jueves, 11 de febrero de 2016

Los niños de la casa

Compré por cinco euros tres libros en un mercadillo benéfico. El más viejo de ellos era Oliverio Twist o El Hijo de la Parroquia, de Carlos Dickens, una edición de 1921 de Apostolado de la Prensa. En las guardas, y cada docena de páginas, llevaba impreso un sello oval con el depósito: ‘Hospicio Provincial - Biblioteca Niños - Valladolid’. Puede que las tapas no fueran las originales, pero las páginas estaban en buen estado. En la página 28, alguien había escrito con lápiz y letra cursiva: Modesto. Hasta el capítulo IV, Modesto fue marcando con una cruz por dónde interrumpía la novela; a partir de ahí, por lo que fuera, no siguió leyendo, o lo hizo sin dejar huella.
Durante 128 años el hospicio de Valladolid estuvo en el Palacio de los Benavente. Fue abandonado cuando en 1975 se derrumbó parte del edificio, que tras su rehabilitación se convirtió en la sede actual de la biblioteca de Castilla y León. Carmen, o Paco, que hoy rondan los sesenta, se acuerdan bien de aquellos años, pero no de que existiera ninguna biblioteca. "A lo mejor las monjas te decían: lee este libro. Eran ellas las que te lo dejaban”, dicen. Pero no recuerdan una biblioteca a su disposición; apenas la enciclopedia Álvarez, y algún mapa desperdigado. En sus tiempos de hospicio, por los años sesenta, sumaban más de quinientos niños y niñas, cada cual en su ala, separados. Tras la primaria, salían a estudiar fuera del centro, o bien aprendían un oficio. En Valladolid, como en muchos otros hospicios, había talleres de tejidos, zapatería, ebanistería e imprenta. Unos cuantos permanecían trabajando para el centro, o para la diputación, que lo gestionaba. "Niños de la casa", les llamaban. Los que carecían de rastro familiar eran registrados como "San José", el patrón de la cofradía protectora de los expósitos, un apellido todavía hoy frecuente en Valladolid.
Cuando mi libro llegó, en los años veinte, el número de hospicianos superaba el millar. El precioso palacio de recreo de los Condes de Benavente, residencia de dos Felipes reyes, con sus torreones y su patio renacentista, no tenía siquiera cristales en las ventanas. Si alguien preguntaba por un niño muchas veces no sabían darle razón de él: moría una decena cada día. "Tal como vivían, no hace pensar que hubiera libros a disposición de los alojados". Lo dice Heliodoro Pastrana, que ha estudiado a fondo los archivos provinciales, y también imaginado la desolación que reflejan. "Con la República, hubo un cambio grande, por fortuna", dice.
Mi libro, eso creo, superó modesto en un rincón el paso de Primo de Rivera, la República, la guerra cruel, y la larga dictadura. Cuando el hospicio se declaró en ruinas, se llevaron al nuevo centro los papeles imprescindibles, los que tenían que ver con la administración y contabilidad hospiciana. Una novela vieja no era tan importante, y se saldaría como papel o libros de viejo. En algún sitio estuvo hasta que le dieron esta penúltima patada hasta el mercadillo de una ONG, hasta alcanzar mi estantería.
“Sus lágrimas no eran amargas, pues el dolor que había en sus almas se dulcificaba por el feliz desenlace de sus penas”. Me pregunto si alguno de aquellos pequeños llegó a leer esas líneas. Si este libro les sirvió de consuelo.