Cuando por la calle veo a adolescentes con demasiada piel al
aire tengo el impulso de taparles con una rebeca. No por pudor, que la desnudez
me escandaliza menos que el telediario, ni por estética, porque es imposible
superar la aberración del calzoncillo asomando sobre el pantalón caído. Es más un
impulso materno de protección. Muchas pasamos la adolescencia con camisas
amplias en cuanto empezamos a usar sostén, y un jersey atado a la cintura para
cubrir la retaguardia del vaquero. Era lo normal si no querías tener problemas.
Porque las chicas “fáciles” tenían problemas. Aceptábamos como inevitable que
los chicos mantuvieran línea directa con Atapuerca y que, una vez encendido el
piloto, fueran incapaces de contener sus instintos. Así pues, un escote no era
una elección, sino una provocación que te situaba en un lugar concreto, sometida
a la voluntad de los hombres y al juicio de las mujeres. Las descocadas eran mujeres
que no habían asimilado los patrones correctos, y el resto las mirábamos con
desconfianza, cuando no desprecio (aunque puede también que con cierta
admiración). En nuestra defensa diré que nos convencieron de que estaba en
nuestra mano eludir todo mal, si protegíamos el pecho con la carpeta del
colegio, como decía la canción. Pero ni siquiera cumpliendo todas las normas
dejabas de sentir miedo cuando volvías a casa. Y eso no ha cambiado demasiado:
toda mujer aprende desde pequeña a temer, y a buscar la calle más iluminada.
Hay un choque entre el feminismo clásico y la efervescencia
actual sobre lo que significa mostrar el cuerpo. Para nosotras era una manera
de someterse a los clichés masculinos; basta dar una vuelta por la calle para
comprobar que ahora es un acto de libertad, totalmente natural. Eso no impide
que exista una confrontación entre cómo te ves a ti misma y cómo te ve el resto;
y dentro del resto hay de todo, generalmente respeto, pero también lascivia. Creo
que casi todas las mujeres, antes y ahora, hemos vivido situaciones extrañas en
las que de pronto te tocan o te dicen algo repulsivo, y ocurre sin que hagas
nada especial, ni vistas de una forma concreta, ni bebas más de la cuenta.
Situaciones en las que hubiéramos deseado ser invisibles.
Dicen que al mundo lo mueven el dinero y el sexo, aunque el
segundo es más sigiloso. El sexo no es solo procreación, ni la feliz
culminación de una historia de amor, pero tampoco algo mecánico e irrelevante; puede
ser luminoso, pero también turbio. Nadie es capaz de entrar en los pensamientos
ni el deseo de nadie, pero la intimidad termina en el momento en que se violenta
a otra, o a otro, en su cuerpo o en su alma. Por eso nos espanta conocer lo que
son capaces de hacer unos niños con un móvil. Es desolador que sigan
reproduciendo el mismo esquema de las revistas porno, de dominio medieval sobre
la mujer, cuando no han tenido tiempo siquiera de enamorarse. Es difícil de
creer que todo eso no tenga un impacto en la construcción de su deseo, aunque
haya padres más preocupados por si en el colegio les explican el aparato
reproductor.
Han pasado 50 años desde mi educación sentimental y la
actual es otra diferente. Las chicas tienen cuerpo, y lo enseñan. La razón está
de su parte, pero la experiencia te demuestra que a veces son también necesarias
las armas, sobre todo cuando las fuerzas son desiguales, y lo son. El MeToo no
deja de ser un arma, una catapulta que trata de cambiar las tornas para que el
temor lo sientan otros, y no a través de la fuerza, sino de la vergüenza, de la
exposición pública. Es un aullido, a veces indiscriminado y otras manipulado, pero
nace de una desesperación y un hartazgo reales. Porque las razones no siempre
frenan a algunos que toman por la fuerza lo que no consiguen desde el respeto
ni el afecto, como las páginas de sucesos se empeñan en recordarnos. Sucesos
que te remueven, que te debilitan y te mantienen alerta, hasta cuando ya no
temes por ti, sino por las otras.
Esta misma noche, decenas de mujeres cruzarán los túneles de
la ciudad, o bordearán un parque, o apretarán el paso porque han visto
acercarse una sombra. Han tenido que acostumbrarse a ir a clase, a trabajar o
bajar la basura con el miedo a la espalda. Es una pesada mochila, y es normal
que a veces estallen. Al menos, ya no cargan también con la culpa.