viernes, 26 de diciembre de 2014

El membrillo

Cada otoño llegan a casa algunos membrillos. El membrillero es agradecido, y hasta cuando es un joven arbusto da más frutos de los que su tronco soporta. Son perfectos, dorados, suaves, pero ásperos e imposibles de morder. El membrillo, tan cercano, es silvestre, lo que no nos hace demasiada gracia, así que nos empeñamos en cocerle, triturarle y convertirle en un dulce azucarado y marrón, para hacerle útil.

Sin embargo, lo más bello del membrillo es imposible de retener. Lo intentó Antonio López, ese pintor suave y preciso que pollinos y cacatúas desprecian por ser lento. Lo más incomprensible, excelso y gratuito del membrillo es su olor. Un olor que ni siquiera es seguro, porque hay años que el mismo membrillero da frutos insulsos, y al siguiente de aroma penetrante. Un simple membrillo es capaz de convertir un trayecto en taxi en una experiencia entrañable, eso me contaba un taxista. Un año había recogido a un señor con una bolsa de membrillos mágicos, uno de los cuales cayó en el vehículo. Era tan fragrante que durante mucho tiempo su presencia inundó el coche, y una clienta ya mayor, que lo cogió entre sus manos para inspirar el olor, insistió en llevárselo, porque le recordaba a su madre y a su infancia.

Llegando los primeros días del invierno, los cientos de membrillos que, como a mí, nos regalaron amigos del pueblo y que hemos repartido en nuestros pisos de ciudad en estanterías, se vuelven pardos. Aun manchados, permanecen dignos, congelados como en un bodegón de Zurbarán, con su color amarillo intenso y su vejez de terciopelo. Ya apenas huelen, y cualquier día acaban en la basura. Humilde membrillo.