sábado, 28 de diciembre de 2013

Los martes a las cinco

La cita es los martes a las cinco, en la parroquia. Antes de que abran ya hay una mujer, que aguarda con las manos en los bolsillos. Tras la ropa oscura y la melena descuidada está el rostro de una chiquilla. Solo levanta la mirada cuando llega la voluntaria de Cáritas, a la que muestra un sobre doblado. Contiene palabras que no comprende del todo, pero sabe que significan “no”. Cuando salga del salón parroquial, la chica cansada llevará una bolsa grande con legumbres, arroz, cola-cao, aceite y una barra de de turrón, porque los feligreses se han acordado de que, si es Navidad, lo es para todos. Necesita la comida, pero sobre todo quiere que alguien escuche su historia, la de una mujer todavía muy joven que ya no siente rabia, ni despecho. Se siente derrotada.

En este barrio, que no es el más rico pero ni mucho menos el más pobre de la ciudad, el grupo de voluntarios está en contacto con cerca de sesenta familias que viven con grandes dificultades. Han hecho un mapa para atender a cada una al menos una vez al mes: hay una veintena de calles, así que programan de cuatro a seis calles cada martes, lo que significa una media de doce familias por tarde. De cinco a ocho, en una sala con una gran mesa rodeada de sillas de todos los tamaños y colores, hablan sobre lo que ha pasado desde su último encuentro. Que han recorrido los polígonos sin encontrar trabajo. Que necesitan pagar la medicación del niño, que tiene asma. Que han vuelto a beber más de la cuenta. Que no pueden asumir los recibos de la luz o del gas (la calefacción ninguno puede permitírsela, así que este invierno se han repartido más mantas que nunca). Un par de ellos responden al estereotipo de marginado que es incapaz de someterse a la disciplina de vivir en sociedad. Pero el resto quería ser como los demás y en algún momento todo se torció. Gente obrera, que no ha levantado cabeza desde la debacle de la construcción. Pensionistas con hijos y nietos a su cargo, que trabajan más que nunca. Hombres separados que han roto con todo, profundamente solos. Madres con hijos, que les acompañan mientras son pequeños, y que desaparecen y se avergüenzan de su situación cuando llegan a la adolescencia. Mujeres inmigrantes sin nada pero que quieren seguir viviendo aquí, en un país en el que nadie puede decirlas que valen menos que un hombre.

Cada uno de ellos aguarda su turno para llevarse alimentos en su vacío carro de la compra, y para que una voz les recuerde que la pobreza no puede arrebatarles la dignidad. El otro día las cifras del paro mejoraron una milésima en el barrio, porque una mujer que hace ya demasiado tiempo perdió su trabajo de administrativa tenía un contrato de limpiadora. Aunque sea por pocas semanas y doce horas al día, estaba contenta. Por eso entran dudas de que la botella esté medio llena o medio vacía dependiendo solo de cómo lo vea una; salvo que seas rico, el trabajo ayuda mucho. Sólo en los cuentos infantiles la pobreza se resuelve llenando el estómago. Pobreza es también no tener calor, ni teléfono, ni medios para poder desplazarse; pobreza es vivir en una casa con goteras y con el baño estropeado.

Hay martes que los voluntarios se van a casa tocados. Ojalá pudieran arreglar los problemas con la misma facilidad que reparten cartones de leche y paquetes de galletas. Escuchan a las sesenta familias que lo pasan peor en un barrio de una ciudad de un país lleno de gente que no ve futuro más allá de la crisis. Pero el futuro está ahí, el martes que viene. Un nuevo día para intentar ayudar.



PD.- Gracias al equipo de la parroquia vallisoletana de Sto Tomás, por guiarme en este artículo.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Los naranjos del Alcázar

Antes de que cerrara definitivamente Vallés, compré a precio de saldo algunos de los libros que quedaban en las estanterías del levadizo del local. Uno de ellos era de cuentos infantiles, de la editorial Toray, en una colorista edición ilustrada por María Pascual. Una de las narraciones se titula Los naranjos del Alcázar, y transcurre en el Alcázar de Segovia, en los tiempos en los que era morada de Alfonso X. Cuenta en sus páginas que el rey Sabio recibió de un mercader árabe como regalo dos pequeños naranjos, que trasladó a Segovia, para disfrutar en primavera de la belleza y perfume de las flores de azahar. A partir de ahí, se cruza en el relato la historia de amor entre la hija del jardinero real y un joven y tímido paje, que, tras alguna vicisitudes y como cabe esperar de todo cuento infantil que se precie, acaba en casamiento.

Despejado el destino de sus protagonistas, la pregunta que surge es si la historia que cuenta fue verdadera, o al menos verosímil. En el Alcázar han crecido rosales y picoteado pavos reales pero ¿hay, hubo o pudo haber naranjos? “Lamento comunicarle que no ha habido ni hay ningún naranjo en el Alcázar”. Esa fue la respuesta, concisa y precisa, remitida amablemente desde el Patronato del Alcázar. Ningún vivo recuerda tal circunstancia. Claro que podría, al menos, existir alguna referencia, alguna leyenda que lo mencionara. Podría existir, porque, como señala Antonio Ruiz, que se conoce el Alcázar del derecho y del revés, Alfonso X pasaba muchas temporadas en Segovia, y era una persona “sumamente curiosa”. Un hombre como él, que tenía a su equipo de traductores para absorber la sabiduría de los pueblos “infieles” podría también haber querido traer a su alcázar un pedazo de la belleza de los patios de las mezquitas, aunque sólo fuera un par de tiestos con pequeños naranjos amargos. Y pudo hacerlo, y esos naranjos pudieron atravesar el frío invierno de la meseta y soportar las mañanas de escarcha si el jardinero del rey, que no sabemos si tenía una hija enamorada de un tímido paje, supo buscar el lugar adecuado para que en primavera floreciera el azahar. Porque resulta que a pocos metros, en el Romeral de San Marcos, ha aguantado mucho tiempo un citrus, protegido como en un invernadero natural gracias al abrigo prehistórico de una cueva caliza y los rayos de sol del mediodía.

Sí, la historia que recogía este cuento escrito en Barcelona hace más de cuarenta años y que nunca había escuchado antes podía ser real. Pero también podría ser sólo fruto de la imaginación del autor. El libro no daba demasiadas pistas. En letra pequeña, mucho más pequeña que el nombre de la autora de los dibujos, ponía: Cuentos de siempre. Adaptados por Eugenio Sotillos. Sotillos había sido jefe de redacción en Toray en los años sesenta, en plena efervescencia del tebeo. Cuentan lo que trabajaron con él que era una “esponja” que asimilaba todo lo que veía o leía; también, que muchas veces a partir de un título elegido al azar su imaginación construía el guión entero.

Cuando los tiempos del tebeo quedaron atrás, Sotillos, que no esperó para escuchar mis preguntas y falleció hace algo más de un año, siguió escribiendo textos de todo tipo, entre ellos adaptaciones para cuentos. Entre ellos, Los naranjos del Alcázar. Puede ser que se inventara la historia de cabo a rabo, o puede que lo que Eugenio escribió un día, a cambio de un jornal, ocurriera así en realidad. Porque con Alfonso X tampoco he podido hablar.




Gracias: a todos los que responden a mis peregrinas preguntas, y en especial a Manel Domínguez, que compartió los despachos de Toray con Eugenio Sotillos en los años sesenta y que ha compartido también conmigo sus recuerdos.

Las ilustraciones son del libro mencionado, editado por Toray en 1985 (era la décima edición).

Introduzco (el 27 de febrero de 2014) un mensaje que he recibido que aporta nueva información sobre lo que cuento en el artículo. Información que amablemente me ha trasladado Juan Manuel Santamaría y que a continuación reproduzco:

"El Ateneo segoviano convocó un concurso literario, el año 1931, al que Eduardo Navarro Cámara presentó varias leyendas en verso, una de ellas La flor de azahar. Y no pasó nada más, pues nadie se hizo eco de ella ni la transmitió en forma alguna hasta que Gustavo Manrique de Lara, residente en Barcelona y autor de varias antologías, la incluyó en una, publicada el año 1971.

Contaba que Fernando III el Santo, al conquistar Sevilla, se trajo como botín unos naranjos que fueron la envidia de cuantos los vieron. El embajador de Francia le pidió alguno para su rey, pero no los consiguió. Se los pidió luego a su hijo Alfonso X, pero tampoco. Sobornó a un paje enamorado de la hija del jardinero y una noche robaron macetón. Alfonso les sorprendió, les mandó detener, les interrogó y, al saber que el robo se hacía por amor, corrió con los gastos de la boda condenándoles a una penitencia, que llevase en la ceremonia un ramito de flores de azahar. Y de ahí nació la costumbre... De Manrique de Lara la tomó Sotillos..."

sábado, 21 de septiembre de 2013

Aquella chica castellana

En 1923 María González Morales tenía catorce años, y también un hoyito en la barbilla. Guapa y fina, como se decía para definir ese algo que eleva a unas mujeres sobre el resto, camino de casa pasaba muchos días frente a la puerta del almacén de bebidas que Felipe García tenía en San Marcos. Así fue cómo el padre de Nicomedes llegó a proponer a la madre de la casi niña María que fuera la protagonista de la etiqueta del anís que envasaban los García. Durante varias tardes, hija y madre bajaron desde Zamarramala, donde vivían, hasta las puertas de la Vera-Cruz, donde la niña posó bajo el sol, vestida de segoviana, para un pintor ya reconocido en aquella época, Lope Tablada de Diego.

Dice una de sus hijos, Carmen, que María no daba demasiada importancia a esta historia, que le convirtió en el icono de Anís La Castellana y quizás en la chica segoviana más conocida en el mundo. En los últimos años, María solía comentar que esa de las etiquetas ya no se le parecía, que no era la misma que al principio. Que ya no era la joven que su memoria recordaba. Sin embargo, con cambios apenas perceptibles, María siguió siendo la mujer de ojos profundos y sonrisa breve de La Castellana. Una mujer grave, plantada y orgullosa, frente al irreverente protagonista del Anís del Mono, o la sosaina del Anís de La Asturiana.

María vivió noventa años en carne y hueso, y otros noventa impresa sobre la botella más clásica de Segovia. Porque hace bien poco fue sustituida por otra joven, cuando, a principios de 2012, la compañía estadounidense que actualmente es dueña de ésta y otras muchas firmas de bebidas decidió hacer un nuevo diseño de la botella. Se cambió algo el vidrio y la cápsula; se eliminó la vitola y el collarín del cierre pero, sobre todo, se modificó el dibujo de la etiqueta. Paisaje y chica se edulcoraron y estilizaron, para convertirlos en un agradable y perfecto dibujo animado.

Como el cambio fue de un día para otro, Carmen se dio cuenta tomando un café que la botella de La Castellana que había al otro lado de la barra no parecía la misma de siempre. Fue a un supermercado, y comprobó que la chica ya no era su madre. Rebuscó en tiendas y así se hizo con la única botella con la etiqueta original que conserva en casa. A la hija de la modelo no podía convencerle aquel súbito cambio. No es un tema material, porque si la obra se escapa con el tiempo de las manos y propiedad del artista ¿qué pobres derechos asisten a quien le sirve de modelo? Al menos, quede escrito el recuerdo de María, aquella chica segoviana.

sábado, 6 de julio de 2013

Doble vida de un infante

Andaban en obras en el convento de los padres dominicos de Peñafiel cuando, en 1955, encontraron una arquilla de madera de pino, con restos de un esqueleto. Enseguida dedujeron que habían recuperado el rastro perdido de don Juan Manuel, nacido en 1282, fundador del convento, “gloria de las letras españolas”, tal como contaba un periódico de la época. Yo sabía poco y además casi todo lo que sabía era mentira sobre el Infante don Juan Manuel. Primero, no era exactamente un infante, aunque él porfiaba que su honra era de calibre superior a la del monarca. Segundo, su nombre de pila era Juan a secas, Manuel era sólo su apellido. Tercero, era señor de Villena, Escalona y Peñafiel y mayordomo del rey, pero no conde de Lucanor. No he encontrado dato alguno sobre si existió un Patronio, el secundario de lujo de su obra más conocida, pero sí leo que dictaba sus pensamientos a un amanuense. Esa pequeña maniobra le permitiría ganar algo de un tiempo que no le debía sobrar. Para ponerse en contexto, don Juan, el pequeño de la familia Manuel, se quedó huérfano con ocho años. A los 12 ya había guerreado contra los musulmanes de la mano de su primo, Sancho IV; a los 14 pierde uno de sus dominios, Elche; se casa a los 18 y a los 19 muere su primera esposa… Y así, dos matrimonios más –siempre amañados por intereses, al igual que los de sus hijos, cinco legítimos, más al menos otros cuatro ilegítimos que tuvo con otras dos mujeres–.

Dicen sus biógrafos que no era hombre especialmente entregado a la guerra, que si entró en ella fue sencillamente “con intenciones malsanas y decidido a impedir a toda costa que diese honra al rey y provecho al reino”. Eso ahora suena feo, pero en aquellos tiempos de monarquías tiernas, con los nobles liados a mamporros entre ellos, con una incipiente y espabilada burguesía, con una península cristiana, musulmana y judía a la vez, e incluso con algún que otro benimerín para completar el cuadro, no debía ser fácil saber cuál era el bando correcto. De hecho, la actividad más sospechosa de todas a cuantas se entregaba Juanma, y por la única que hoy le recordamos, es la escritura. Una afición de la que estaba orgulloso, pero que se sintió obligado a justificar ante sus coetáneos: “pienso que es mejor pasar el tiempo en hacer libros que en jugar a los dados o hacer otras viles cosas”, explicaba él mismo.

Contrasta la vida de este señor tan enrevesado y sañudo con la claridad de sus escritos, con ese compendio perfecto de normas que, si uno sigue, tiene garantizada la riqueza, la honra y la salvación eterna, tres en uno. “A otro perro con ese hueso”, le dirían los desconfiados del XIV, como hoy se lo dicen a los políticos retirados que se dedican a dar consejos sobre lo que hay que hacer y ellos no hicieron. Pero las grandes obras son más fuertes que las escuetas vidas de sus autores, y hoy los consejos de Patronio siguen de rabiosa actualidad entre las lecturas de los infantes de la ESO. Mi preferida es la historia de un hombre que busca mujer, pero espanta a todas las candidatas por ser sincero y advertirles sobre los múltiples defectos que tiene. Hasta que llega una prudente e inteligente, poco importa si bella, que le acepta. La moraleja es que, peor que ser malo, es serlo y encima ir de bueno por la vida. Es que eso no se lo traga ni el fiel Patronio.

martes, 14 de mayo de 2013

La fábrica de chocolate

Don Miguel de Uña y Anta emigró de su tierra, Cerecinos de Campos (Zamora), y se trasladó a Valladolid. En 1860 abrió un almacén de coloniales, con tostadero de café y planta de envasado de sal y, con el tiempo, como reza una publicación de la Cámara de Comercio pucelana, llegó a ser “uno de los mayores contribuyentes de la ciudad”, lo que sin duda es el mayor compromiso y orgullo que un buen empresario puede ostentar. Hacia 1900, ya incorporados al negocio sus tres hijos, se fue centrando en la fabricación de chocolates, primero en una planta en la plaza de Cantarranas y, a partir de 1952, en las instalaciones de la avenida de Burgos. Por entonces esa arteria de salida de la capital era casi campo; cuando, tras las navidades de 2004, se elaboró la última partida de bombones, la fábrica estaba en pleno polígono, sumergida entre concesionarios de coches y talleres. Se comentó entonces que en su lugar iban a construir viviendas, pero hoy, año 2013 de la era de la crisis económica, sobre las cerradas puertas de la factoría sigue reinando el elegante logotipo chocolatero: “Uña”.

El primer sabor que conocí de Valladolid fue el de las lenguas de gato que creaban en este lugar maravilloso, dispuestas en formación dentro de cajas con gatitos mimosos dibujados. Un lugar en el que se creaban lenguas de gato, paraguas y reyes magos de chocolate, vestidos con elegantes papeles plateados y coronitas de cartón de San Cayetano, no podía ser una fábrica cualquiera, al igual que el chocolate no es un alimento más. Si no, la casa de la bruja de Hansel y Gretel hubiera sido de patata o de jamón serrano, que también se comen. Pero es que el chocolate se eleva un escalón más, supera la pirámide alimentaria y pasa a otra dimensión. Eso lo saben los niños, y también los adultos, por eso en Uña inventaron el bombón cortado, un bombón ejecutivo, que no desentonaba en las mesas de negociación de directivos encorbatados. Leo que en 1993 Uña tenía cuatrocientos anillos de envoltura distintos, para atender los pedidos de diferentes empresas. Agromán, por ejemplo, la famosa constructora, envolvía los bombones de avellana, trufa, almendra, café y naranja con nombres como “encofrado”; “adoquín”, “panderete”, “paleta” o “tabicón”.

Me cuentan que en Uña había unos trabajadores tan concienzudos y entregados a su misión chocolatera como los Oompa Loompas de Willy Wonka, el asombroso dueño de la fábrica de chocolate imaginada por Roalh Dahl. Muchos de esos empleados, mujeres en su mayoría, en un equipo que se triplicaba desde el verano hasta el momento cumbre de demanda, la Navidad, habían entrado con dieciséis años y conocían cada detalle de la alquimia del cacao, desde su tostado hasta su puesta de largo y brillante envoltorio.

El mundo es grande, lo sé, y una compañía más grande se merendó a Uña, y en algún sitio al norte del país se siguen haciendo bombones cortados bajo la misma marca. A mí no me preguntaron, pero me hubiera opuesto. Cada ciudad se merece pan, trabajo y cobijo para sus gentes, pero para que sean capaces de soñar necesitan unas onzas de chocolate. Hoy también hay cientos de “Charlies”, el protagonista del libro de Doahl, resignados a tomar patatas y repollo para el almuerzo, y sopa de repollo para la cena. Y como aquel niño, necesitan crecer con la posibilidad, pequeñísima pero posibilidad al fin, de encontrar dentro de una chocolatina un billete dorado que les permita, al menos durante los minutos que la mordisquean, hacer una excursión a un mundo mejor.

Nota: Gracias a dos amables ex empleadas de la fábrica he conocido alguno de los datos que incluyo, y también he podido fotografiar estas etiquetas tan bonitas.









domingo, 21 de abril de 2013

Diferencias rocosas

En los cuentos, las ciudades lejanas tenían palacios cubiertos de marfil y piedras preciosas, fuentes que manaban vino y árboles con frutas desconocidas y exquisitas. Eran esas las historias que nos mecían en la infancia, como ahora nos mecen otras, más amargas. Hace poco, hablando con una persona bien informada, se lamentaba, seguramente con toda la razón, del abandono de su tierra. “Y mientras, –me decía– ahí están en Valladolid, derrochando el dinero de todos. Si será la cosa que me han contado que para pavimentar una sola plaza han empleado no sé qué losetas de una piedra que cada una cuesta una cantidad indecente de dinero”. No sé qué cifra dijo, indecente desde luego, y no sé si cierta, porque no hay quien eche la vista cinco, diez años atrás, sin quedarse efectivamente de piedra de lo que se gastaba. Pero lo que se quedó meciendo mi oído fue esa versión algo torpe de la leyenda de siempre, de que en otra tierra mana la leche y la miel. Solo que ahora acariciar esa posibilidad, bastante remota y casi siempre irreal, no conlleva ya la esperanza de una meta a alcanzar, sino el odio y el deseo de que haya un culpable de todo cuanto nos hace sufrir.

Yo cogería a mi interlocutor y buscaríamos juntos esa plaza mítica, a ver si los vecinos que cada día la pisan se sienten privilegiados por ello. Le llevaría de paseo por esta ciudad que puede ser rica en burocracia, pero que tiene más pobres (así, a lo bruto, por número lo adivino) que ninguna otra de la región. Ahora que los brillos han desaparecido, Valladolid vuelve al “polvo eres”. Vuelve a ser un ordenado páramo, en el se compactan la arena y nacen los terrones, pero huérfano de esas piedras fenomenales con aroma a granito Guadarrama que tenemos en Segovia, que emergen o se sumergen según la vegetación de cada estación y que nos hablan del pasado indómito de esta tierra. Segovia nació sobre granitos, pizarras y cuarcitas, y Valladolid llegó tarde y se quedó las miguitas de la mesa, las calizas, los pedernales y los yesos, los humildes obreros de la mineralogía.

Si el mundo fuera Segovia y Valladolid y a partir de ahí sólo quedaran las estrellas enanas, podría pensarse que esta diferencia rocosa, y no aguantar la monserga sobre si hay o no sentimiento regional, justificaría la segregación. Mas, si somos consecuentes, siguiendo el mismo argumento abandonaríamos Valladolid, pero tendríamos que ajuntarnos con la Cabrera leonesa y el Aliste zamorano, vía pizarra; con Ávila y Salamanca, por la alianza del granito, con algún bordecillo de Burgos y Soria, por cariños calizos... Quedaría así Valladolid flotando, como un huevo frito en medio de la meseta.

“Puede decirse, de forma rotunda, que Valladolid es la provincia más pobre en minerales”. Eso lo he encontrado en Internet, y lo dice un experto geólogo vallisoletano en un ataque de sinceridad de enorme mérito, porque el hecho de que su tierra carezca de lo que ama no le ha llevado a envidiar ni a despreciar a la de al lado. Hartos como estamos de gentes que cantan una y otra vez las excelencias y los privilegios que se merece su ciudad, su pueblo, su barrio o, aún más privativo, su propia casa o su misma mismidad, yo creo que este hombre debería ser premiado con una dirección general; qué digo, con la presidencia de la interplanetaria en su totalidad. Con gente como él, y con una buena piedra como punto de apoyo, te digo que movemos el mundo.







Pie de foto: Meto unas fotitos, la primera de granito de Villacastín, la segunda de pizarra de Bernardos, y la tercera de caliza de Campaspero.

martes, 2 de abril de 2013

Cuando los estudiantes
estábamos tontos

Cumple años el instituto donde estudié. Veo las fotos en los periódicos, y apenas reconozco a nadie. Ni siquiera recuerdo quién era el director del centro por entonces; mucho menos cómo se llamaba el director provincial, o el ministro de educación de turno, y mira que le hicimos protestillas, porque en esos años también parían leyes que nos sonaban a gastar menos y hacer peor las cosas. Sin embargo, recuerdo perfectamente los cuernos de chocolate y los bocadillos de tortilla XL del bar, un bar en el que en esos tiempos permitían fumar; incluso algún profesor lo hacía en clase, cágate lorito. Me acuerdo también de los corchos con carteles anunciando bailes en la discoteca, de las puertas pintorrojeadas de los baños, con poemas cursis y algún dibujo cochino, lo típico de adolescentes con la imaginación desbordada… Pasan por mi mente caras de profesores de los que no recuerdo su nombre, el miserable triángulo que descendía por un plano inclinado, las cartas de Catilina, y las teorías de Guillermo de Ockham. Y sobre todo me acuerdo del momento en el que un profesor de Historia, en plena euforia de “Otan no, bases fuera”, nos hizo esta incómoda pregunta: “Vale, no queremos armas, no queremos Otan. Pero, ¿y si ahora los americanos no quieren comprar nuestros zapatos de Elche?”. Ese fue un misil en toda regla contra la línea de flotación de nuestra pueril inocencia, y podríamos decir que a partir de ahí, una no dejó de valorar las cosas desde ese prisma: todo es muy bonito hasta que los americanos dejan de comprarte los zapatos, así que ahora ten valor para vivir con el ideal y con sus consecuencias.

Es raro encontrar a alguien que no tinte de nostalgia su etapa estudiantil. Se juzga con extrema severidad a esos chicos de hoy “que no aprenden nada y están todo el día con el tuenti” y se ensalza, más con el corazón que con el cerebro, la educación del pasado, curiosamente la que recibió uno, fuera poca o mucha. Tendemos a idealizar lo propio y a pensar que nuestra formación fue modélica, más que fruto de la necesidad y de las peculiaridades del momento, así que me es difícil, pues, valorar si lo que yo aprendí era mejor que lo que se aprendió en el centro de al lado o lo que se aprende hoy. Pero sí puedo afirmar que mi paso por el Andrés Laguna fue de los mejores que he dado en mi vida. Primero, porque fue el primero que di conscientemente. Yo venía de un colegio de niñas y quería ir a ese instituto que en Segovia llamaban “el masculino”. Y no porque imaginara cientos y cientos de ligues potenciales, no, seguí el impulso del que crece de llevar la contraria, de averiguar cuáles son tus fuerzas yendo a contracorriente.

Y en ese instituto diurno y nocturno, de escaleras y aulas con alguna persiana que otra siempre escacharrada, me encontré con el mundo. Con chicos y chicas que venían de aquí y de allá, de barrios y de pueblos. Que vivían con sus padres, con su tía, con sus abuelos, con sus hermanos, en una residencia, con casi niñas que no conocían quién era Mecano pero sabían conducir un tractor. Con chavales a los que les costaba entender explicaciones sencillas, que percibían que el sistema pronto les dejaría en la estacada, pero no se hacían mala sangre con ello. Descubrí que había compañeros, muy poquitos por entonces, que se apuntaban a ética, y así una iba pensando que en la vida se podía ser así, “asao” y de cualquier otra manera. Y que además esas diferencias eran las que hacían interesante el camino.

A punto de acabar COU, en lugar de un birrete con pompón y un diploma, como en las graduaciones actuales –que ya hay que ser pedazo de hortera–, nos dieron un papelito con las posibles orientaciones profesionales. A mí me pusieron filosofía y periodismo; cogí lo segundo, pero de la primera alternativa me llevé mi yo y mis circunstancias. Mis circunstancias fueron durante cuatro años las del Andrés Laguna, del que salí sin duda sabiendo más pero, sobre todo, siendo más libre, provista de un buen saco de dudas y de preguntas. Si será la cosa que todavía no he conseguido responder a aquella que nos lanzó un profesor cabreado, y que nuestra clase convirtió en frase lapidaria: “¿Pero estáis tontos o qué?”. Pues sí, los estudiantes de entonces también estábamos tontos, o tal vez estábamos qué.

PD. He dado muchas vueltas para escoger una canción, de tantas que me recuerdan aquella época. Al final he elegido esta de Mecano porque en BUP hicimos un análisis sintáctico y semántico de su letra, para mayor gloria de Nacho Cano.

domingo, 24 de marzo de 2013

Una calle sin nada en especial

Hay calles con pedigrí y otras que se dejan hacer, calles plastilina, calles tupperware, calles bolsa de plástico a la espera de contenido. Calles sin turista que las fotografíe, que se postran como un escenario de la madrugada a la noche a la espera de que alguien las pise. Calles vulgares, por las que una no sabe si va a pasar o ya pasó y, sin embargo, por las que pasa cada día, sin más. Entre todas las calles sin más de Valladolid hay una súper, el Paseo Zorrilla, exactamente 3,3 kilómetros sin personalidad aparente. Nace a los pies de la estatua del poeta del mismo nombre, y serpentea a lo largo de 364 números en su margen derecha, 221 por la izquierda, hasta desembocar en las que llaman “puertas de Valladolid”, dos vigas de colores clavadas en una rotonda al sur de la ciudad, en una zona que hasta hace pocos años era tierra de cultivo, pinares y campos de tiro, y hoy es área de adosados y de pista de pádel.

En el Paseo Zorrilla está escrita la historia que nadie se molestó en escribir de los últimos cien años de Valladolid. El trazado habla de un inicio brillante, con las puertas del Campo Grande en una acera y la portada rimbombante de la Academia de Caballería en la otra. A partir de ahí, empieza la sucesión de edificios que en su día fueron sustituidos por otros edificios, altos y más altos, blancos, grises y rojizos, sin más orden que las hileras de plátanos y el corte del cielo.

El Paseo Zorrilla es un container en el que entra todo, hasta la Plaza de Toros y el estadio de fútbol, aunque éste en los ochenta se lo llevaron a las afueras y en su lugar plantaran un Corte Inglés. Justo a sus puertas la vía ya no es tanto paseo y se vuelve más avenida y carretera, más coche y menos gente.

No teniendo nada prácticamente que recordar, la calle para un segoviano tiene un mérito extraordinario: unas aceras anchísimas, en las que cabe una Calle Real y media y todavía queda sitio para meter un par de terrazas. Por eso en el Paseo Zorrilla se vive a lo ancho, tomando como referencia la próxima calle que cruza. En un solo ancho del Paseo Zorrilla cabe un mundo, en un minuto la ciudad es la miseria que pide en una esquina y al minuto siguiente es una pandilla de adolescentes ruidosos, y un poco después una señora muy mayor con bastón, y detrás un comercial con zapatos puntiagudos y una corbata pistacho dentro de un traje demasiado grande.

Hay quien, por intentar abarcarlo a lo largo en vez de a lo ancho, desapareció tras ser engullido por el Paseo Zorrilla. A mí estuvo a punto de pasarme la primera vez que vine, ese día de la marmota en el que no paraba de pasar por el mismo banco, el mismo plátano, el mismo cajero automático y el mismo portal con suelos de mármol. Pero yendo a lo ancho ya no me pierdo. Reconozco a la gente que a las siete y media va a trabajar, la que a las 8,30 va a sellar a la oficina del paro, la que a las nueve menos cuarto lleva a los niños al colegio, la que a las nueve y media aguarda para comprar la primera barra de pan en el supermercado, la que a las diez lleva el petate con la colchoneta para el gimnasio. Gente que tiene un plan para cada día, planes pequeños que resisten a chaparrones y rachas de viento frío.

A las once, en esa calle huérfana y larga, aparece un rayo de sol y parece que la mañana se endereza y el ceño de peatones se afloja. Y pasa la mañana, y vuelve la gente a casa a comer, o a lo que sea, y sale de nuevo por la tarde a hacer un recado muy pequeñito, un recado de crisis, y a la altura de García Morato o del Matadero se encuentra con un vecino y habla un rato. Y por la noche se recoge en sus casas, y en la noche profunda, salvo que pase el camión de la basura, una pareja de patinadores o un tipo demasiado raro, que no se sabe si trasnocha o si madruga, el Paseo Zorrilla no es más que una calle anodina y oscura, sin más, que un coche rápido se ventila en siete minutos.


  

 

lunes, 11 de febrero de 2013

Nieva en Segovia

Otra mañana fría de febrero. En la radio cuentan que Burgos se levanta a bajo cero, León cubierto, Soria congelada, Valladolid con viento frío. “Nieva en Segovia”, resume la voz de Alfredo. Y cuando nieva en Segovia ya no me importan las inauguraciones, ni las denuncias, ni las comparecencias parlamentarias. Sólo pienso en que el suelo de Segovia está blanco, que apenas hay movimiento en sus calles, que por unas horas allí lo único importante es la nieve, y que los vecinos se tienen que conformar con mirarla por la ventana y esperar.

Si pudiera traerme a Valladolid una sola cosa de Segovia serían esas mañanas de nieve que te hacen sentir torpe, inútil y paciente. Pero la nieve no se puede importar a esta tierra en la que cae contadísimas veces, que es materia de conversación invernal –“¿te acuerdas la última vez que cuajó?” – y un anhelo permanente de vallisoletanos que, si pueden, se escapan al puerto de Béjar o al norte de Palencia en plan colonizador, “a pisar nieve”.

En esta mañana fría, desde Segovia viene un puñado de viajeros en el tren veloz, vienen bandejas de fresas tempranas, viene un hombre en furgoneta y descarga a las puertas de una carnicería del Paseo Zorrilla media canal de cerdo segoviano. Asoman en los lineales de los supermercados cruasanes y ensaimadas fabricadas en Segovia, refulgen en las barras de bar botellas de whisky Dyc y de Anís de la Castellana. Pero ni rastro de la nieve. Hay que conformarse con la niebla mañanera y, de cuando en cuando, con alguna cencellada. Pero eso no para el ruido. Los coches siguen por las calles y los niños aprietan el paso para llegar a tiempo a la escuela; no hay ninguna excusa para quedarse en casa y perder una mañana de clase. Porque aquí casi no nieva, y si nieva, no cuaja, y parece que la nieve en Valladolid se sueña, de lo pronto que desaparece.

En estos días congelados, lo que echo de menos de la nieve de Segovia no es pisarla, es ser niña y no poder salir de casa. Nota: después de colgar el post, descubro que existe ya una canción con el mismo título.


Así que me parece justo incluir aquí el vídeo del sr. Borha Ramone.