen 80 años de la muerte de un autor, la Biblioteca Nacional considera que sus obras son ya de dominio público y pueden ser reproducidas sin problemas. 80 años parece un periodo suficiente, en el que fácilmente ya no sobrevivirán ni los hijos del escritor en cuestión; de hecho, en la mayoría de los países ese límite son 50 o a lo sumo 70 años. Entre los liberados este 2024 hay 137 autores españoles fallecidos en 1943, de los que constan más de mil obras en los archivos de la biblioteca. De uno de los seis que nacieron en Castilla y León no está muy clara la fecha de su muerte, aunque pudo ser en torno a febrero, según los cálculos de un compañero. Todo lo que pasó desde que salió en marzo de 1942 de su pueblo, Sepúlveda, para incorporarse a la División Azul, hasta unas semanas antes de su muerte, se recoge en Diario de Guillermo en Rusia, 1942. En la sobrecubierta se indica que los cuadernos originales estaban forrados de hule, que los padres del militar encuadernaron en piel roja. En 2013 se publicó por primera vez la edición que recogía su diario, cuya existencia ahora he conocido gracias al esfuerzo de la BN por recuperar la memoria de todos.

Guillermo Hernanz Blanco creía profundamente en Dios y también en la defensa de los valores de su país. Pero basta con avanzar unas pocas páginas para que se tambalee cualquier consigna y tópico del ardor guerrero. Su viaje es un continuo descenso a la decepción, al aguante, al dolor. Casi desde el comienzo, no comprende que las tropas estén compuestas de desesperados y casi obligados, cuando él se entrega con vehemencia a un ideal. La comunicación con los alemanes deja mucho que desear. En cada emplazamiento la necesidad es mayor y la comida más escasa, y comienza a tener problemas de salud y fuertes dolores. Monotonía y soledad. Berza, sopa, pan duro con miel. “Daba pena ver cómo montones de personas escuálidas llegaban hasta el tren y cogían miguitas insignificantes de pan, rebañaban las latas y miraban la comida de la tropa con ojos de verdadera hambre. Ves chavales de diez años que hablan francés y alemán, listos como ellos solos. Esta gente no es tan mala como nos han pintado, sino unos verdaderos desgraciados, condenados por toda su vida, primero por los Zares y después el comunismo…”.

A medida que pasa el tiempo aumenta la desesperación. Las entradas en el diario son periódicas, pero cada vez más automáticas. Huye de ponerse “morriñoso”, como escribe él. A veces se le escapa la indignación, “estoy asqueado de Rusia y, por qué no decirlo, de la D. A”. Sigue cumpliendo escrupulosamente, y desecha cualquier posibilidad de vuelta no merecida, le obsesiona no dejar a sus compañeros. Nunca olvida que es domingo, ni a la Virgen de la Peña, ni a su novia, cuyas cartas, ese hilo con su lejana vida anterior, llegan a obsesionarle. Pero en las líneas que envía a casa elude su horror diario, y hasta presume de estar ganando peso.

Entre cañonazos -llega a calcular lo que tardan en llegar, 18,6 segundos, y “ni esos 0,6 segundos son de despreciar en momentos como ese”-, balas y penurias, se pasan lentamente los meses, y llega el frío. Ahí nos abandona el relato de Guillermo, un 27 de noviembre en el que, tras una operación, regresa al frente: “nos vamos decididamente mañana”. Se completa el libro con unas fotografías de su vida, de militar y de paisano, con su familia, en una excursión por San Rafael. En la última página se indica que el libro se imprimió un 6 de junio de 2013, como también fue un 6 de junio el desembarco de las fuerzas aliadas en Normandía.

Hay que mentir mucho para escribir un diario de batalla y que no sea profundamente antibelicista, aunque no sea tu objetivo. Y Guillermo calla cosas, pero no es capaz de mentir. Esto es la guerra, en crudo. Un desvarío absoluto. Seguir por seguir. No entender nada. Eso ocurría hace ochenta inviernos, y ocurre también este, en varios puntos desdichados de la tierra.

Con el ritmo de publicación de hoy, dentro de ochenta años entrarán en la rueda del dominio público muchos más que 137 autores españoles. Será casi imposible bucear en la lista, y puede que la inteligencia artificial se encargue, a su metálico modo, de hacer la criba, y situarnos en nuestro cuadrante exacto. Apenas polvo en la Historia. De hecho, Guillermo no se planteó nunca la posteridad de unos escritos tan puros que buscan una única lectura, la suya propia.

lunes, 15 de enero de 2024

Los bebés entran en el sistema

Cuando presumen por enésima vez nuestros dirigentes de los datos del informe Pisa pienso en mis abuelos. Recién terminada la Guerra Civil y con cuatro hijos, la paga de un guardia civil no daba para mucho. Mi padre contaba que muchas veces le sonaban las tripas en la cama, y soñaba con levantarse y poder hartarse de pan. Sin embargo, no sé cómo lograron pagar clases particulares de matemáticas con un buen profesor, el mejor que había entonces en Segovia, para que uno de sus hijos lograra su objetivo de estudiar para perito. Tampoco faltó nunca en esa casa fría el periódico, porque era la ventana más segura para formar parte de un mundo nuevo que se construía. La formación siempre fue más importante que el estómago. Y su caso no fue especial, sino el corriente en Castilla. Miles de familias pensaban lo mismo: con una mano delante y otra detrás, la única salida era estudiar.

Ahora vivimos más, así que sin duda vivimos mejor, al menos biológicamente. Hay una red de protección que antes no existía, pero todavía está grabado en las mentes ese gen de supervivencia que se llama buscarse la vida. Quizás ese gen está más presente en tierras no siempre hospitalarias, como es la nuestra, tierra de emigración. Estudiar para irse. Es difícil saber por qué nuestros chicos estudian más que los otros, en todo caso se trata de un trabajo de magnitud, de toda la tribu. Puede que también, un poquito, de Mañueco, pero también de cada profesor y alumno, de cada familia, y hasta de cada bedel. La actuación de cualquiera puede ser determinante para encarrilar con cariño a un estudiante.

Quizás el mayor mérito de los políticos sería tomar las mínimas decisiones posibles, como el buen cirujano es el que opera solo cuando es estrictamente necesario. Y puede que ahora se esté tomando una de esas decisiones que conformarán el futuro de muchos niños que hoy todavía no han dejado el chupete. Desde hace un par de años se está incorporando la gratuidad a la educación para menores de 3 años, y el próximo curso entrarán ya con menos de un año. Hay un dato que no es casual: esta incorporación coincide justo con el descenso de matrícula de niños de más de tres años al sistema, por la caída de nacimientos. Es fácil entender por qué se ha abierto una carrera entre enseñanza concertada y pública para captar a esos pequeños. Una vez dentro de un centro hay muchas papeletas de seguir cursando los estudios en él, y ahora no sobran los alumnos, ni van a sobrar en el futuro. Los centros públicos se han ido incorporando más lentamente que los concertados a esta carrera. Esto no es nuevo, ya que los centros concertados ya antes habían tomado la delantera en servicios como actividades extraescolares y horarios ampliados.

Por supuesto, escolarizar a un niño de menos de tres años es solo una opción. En realidad, tampoco es obligatorio matricularlo hasta Primaria. España es, de hecho, uno de los cinco países de Unión Europea con mayor matriculación antes de la etapa obligatoria, con cuatro añitos el 97 por ciento está ya con su babi en la mesita. Esa ventaja inicial en algún momento se quiebra, y nuestro país retrocede, con esos pobres resultados de nivel y demasiado abandono escolar. Las estadísticas son caprichosas, y reparten luz y sombra a partes iguales. Por ejemplo, los niños que nos han dado ahora satisfacciones con Pisa, hace unos años formaban parte de otra estadística, la que situaba a Castilla y León como una de las comunidades por debajo de la media española en niños en escuelas infantiles (guarderías se decía por entonces). Entonces, ¿podríamos concluir que a esos niños les vino bien no ir a la escuela infantil, puesto que años después sacaron el primer puesto por autonomías en Pisa? Seguro que hubo más factores, de todo tipo.

Pero la primera matrícula es de verdad un hecho trascendente, ya que se extenderá como poco hasta los 13 o incluso hasta los 18 si el centro incluye Secundaria. Save the Children destaca el “efecto Mateo” en la educación infantil: cuanto más tienes, más recibes, y viceversa. Señala que las escuelas infantiles son mucho más beneficiosas cuanto más desfavorable es la situación de la familia, pero las cifras apuntan que en ellas la proporción de madres trabajadoras es casi de dos a una respecto a las que no trabajan. Y dentro de las trabajadoras las que mejor se adaptan a las reglas de una escuela infantil son aquellas con horarios fijos, vacaciones claras, posibilidad real de permanecer en casa o tener familia cerca para cuidar a sus hijos cuando caen enfermos, etcétera. Si crías sola a tu hijo y encima trabajas por horas, y eventual, y sin familia cerca, es mucho más difícil que te adaptes al centro, y hasta puede ser complicado rellenar papeles y cumplir requisitos.

¿Y dónde nos lleva todo esto? Pues a un riesgo cierto de separar a los niños por sus condiciones sociales, lo que significa separarnos más a todos. Una virtud de esta tierra es que la educación es de calidad en cualquier centro, público o concertado, urbano o rural (esos son todos públicos). Ese avance armónico es importante para que los próximos informes Pisa sean favorables, pero sobre todo para que la sociedad funcione.

Sí, es bueno que existan centros que ofrezcan educación gratuita en la primera etapa infantil de calidad. Y esa medida no debe eclipsar otras tanto o más necesarias y que hoy son inaccesibles para la mayoría, si no quiere perder el trabajo: bajas más largas, permisos por enfermedad de los niños o excedencias que permitan criar a tu propio hijo, si así lo deseas. Porque todos los que hemos pasado por ello hemos lamentado no poder ofrecer a nuestros hijos lo que sí tuvimos muchos de nosotros: la tranquilidad de saber que, si tenías fiebre, siempre habría alguien en casa que te cuidaría.

lunes, 8 de enero de 2024

Nueve en un ascensor

El otro día me quedé encerrada en un ascensor. Sola no estaba, éramos nueve y un carro de supermercado vacío, apenas quedaba hueco. Tras subir dos pisos se escuchó un ‘clic’ y se apagaron las luces del cuadro de mandos. Aquello ni subía, ni bajaba. Al principio permanecimos como si nada, quietos y callados, incrédulos de que la maquinaria fallara más que nosotros. Solo hacía medio minuto peleábamos a brazo partido entre villancicos y colas para comprar regalos de Reyes. Ahora estábamos encerrados, dándonos la espalda unos a otros, como niños que esperan que los mayores recojan los pedazos de un juguete roto. Al poco rato comenzamos a mirarnos de reojo. Ya no éramos solo ‘gente’: había una señora mayor, una pareja, dos chicas, la mujer del carro, un chaval joven con otra señora. “Hombre, pues aquí hay mucha seguridad, alguien nos verá”. “Al menos, si nos caemos son solo dos pisos”. “Prefiero no pensarlo”. “¿Y habrá suficiente oxígeno?” -pregunta una. “Si aguantan en una mina, no vamos a aguantar nosotros…” -replica otro. “Habrá que dar la alarma”. Se da. Nada. “Y los móviles no funcionan”. “Pues dale más rato a la alarma”. Otra vez nada. “Pues hasta que contesten”. Se oye una voz por el interfono, una voz muy lejana, como de niña pequeña. “¿Dígame?”. “Que el ascensor se ha parado entre la entreplanta y el primer piso”. “¿Está encerrado?”. “Que somos ocho, dile”, añaden desde el fondo sur. Silencio. Ahí nos quedamos, esperando. La señora del carro se disculpa por la falta de espacio: “Es que necesitaba el carro para cargar no sé qué…”. Al menos no hay bebés, ni nadie con claustrofobia. No estamos tan mal. Empiezo a pensar qué pasaría si nos cayéramos. O si tuviéramos que pasar aquí la noche, o salir por el techo uno a uno con una liana, como en las películas, con lo torpe que soy. Bueno, conformidad, tendría que ser así. Aquí estamos, las cuatro señoras, la pareja simpática, el chico bien dispuesto, la chica, la otra chica. Con las bolsas, con las listas de los regalos todavía por comprar. De pronto siento una gran relajación, porque las cosas que parecían tan importantes aquí no significan nada. Solo queda esperar. Algo así como cuando estás en la camilla de urgencias, lista para lo que venga.

Pensé en Poquita fe, la serie que más me ha hecho reír últimamente, en la que hay una escena parecida. Cuatro se quedan encerrados en un ascensor, y para aliviar la espera empiezan a cantar. Descubren entusiasmados que sus gustos y sus voces se ensamblan a la perfección. Cantan boleros con tanta entrega que, cuando por fin se abren las puertas, no quieren abandonar ese par de metros cuadrados que normalmente evitamos compartir con otros.

Sopeso un momento la posibilidad de cantar, para subir los ánimos, pero la desecho, porque resta oxígeno. De pronto el ascensor se mueve. Va hacia arriba, ¿adónde? Uno dice que dio al quinto, otro al tercero, otra no se acuerda. Para en seco. Tarda un poco, pero se abren las puertas. Salimos despacio y en silencio, con cuidado. La pareja dice que se va por las escaleras, y la mayoría asentimos. La señora del carro duda. Pero finalmente se queda: “es que tengo que recoger el paquete”. Nuestro lugar lo ocupan dos mamás con carritos de bebés. Se nos pasa por la cabeza si informarlas de los riesgos, pero no lo hacemos. No volverá a pasar. O puede que sí, alguna vez. La vida sigue. Además, no ha estado tan mal. Salgo contenta, como si llegar a planta y salir caminando fuera un regalo. Aunque a los dos minutos mis compañeros accidentales, y yo misma, nos disolvamos de nuevo en la multitud. Recupero, con muy pocas ganas, la lista de cosas por hacer. En el bolsillo noto que llevaba una mascarilla. A buenas horas.

 


lunes, 1 de enero de 2024

Dondequiera que vayas

Las cigüeñas celebran dos veces el Día del Año: cuando migran al sur y cuando migran al norte. Decir que vuelven a casa es una suposición, porque no sabemos si sienten que su hogar está en Castilla o bien en algún lugar de África. Dicen que ya solo las jóvenes siguen marchando al Sahel, solo por instinto, porque aquí ya no hace tanto frío, ni faltan vertederos para proveerse. Su cambio climático fue precursor del nuestro. Con todo, siguen abandonando el nido, aunque ya no se vayan tan lejos, ni esperen a San Blas para regresar. En Navidad, pese a las heladas, ya había alguna sobrevolando los campanarios de Segovia en busca de alquiler disponible. Las cigüeñas deben cambiar de calendario dos veces al año, y el termómetro les importa lo justo. La fuerza de la costumbre es más poderosa.

Para estrenar año, el resto esperamos a que se complete la estela de la traslación del planeta, que por ahora solo Superman ha logrado doblegar. Todos los humanos  estrenamos año a la vez, con 24 horas de diferencia. Estrenamos año bajo las balas, bajo las bombas, a 30 bajo cero en la tundra o en el desierto de calor y hambre del Chad. Empieza 2024. El año pasado quedó atrás, gastado y macilento; fue un puro desastre, aunque seguimos vivos. Siempre hubo problemas, aunque la nostalgia sea el cloroformo nacional. Demasiado sabemos que no hay otra cosa que el presente, y por puro pánico nos contamos historias de un pasado que, aunque difícil, ya ha sido superado. Desde hoy se abre un camino por recorrer, o un tramo más del ya emprendido. Si te has despertado de madrugada, como si tocara trabajar, el camino parece la pared del rocódromo de las Norias, es el K2, y tú vas descalzo. O el camino ni se ve, y tú estás en el islote del Palero, con el río crecido hasta donde se pierde el horizonte. Luego, tras el café, el cuerpo se despereza como el día, como pasó los cincuenta y tantos días de Año Nuevo que ya viviste, y andas sin más, por instinto, como las cigüeñas.

Con el desafío de todo un año por delante, en las casas se respira pereza y en las calles silencio. En Valladolid, en la Tierra de Campos, al año nuevo lo llaman, como los franceses, ‘el Día del Año’. El enigma a resolver es cuál de los 365 restantes de este 2024 será nuestro verdadero ‘día del año’, el que quedará apuntado en nuestro calendario personal. ¿Llegará en marzo, en septiembre? Puede ser un día extraordinario y feliz, o quizás uno en el que pierdes algo, o a alguien, muy querido. Y entonces prefieres que todos los días sean iguales, rutinarios a más no poder. No por cobardía, sino por prudencia: tampoco Robinson buscó el naufragio, aunque una vez en la isla se multiplicaran su arrojo y destrezas. Habrá gente, de todo hay, que empiece el año apostando fuerte. Yo también fui bruja de Nochevieja, me puse un lazo rojo y quemé la lista de errores del pasado para empezar el folio en blanco. Con el tiempo, te conviertes en el actor con vocación de secundario de El Viaje a ninguna parte, que no quiere que se le vea demasiado en ningún plano de la película, para no hacerse notar y que no dejen de contratarle.

Como para afrontar grandes gestas lo mejor es ir ligero de equipaje, conviene que la lista de propósitos para el nuevo año sea pequeña. Si no se consigue progresar adecuadamente en los próximos meses, queda septiembre, con su lista de propósitos para el nuevo curso. Como las cigüeñas, nosotros también tenemos cada año, al menos, dos oportunidades de volver a empezar. Lo demás es travesía. Karen Blixen citaba este viejo poema de amor inglés, que es como una bendición para el nuevo año: “Dondequiera que vayas, frescos vientos suavizarán el claro / los árboles se juntarán para sombrear el lugar donde te sientes”. Ella no olvidó África, pero estaba convencida de que somos capaces de crear un hogar y un mundo, en cualquier lugar y circunstancia.