domingo, 15 de diciembre de 2019

Periodismo nostálgico

Veo en el kiosco una revista nueva. En la portada vienen las infantas Elena y Cristina, con seis o siete años, “dos colegialas más”, es el título; al lado, la boda de Rocío Dúrcal y Junior, y en un recuadro, el adiós de los Beatles. La publicación se llama “Recuerdos. La actualidad del ayer”. En la facultad nos enseñaban que la noticia era un relato sobre un hecho actual y de interés general, aunque no imaginábamos que pudiera ser sobre “un hecho actual del ayer”. Parece incongruente, pero es lo que se lleva. Últimamente tengo la sensación de estar dando vueltas en el túnel del tiempo. La nostalgia no solo vende, es que estamos instalados en ella. No hace falta hacer un esfuerzo para recordar cómo éramos hace cincuenta, treinta, veinte años: en internet está todo, desde la bolsa de pipas de los payasos de la tele hasta la primera Nancy, pasando por el rollo de papel “El elefante”. Hay tantos recuerdos flotando en el mundo digital que ya no sé si eran recuerdos míos, de mis vecinos o de un señor de Huelva.

Mirar para atrás tiene ventajas, y lo digo yo, que soy una gran aficionada a anestesiarme mirando el espejo retrovisor. Nos divierte construir nuestro pasado en una tonalidad sepia estilo Cuéntame, que acentúa unas cosas y difumina otras. El ayer, pese a sus decepciones, da menos miedo que el futuro, y es más manejable que el presente, que se escapa una y otra vez, porque los prójimos no se organizan ni un solo día a nuestro gusto. Así que ahí estamos, compartiendo pijadas en grupos, comprando libros de las décadas prodigiosas, escuchando programas de la tele con vídeos enlatados del ballet Zoom y Fernando Esteso cantando la Ramona. Como si hubiéramos superado esos tiempos y vencido en batallas en las que ni siquiera luchamos, porque eran otros los que en realidad estaban allí.

Lo más extraño es que este afán melancólico se ha trasladado a los espacios informativos de los periódicos, de las radios, de las televisiones. Lo que antes ocupaba la columna de efemérides, que resumía lo que había ocurrido en el pasado, ahora llena páginas enteras. Ya no hace falta remontarse a lo que pasó hace un siglo para tener perspectiva; ahora estamos celebrando aniversarios cada semana. La idea es que cualquier momento es histórico, porque para eso estábamos nosotros en medio. Somos como los niños de diez años, cuando echan la vista atrás y dicen, “cuando era pequeño…”, como si cinco años fuera ya el pasado remoto.

Da gusto esto de remover el pasado, las foticos de entonces, los pelos y las coreanas que se llevaban. Da gusto poner el foco sobre nosotros mismos, que para eso somos el centro de nuestro mini universo, aunque basta con apuntar a otro país, a otra ciudad, a otro barrio, para que encontrar gentes que también coleccionaron sus adolescencias, sus pillerías, sus cogorzas monumentales, sus fracasos y sus héroes de barrio.

No es raro que las noticias del ayer gusten —a mí también— porque la actualidad con frecuencia queda reducida a un paquete aburrido de convocatorias, de declaraciones de políticos con responsabilidades de gobierno tratando de vender su burra, mientras los del resto de partidos les critican en la columna de al lado. Todo es tan hueco y previsible que nos entregamos al espacio de la nostalgia, de la camisa de chorreras, del ‘ochenteo’, o de los primeros veinte años de Operación Triunfo, que David Bisbal ya es un clásico para según quién. En lo privado la nostalgia es opcional, pero en el periodismo es un síntoma de que algo no funciona. Las efemérides, que son baratas de hacer, y que además molestan poco a los de arriba, ganan el espacio que pierde la investigación y el reportaje, que exigen tiempo y el respaldo de unos medios a los que les cuesta mucho salir adelante.

Hace poco leía una entrevista a Martín Caparrós, en la que le preguntaban que qué recomendaría a un joven que sueña con ser periodista. “Que deje de soñar”, contestaba, un directo a la mandíbula del espíritu de Mr. Wonderful que se ha extendido hoy por el mundo. Pues sí, hay que dejar de soñar, ponerse manos a la obra, y salir de la cueva para ver qué se cuece en el barrio de al lado. La vida sigue hoy, y no hace falta dejar que pasen años para recopilar fotos que nos permitan saber en 2040 qué cosas pasaban en 2020. Igual hasta podemos mejorar alguna.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Ivanhoe

Ivanhoe. De mis películas favoritas de los sábados por la tarde. No por las trifulcas de los sir caballeros, ni por la gallardía un tanto blandengue de Robert Taylor, sino por el perturbador Bois-Guilbert, maravilloso George Sanders, entregado a su propia destrucción a causa de su amor no correspondido por Rebeca. El otro día pasé unas horas en la biblioteca entretenida con la novela. Me llamaron la atención las citas que incluía Walter Scott al inicio de cada capítulo. En varias pone que proceden de una 'obra antigua', aunque apuntan que el autor era posiblemente el propio Scott. Recupero esta cita, preciosa, que no viene mal para celebrar mañana nuestra Constitución, la norma de todos:



jueves, 14 de noviembre de 2019

Un tipo

Dos de seguridad acompañan a un tipo pequeño, delgado, con malos pelos y piel curtida. Le hablan bajito, en tono amistoso y calmado, para que los clientes no se alboroten más de lo necesario. "Así que te ibas a llevar eso sin pagar, ¿no?", comenta uno. "Que no, que noooo...", responde el ladronzuelo, con el deje arrastrao. "Si yo iba a pagar, pero el día 25".

domingo, 10 de noviembre de 2019

Cuidados paliativos

Escucho por la radio que son demasiados los que antes de ir a trabajar necesitan tomarse un ansiolítico. Y eso sin contabilizar los que aplacan el dolor con analgésicos, o los de la copa para aguantar la jornada, o los que van al trabajo arrastrándose y regresan a casa, hechos una piltrafa, para derrumbarse en el sofá hasta el día siguiente. Parecidos males afectan si te dedicas a las tareas domésticas, o si estás al cuidado de alguien, si te encuentras en el paro, o ya jubilado, o solo solísimo, sin saber a qué se debe ese malestar que siempre está ahí.

Tenemos tantos problemas que 365 no son suficientes para dedicarles su día mundial a todos. Incluso se ha hecho un hueco en el calendario para “celebrar” el día del dolor. Cuando eres joven, el dolor es el síntoma, pero con el tiempo se convierte en el diagnóstico. Siempre duele algo: dolores antiguos, que son ya parte de tu forma de percibir el mundo, de subir una escalera o de cruzar las piernas al sentarte, y luego esos dolores nuevos, que son los que asustan, que irrumpen como el charlatán de la barra del bar, y que confías en que se larguen lo antes posible.

Poco a poco se van pasando los años de la soberbia, en los que crees que podrás controlar tu cuerpo comiendo lechuga u obedeciendo a la pulsera que cuenta tus pasos, esos años en los que acudes al médico como al FMI, suplicando que te reprograme para volver al kilómetro cero. Con el tiempo, sentirse mal pero no tan mal, o bien pero no muy bien, es la mayor aspiración. Se pueden hacer muchísimas cosas, aunque estés pocho, eso es un hecho, porque si no el mundo se habría ido por el desagüe hace siglos.

Leo también que casi la mitad de los escolares está triste, y me pregunto cuándo la tristeza se convirtió en plaga, y si no tendremos algo de culpa los mayores y esos malditos libros de sea feliz en ocho días. Se proclama que todos tenemos derecho, y casi deber, de ser felices, pero luego resulta que la mochila pesa, y las clases son aburridas, y las parejas se rompen, y en la cola del super se cuela la gente, y encima te duele la espalda.

Con el dolor alojado en el lomo, o con esa felicidad que añoramos como Adán a su costilla, llega el lunes, el otoño y el año siguiente. El ritmo normal, entre el sobresalto y el aburrimiento, que marca la rutina. Y la dosis de cuidados paliativos, tan importantes para la dignidad de los verdaderamente enfermos, y tan necesarios para cualquiera. ¿Qué necesitan, muchos de los que llenan la sala de espera del médico? La receta, sí. Pero también la palabra, ese soplo invisible sobre la herida.

La vida, “está repleta de enojos, preocupaciones de todas clases, penas sin número, enfermedades de muchas formas dolorosas, y, en fin, tantas clases de males, que nadie podría enumerarlos”, tal como escribía Nathaniel Hawthorne en su preciosa recreación del mito de Pandora. Pero también en esa caja maldita habita un hada minúscula: “A veces me volveré invisible a vuestros ojos y os parecerá que me he ido para siempre. Pero, quizá, en el momento menos pensado, veréis el brillo de mis alas en el techo de la casa.”. El dolor ahí sigue, pero también la esperanza.

jueves, 17 de octubre de 2019

Vida y obra


Hay una frase que compañeros de profesión gustan de citar de Kapuściński, el famoso corresponsal de guerra: “no se puede ser buen periodista si no se es buena persona”. Sería fantástico que fuera tan fácil identificar a las buenas personas, que serían las que hacen bien su trabajo; o, por el contrario, saber que el autor de un mal trabajo es necesariamente una mala persona, en el periodismo o cualquier otra profesión. Pero no parece que sea tan fácil, sobre todo por esa libertad de juicio, y de perjuicio, de la que gozamos los humanos. Así, el tenido por bueno para uno, para otro es una verdadera calamidad, ya sea un tendero, un cirujano o el presidente de un país. Por muchas alabanzas o críticas, nada quedará probado en torno a lo que somos, más allá de lo que se trasluzca a través de nuestros actos, y en su caso de si cumplimos o no la ley, que para eso está, para que no nos tiente el gusto de decidir a cada momento qué es lo bueno o lo malo, según nos rasquen el lomo. Nuestra puntería para identificar a los buenos y los malos empeora cuanto más atrás echamos la vista, pero da igual, la veda está abierta, y al ritmo que vamos pronto dejaremos pingando hasta a Cervantes, y habrá quien empiece a pedir purgas de las bibliotecas, seguramente el que menos las utilice.

En una revista de los cincuenta, leí hace tiempo un artículo de un periodista italiano que visitaba Yásnaia Poliana, la villa en la que vivió León Tolstói, como dicen los manuales “el más grande novelista ruso”. Atendía a las visitas su hijo, Sergio, ya sesentón, reconvertido en guía de la que había sido mansión de su aristócrata familia, antes de la revolución rusa. “León Tolstói fue un gran artista que conoció y escribió los males de la sociedad capitalista, aunque por el ambiente corrompido en que nació careciese de la fuerza necesaria para luchar contra aquellos males, aportando remedios adecuados”, se podía leer en una inscripción, por la que se perdonaba la vida del Tolstói aristócrata, a cambio de que el régimen pudiera adoptar como ruso al Tolstói escritor.

El guía mostró las estancias de la casa al periodista: el sillón bajo en el que escribía, “porque era muy miope”; el cuarto donde terminó Anna Karénina; la fotografía de su mujer, con traje de novia; la escribanía en la que ella, desde que amanecía hasta la noche, trasladaba de su puño y letra los manuscritos del escritor… “Nuestra madre se esforzaba por repartir sus deberes entre los hijos necesitados de sus cuidados y el marido, ocupado en cosas eternas”, comentaba, para disculpar que Tolstói vivía más o menos en otro mundo, durmiendo solo y no permitiendo que nadie le acompañase a la mesa.

Tolstói murió a los 82 años de una neumonía, en una estación de tren. Dice Wikipedia que se había ido de casa porque quería renunciar a sus propiedades a favor de los pobres, que suena muy bien, a lo que su mujer se negó, algo que también se entiende, porque tuvieron 13 hijos, pese a que ella no quería y los médicos se lo desaconsejaban. Sofía quería quedarse con los bienes terrenales, y León con la posteridad, más allá de los pasajeros compromisos con la supervivencia de su prole.

Sí, a los ojos de hoy, Tolstói, como tantos otros, sería un machista irredento. Pacifista, iluminado, anarquista, quién sabe; para su hijo, el hombre ausente que escribía en el sillón bajo. Para el resto, ahí está su prosa, como un torrente.



jueves, 19 de septiembre de 2019

Almacén sentimental


De siempre hacer limpieza es práctica conveniente; pero desde hace tiempo parece casi una cuestión moral. Circula con éxito un método cuyo objetivo es desembarazarse de casi todo: guardar solo treinta libros, tirar la mitad de los calcetines, eliminar la ropa que no te hace feliz, etc. “La contemplación del vacío os hará libres”, es la clave, aunque al final esa aparente simplificación sea una pieza más en la cadena de consumo, y te invite a vaciar el armario para volver a rellenarlo, porque el nivel del vaso, a medio plazo, suele ser el mismo. Compra, desecha, compra, de eso se trata, aunque se camufle con el purgatorio del reciclado, que es un purgatorio imperfecto, porque apenas una minoría de nuestras camisas y juguetes servirán para otra cosa que no sea hacer crecer la montaña de residuos. Tirar, ahora tan ensalzado, no deja de ser un lujo de ricos, porque los pobres hacen basuras muy pequeñas, y hasta guardan las cajas para improvisar armarios.

Más allá de las cifras y toneladas, del dinero y del consumo, los apóstoles del orden dicen que hay que empezar por la ropa, luego los libros y, lo último, los “elementos sentimentales”. La sentimentalidad es cosa variable, hay gente alérgica al papel y que sin embargo guarda una batidora averiada porque le da pena desprenderse de un objeto tan reluciente. Una se resiste a tirar esos elementos sentimentales, sea un recorte de revista, o un calcetín de bebé, porque teme que con él desaparezca el recuerdo que despierta. Así que la casa, y hasta el cajón del trabajo cuando llevas un tiempo, se convierte en un almacén, a la espera de que llegue el día de poner orden a todo esto, que es pretensión inútil, porque la vida te lleva a salto de mata. Lo mismo que dicen que cultura es lo que queda cuando no te acuerdas de los libros que has leído, la vida es lo que resuena en el fondo de tu almacén, y es así seas el propietario del Palacio de Liria o de las descabaladas pertenencias de un pobrecillo con el mal de Diógenes.

Para entender el verdadero valor del orden hay que visitar, más de una vez si es posible, la exposición “Almacén. El lugar de los invisibles”, que puede verse todavía en el Palacio de Villena, en el Museo de Escultura. Allí no están las obras más notables de su colección, esas que ocupan lugar de privilegio en guías turísticas, procesiones y libros de texto. Están las tallas del montón, las que se pasan los años en la oscuridad del depósito y, aun así, son atendidas con mimo, gracias a ese papel de “desagravio y de asilo” que cumple el museo, como dice el catálogo. No son exclusivas, al contrario; al margen de algún pequeño detalle, en la ropa o en la postura, los santos son casi clónicos, y comparten motivos y ornamentación los marcos, las columnas y tableros que un día adornaron templos y conventos. Como nuestros trastos, estas obras no son las mejores, sus proporciones no son perfectas, y algunas están incompletas o astilladas, pero el equipo del museo ha sabido captar lo esencial que hay en ese grupo de obras de banquillo, ordenarlas y ensamblarlas de manera que formen un equipo hermoso y brillante.

Claro que los trastos de nuestros almacenes no son barrocos, y que todos juntos no valen un euro. Habrá un día que alguien se los llevará, y unos acabarán en el contenedor de papel, otros en el de envases y algunos en el batiburrillo de “resto”, porque no sabrán ni dónde ponerlos. Nuestros cacharros no tienen un argumento claro, no hay una biblia que explique a las futuras generaciones qué sentido tenían para nosotros. Somos más bien como esos “santos sin identificar”, que aparecen en la exposición, porque a santos todos hemos sido invitados, aunque a veces los caminos sean incomprensibles. Ojalá pudiéramos, como en esta maravillosa exposición, explicar qué es lo que une a todos nuestros recuerdos y cachivaches, qué tienen en común para que, al menos durante unos minutos, entendamos el sentido del almacén –desvencijado, pero único–, que cada uno arrastra.

* Artículo publicado en El Día de Valladolid


viernes, 6 de septiembre de 2019

Los turistas pobres


Una voz se lamenta por la radio de lo poco que gastan la mayoría de los turistas cuando visitan Segovia. Que si no hacen noche, que si apenas compran nada. Qué más quisieran, pienso yo. Igual me engañan, pero la mayoría es gente bastante normal, a la que seguro que no sobra mucho dinero. Incluso yo diría que se gastan demasiado, porque muchos son parejas con niños en cabestrillo, que hoy tienen trabajo y mañana quién sabe, y a ver cómo pagan casa, libros y clases de inglés.

Pero siguen viniendo, y bastantes, aunque solo se admita cuando la ciudad está colapsada y se triplican los turnos para comer. Vienen porque están cansados de las energías y convicción que exige esto de ganarse la vida, aunque estén en el paro, que es más duro y desalentador. Cogen la carretera y, si no hay caravana, al rato ya están en Segovia. Unas horas de ruptura con lo de siempre, un selfie en el Acueducto, calle Real arriba, meta en el Alcázar y vuelta por donde han venido.

Sí, muchos vienen a comer, y repasan desde las once las cartas que muestran en la puerta los restaurantes, y hacen cuentas, y reservan, y dan vueltas hasta que el reloj marca la hora de la cita. Pero otros tantos no prueban el cochinillo, no por no gastar sino por no dejar a deber, porque terminan el mes con dificultad. El sábado es el día con más turistas pobres en Segovia. Si no suena correcto “pobres” -aunque no veo por qué, debería dar más vergüenza ser rico-, pongamos ciudadanos con escasa capacidad adquisitiva. Es el único día que muchos de ellos pueden venir. Él libra en la empresa en la que echa las horas que marca el contrato y todas las que sean posibles; ella puede dejar a la señora que cuida 22 horas al día acompañada por algún pariente. Y vienen corriendo a pasar el día aquí, en la ciudad pequeña con castillo y cosas bonitas que ver.

Como no buscan mesa, pasean sin prisa. Miran el Acueducto, la Catedral, el Alcázar, pero es raro que entren, porque 5 por cuatro de familia son veinte euros por monumento, calculen. Una parada en alguna zona de sombra, que pocas hay, un bocadillo, puede que una botella de agua en un bar, para tener excusa y entrar en el baño. Un helado para los niños. A lo mejor, una pijada en una franquicia de baratillo, en la que pueden entrar sin sentirse fuera de sitio. Y ya. Vuelta a Madrid, al trabajo de mil horas, y que no falte, a los hijos de ocho a ocho en el colegio, y a los problemas que trae esto de progresar, como diría el Mochuelo, en el libro de Delibes.

A los turistas de necesidad, porque esas pocas horas elegidas son tan necesarias para vivir como respirar, alguno habrá que les reprochen que se gasten un euro en el helado, y no en un kilo de garbanzos. A ese le digo: cómete tú los garbanzos una tarde de sábado de agosto, y deja a la gente recobrar el aliento. El lunes saldrá el sol por donde quiera, y ellos contarán al vecino dónde fueron el fin de semana: “Estuvimos en Segovia ¿tú sabes? Es muy bella, la ciudad, pequeñita…”.
Está bien que vengan turistas pudientes, sí, que mantengan prósperos y estables negocios que paguen bien a sus empleados. Pero los ricos pueden inventar una ciudad a su gusto en cualquier parte, encerrarse en mundos a medida y con atmósfera acondicionada, e incluso crear parques y cascadas en el desierto de Dubái, que hay que jorobarse. En cambio, los humildes solo tienen el campo para correr y Segovia para mirar, para apreciar algo bello en sus proporciones y colores, aunque no sean expertos en románico, ni reciten versos alejandrinos.

Cuidar la ciudad con respeto, pensando en esos turistas que no comen, ni se sientan en terrazas, ni compran casi nada. Pensando en lo que es imprescindible, lo que permanece, más allá de nosotros. Justo lo contrario de esas palabras horrendas: poner en valor, que suele significar robar el verdadero valor que las cosas tienen. Pido mucho, lo sé.

domingo, 11 de agosto de 2019

Los Zubiaurre en Segovia


A principios del siglo veinte Valentín y Ramón, dos jóvenes hermanos vascos, ambos pintores, visitaron nuestra ciudad. Sufrieron lo que Juan de Contreras, el marqués de Lozoya, llamaba “el susto de Segovia”, el impacto que produce la primera visión de una ciudad muy bella. En el caso de Valentín esa vinculación se extendió en el tiempo. Recorrió la capital y sus arrabales, y también Sepúlveda, Pedraza, Turégano. Retrató a sus gentes, sobre todo al tío Romualdo, de Zamarramala, y a la señora Basilia, de Segovia. “Quería llevárselo todo, hombres y paisajes en su cuaderno de apuntes. No utilizo jamás la fotografía. Sus dibujos, rapidísimos, tenían una exactitud superfotográfica”. No cargaba con caballete en el exterior: eran esos apuntes, junto a sus recuerdos, la base de sus lienzos.
Valentín llegó a tener un estudio, que ocupaba varios meses al año, en el palacio de Cheste. Hay algo totalmente casual y mágico en su relación con el conde. Los Zubiaurre, además de hermanos y pintores, eran ambos sordomudos de nacimiento. Y el conde Cheste y uno de sus hermanos también. Juan de Contreras era su intérprete con el resto del mundo, pues conocía el lenguaje de los signos e incluso su taquigrafía digital, por su amistad fraterna con los Cheste. En sus escritos, el marqués recuerda lo que supuso la llegada al palacio de Valentín. Simpático, brillante y gran viajero, con sus opiniones originales y vibrantes -adoraba al Greco y detestaba a Velázquez; defendía a Baroja y Azorín y criticaba con mordacidad a los Quintero-. A sus veinte años ya se había pateado Europa con su familia. Paz, la madre, se había ocupado de que los hermanos Zubiaurre conocieran la belleza del mundo, a través de una educación extraordinaria e inaudita para la época. Valentín padre era un músico reconocido, y es comprensible que deseara que alguno de sus hijos le acompañara en su pasión. Esa esperanza quedó atrás y fue sustituida sin lamentos por otras, especialmente el dibujo, y posteriormente la fotografía y después el rodaje de pequeñas películas.
En definitiva, contaron con herramientas para poder vivir y motivos para desear estar vivos. Algo poco frecuente para personas con unas limitaciones que en la época parecían insuperables.
Cuando falleció Juan Ceballos-Escalera, conde de Cheste, en 1923, Valentín siguió vinculado a Segovia, a través del marqués de Lozoya. De su mano llegó en 1945 a la Academia de San Fernando, con un discurso de ingreso sobre los pintores mudos y sordomudos en la historia de España. Ambos hermanos siguieron pintando. Ramón, centrado en el universo vasco y en el retrato. Valentín, más dado al impresionismo y a la nostalgia. Dos de las obras de los hermanos -El callejón de Gascos y Un hidalgo de Castilla- están hoy en la Fundación Rodera Robles, y otra de Ramón —Portada de la Casa del Marqués de Lozoya— en el Museo Provincial.
Estos días de verano puede visitarse una emocionante exposición sobre los Zubiaurre, como no podía ser de otra forma para unos artistas oriundos de Garai, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Comisariada por el vallisoletano Ricardo González, se centra en su obra más desconocida, sus fotos y pequeñas películas. A finales del XIX, familias de la burguesía, como los Zubiaurre, comenzaron a utilizar la cámara de fotos en el ámbito doméstico, y ya en los años veinte las primeras cámaras de cine amateur que se comercializaron. Comenzaba lo que ahora está generalizado: no solo mostrar un lugar, sino demostrar que tú estuviste allí. Los dos hermanos y el resto de su familia son los protagonistas de estas imágenes, más de mil fotos y una treintena de pequeñas películas, entre ellas una crónica de una excursión a Segovia, a finales de los años veinte. Escenas domésticas, en el jardín de su casa, viajes o incluso pequeñas ficciones.
Cuando comenzaron a hacer fotografías, Ramón y Valentín tenían 19 y 16 años; el proyector de cine llegó cuarto de siglo después, cuando contaban con 49 y 46 años, con Ramón casado y padre de un hijo. Aun separadas por ese bucle de tiempo, late un lenguaje y universo común en todas sus creaciones. Al final a través de cuadros, fotografías y películas, consiguieron contar a esa mayoría de oyentes lo que no podían expresar con palabras. Vencieron así al silencio, y también al olvido, porque en su obra permanecen, cien años después.


Fotograma de la película sobre Segovia de los hermanos Zubiaurre.

Fotograma de la película sobre Segovia de los hermanos Zubiaurre.



viernes, 28 de junio de 2019

Martínez

Una historia que no es actual y que a nadie le importa, de las que me gustan. Por culpa de la lista semanal de Spotify, conozco al autor de esta canción, Hirth Martínez. No hay mucha información sobre él, nació en los Ángeles, murió hace pocos años, publicó sus dos principales discos a mediados de los setenta y poco más. Leo que en sus inicios Bob Dylan habló bien de él, aunque apuntan que a los pocos años Dylan ni se acordaba de él. El asunto es que Martínez, de origen chicano, se hizo relativamente famoso en Japón. De hecho, descatalogado su material en Estados Unidos, lo que está disponible en internet es vía importación desde Japón. Recuerda un poco su historia a la de Sixto Rodríguez. Esta es una versión de una de sus canciones más "famosas", aunque podéis encontrar listas tanto en Youtube como en Spotify. Sus letras son a medias naif y lunáticas, no se sabe si se ha tomado un tripi o está meditando mirando a la montaña. Las canciones, bonitas...



lunes, 24 de junio de 2019

Botellón

Noche de San Juan. Escuchando las cavilaciones de los chicos y chicas que iban a las hogueras que se preparan en las Moreras, rectifico. No es solo un gigantesco botellón de una pandilla de borrachos. Hay más cosas. Expectativas, deseos. Lo de salir a ver qué pasa, ¿te acuerdas?


jueves, 20 de junio de 2019

En el camino

Me acuerdo bien del verano en el que leí En el Camino. Fue en el torreón del Alcázar, vaya lugar, porque por entonces allí se ubicaba un punto de vigilancia de la campaña de incendios, en la que trabajé un par de veranos. Subrayaba párrafos enteros, en los que creía encontrar todas las respuestas al desorden de mis veinte años. Luego, no sé, cogí manía a este libro. Veo ahora este maravilloso artículo (que es de hace tiempo) y me pregunto si debería leerlo otra vez. Al fin y al cabo, en el camino seguimos.


jueves, 6 de junio de 2019

Humanos y contradictorios


No sé hace cuánto tiempo ni en qué mercadillo compré este libro, que apenas había ojeado hasta ahora. Se editó en 1961, con una tirada de 1100 ejemplares, 600 de ellos como “christmas” (así lo pone) y el resto para la venta. El librito, La batalla del cine, reúne varios artículos de Antonio del Amo, escritor, estudioso del cine y también director. En la solapa interior, se califica su labor como director de “continuada, aunque muy contradictoria… Así y todo, quien le conoce a fondo sabe que está preparado para hacer un buen cine”. Menciona las películas más personales, de las que estaba más orgulloso, Sierra maldita y Día tras día. Y silencia que fue el director de la mayor parte de las películas de Joselito, incluida El Pequeño Ruiseñor, trabajos que le permitieron sobrevivir, pero que también le encasillaron.

Del Amo, que de joven había militado en el PCE y durante la guerra rodó algún documental de propaganda republicana -por lo que pasó por la cárcel-, comienza el libro con una auto entrevista en la que trata de justificar esas contradicciones creativas de su existencia. “Sí, soy culpable. Hago cine comercial porque no me siento un héroe, sino simplemente un ser humano. Pero tener, lectores, en cuenta, que a veces lo que hacemos mal, en contra de nuestro gusto, no es siempre estéril, porque gracias a ello, nosotros mismos, u otros, podemos hacer bien”.

A los nuevos talentos del cine, les aconseja ver El Acorazado Potemkin, Paisà, Ladrón de bicicletas, Amanecer, Chaplin, Capra, Lubitsch… Sobre las condiciones que debe poseer un director, destaca: “La primera, la energía suficiente. Es la batalla más dramática de todas”.
Cuenta que Eisenstein fue su primer maestro de montaje, cuando tuvo en sus manos una copia de Potemkin: “Con amoroso cuidado la pasé varias veces en una bobinadora para estudiar la mecánica del montaje. Me emocionó cuando vi que el solo movimiento de un marino que arrojaba un plato al suelo con todas sus fuerzas y lo rompía en pedazos, estaba descompuesto en siete planos. Más tarde, cuando hice mi primer documental, yo repetí ese efecto con una bomba de mano, que lanzaba un soldado. Salió perfecto”.

Después de la lectura, reparo en la dedicatoria del ejemplar, uno de los enviados en las navidades de 1961. “A Valeriano Andrés, quien bien le quiere y le quiso. Con abrazos, A. del Amo”. Se llevaban diez años, pero casi al principio de sus carreras en el cine coincidieron en algún proyecto, y se ve que mantuvieron la relación. Valeriano de Andrés, “un hombre vulgaris, grupo primero”, así le describían en una sus películas. Un gran secundario, un superviviente con una larga carrera “contradictoria”, como son la mayoría, que en sus últimos años hasta puso voz a Herman Munster en la serie que emitió La Bola de Cristal.

Este libro que tengo pasó alguna vez por las manos de aquellos dos amigos.







martes, 28 de mayo de 2019

Simone



Esta mujer de la foto es Simone de Oliveira.


En 1969 representó a su país, Portugal, en el festival de Eurovisión, que se celebraba en Madrid. Quedó la última: "Lloré tanto...", recordaba. Sin embargo, cincuenta años después, la Biblioteca Nacional de Portugal le dedica una exposición. Su canción, que rompía con el estilo que había marcado hasta entonces el régimen de Salazar, se convirtió en un símbolo de resistencia y esperanza para los portugueses. Más o menos así fue la historia. La moraleja: que no siempre ganan los que parece que ganan.

jueves, 23 de mayo de 2019

Una mujer desnuda


El otro día vi a una mujer desnuda. Dirán, pues vaya, si mujeres desnudas se ven por todas partes. Les daré la razón, pero solo en parte. Lo que vemos son mujeres “casi desnudas”, aunque no lleven encima ni un centímetro de tela. Porque desnudas del todo, en los últimos años solo he visto a esa que les menciono, Inés Pasic. Una titiritera que nació en Bosnia y que, junto a su pareja, el peruano Hugo, aprendió a transformar sus manos y pies en seres llenos de vida, y que de vez en cuando nos visita por Titirimundi.

Inés apareció en el escenario de la sala con una camiseta de cuello alto y unas mallas negras. Solo sus manos y sus pies, y su rostro, vigilando y meciendo a sus criaturas, destacaban en la oscuridad. De pronto, se sube la camiseta, se baja la goma del pantalón, y su tripa blandita queda al descubierto, sin filtro alguno. Su abdomen es ahora el rostro de otra mujer; su ombligo, la boca. Ante nuestros ojos su tripa es ahora una mujer que come, canturrea y gruñe cuando la báscula le revela que le sobran unos cuantos kilos que trata de bajar, con poca convicción, haciendo gimnasia. Los espectadores le observamos con la boca abierta. En parte por la habilidad de la artista para recrear con el movimiento de su abdomen los gestos de esta mujer contrariada. Pero más aún por la brutal exposición que Inés hace de su cuerpo. Un cuerpo natural de mujer-no-joven, no machacada en el gimnasio, ajena a disciplinas y vergüenzas. “Mira, aquí estoy, debajo de los focos. Este es mi cuerpo en la Tierra”.

Esa desnudez inédita, absoluta y pura, nos dejó sin habla. Una mujer desnuda, no de esas que a veces parecemos desnudas, pero estamos vestidísimas de complejos, de esfuerzos, de alteraciones, de contorsiones para parecer ¿quién sabe?, otra cosa. Un cuerpo que ni somos, ni fuimos. En esto yo creo que hemos avanzado muy poco. En cierto sentido, la faja de corchetes era más auténtica, no exigía tantos compromisos. Hoy hay que estar metida dentro de un guante invisible para que la perfección parezca “lo natural”. Como si la carne fuera plástico, como si la piel fuera un lienzo en blanco, y, además, como si no ser de plástico y lienzo fuera una imperdonable falta de decoro.
Pero lo natural es Inés, con su tripa sobre el escenario. Vulnerable. Hermosa. Absolutamente desnuda.




sábado, 11 de mayo de 2019

Traviesas

Traviesas, puede que de tramos de la línea Segovia-Medina del Campo, cerrada a principios de los noventa. Una vez retiradas, algunas acabaron marcando fincas, imagino que con la idea de unirlas con un alambre que al final no se puso. Solían ser de roble y aguantan bien. En algunas se ven las marcas de los tornillos que las fijaban a las vías.





jueves, 9 de mayo de 2019

Escarduzo

Dos palabras que aprendí ayer. Una vieja, de boca de un leonés: escarduzo. La nueva, a la puerta de un instituto: los-as "popu". A mí esto de los hablares es que me encanta.

martes, 30 de abril de 2019

La cola de todos


En 1946, seis años después del final de la guerra civil, en España se elaboró un censo electoral. En él aparecían todos los hombres y mujeres mayores de 21 años, en lugar de los 23 que hasta entonces habían marcado la mayoría de edad. Aportaba bastante información: apellidos, nombre, sexo, edad, profesión, domicilio e incluso "instrucción", si sabías leer y escribir. Ese censo nos habla de nuestros antepasados y, por tanto, de nosotros mismos. Por ejemplo, de mis abuelos paternos, por entonces con 54 y 47 años, respectivamente, guardia civil y sus labores, y mis otros abuelos, de 44 y 41 años, propietario y sus labores, de nuevo; mis padres no están, porque eran menores, pero sí alguno de mis tíos mayores, en aquel tiempo muy jóvenes, uno estudiante y otro jornalero.

En plena posguerra, en la ciudad gris y hambrienta vivían algo menos de 25000 vecinos. En el casco viejo, en la almendra de Segovia, se registraron casi 5600 censados, a los que habría que añadir los menores, que eran muchos. Comparado con los dos mil vecinos, y muy mayores, que habrá ahora en el recinto amurallado, en 1946 el casco viejo estaba repleto. Con una cocina económica y un par de alcobas frías, vivía una familia numerosa.

En la calle de mis abuelos, las Descalzas, el censo contabilizó 45 votantes, de los que diecinueve eran religiosas del convento carmelita. Del resto, había diecisiete mujeres y nueve hombres. Entre las primeras, diez amas de casa, y también dos costureras, una asistenta, una demandadera, una jornalera, una maestra nacional... Entre los hombres, dos carpinteros, dos herreros, un tipógrafo, un empleado, un botero... y un solo pensionista.

En los arrabales, en la calle San Marcos, donde nació mi madre, sumaban 76 votantes, 39 mujeres y 33 hombres; entre las primeras, alguna viuda demasiado joven. Ellas, casi todas dedicadas a sus labores, siendo la principal administrar la miseria. Seis de las mujeres no tenían instrucción, incluida la dueña de la tienda del barrio, que sin conocer letras, ni números, controlaba el negocio a la perfección. Solo otras tres tenían empleo: una doncella, una sastra y una pastora. Ellos eran: doce jornaleros, siete albañiles, cuatro chóferes, dos empleados, un pintor, un maestro, un pastor, un barrendero, un botero, un fundidor, un sereno, un sastre, un carpintero, un subsidiado y uno más del que se especifica que su ocupación era "ninguna".

Casi todas las personas de aquel censo, con apellidos que nos suenan, porque son los nuestros, fueron a votar unos meses después la Ley de Sucesión del Estado, con la que Franco quería dejar claro quién mandaba aquí, en la España "del Movimiento Nacional, católica, anticomunista y antiliberal", como decían. Mis abuelos y sus vecinos, gente obediente y resignada, debieron ir a votar, ese 6 de julio de 1947, un día caluroso y típico de veraneo, si es que por entonces alguien hubiera podido pensar en vacaciones. Para identificar a los votantes, y para que no faltase ni uno, se les exigía y sellaba la cartilla de racionamiento, la del aceite, las patatas y la harina de almortas...

Después de aquellas urnas, hubieron algunas otras, no muchas: un referéndum similar diez años después, y elecciones parciales y con las cartas marcadas. Cuando en diciembre de 1976, ya muerto el dictador, se votó la Ley de Reforma Política, mi abuelo Francisco ya había fallecido.

Todo esto conviene recordarlo cuando una se acerca a un colegio público, con pupitres bien gastados y sillas con patas de hierro, y hace cola para depositar el voto. Ahí, una mañana de domingo, sin músicas, sin actos multitudinarios, sin abucheos ni aplausos, entre gente muy normal. Asistentas, carpinteros, albañiles y jornaleros, alguna maestra e incluso algún herrero, un militar y más pensionistas, funcionarios y estudiantes que antes, y también más desempleados. Ahí, haciendo cola, todos con nuestro voto en la mano.

Paseo del Salón. A. Martín. Biblioteca Digital CyL


jueves, 25 de abril de 2019

Mujeres a contracorriente


"Pensad que no estáis destinadas a gobernar un Estado, ni a ir a la guerra, ni a las academias y parlamentos, ni ejercer ministerio de la iglesia... Pero sois la bella mitad del género humano... debéis gobernar una casa y ser la reina del hogar doméstico". Seguro que Felisa, Alfonsa, Carmen, Juana y muchas otras leyeron cosas parecidas a estas líneas, recogidas en una cartilla de urbanidad para niñas editada en 1927. Pero también seguro que algunas, bastantes, se hacían ya entonces preguntas y se sentían incómodas en este papel que se les asignaba desde muy pronto, y que culminaba con poco más de veinte años en una permanente, un ajuar y "el día más feliz de la vida".

Felisa, por ejemplo. Nació en Prádena, en 1916. Con ocho años tomó la comunión, y en un portal de ventas de internet aparece un recordatorio de aquel día, festoneado con una cinta rosa y una puntilla de ganchillo. Murió en Madrid, en 2005, y unos pocos años antes le dedicaba una canción Antonio Vega, que se sentía muy cerca de la poesía impresionista de esta autora casi olvidada. "Me han dicho que sonríes/ porque has ganado la palabra sin voz,/ el camino sin muros,/ el oír sin sonidos,/ el ver sin estar ciega".
Un año antes había nacido en Cuéllar Ildefonsa Teodora -Alfonsa- de la Torre, así que es muy posible que Alfonsa y Felisa llegaran a conocerse, porque las dos se trasladaron a Segovia para estudiar Bachillerato y, después, a Madrid. Alfonsa avanzó en la investigación y la literatura; Felisa partió su tiempo entre sus tres hijos y ganarse la vida como profesora, aunque siguió escribiendo. Ambas se cruzaron en las tertulias que a principios de los cincuenta reunieron en Madrid, una tarde a la semana, a mujeres poetas. Poetas, que no poetisas, porque como decía una de sus impulsoras, Gloria Fuertes "el alma no tiene sexo, la poesía tampoco". Su objetivo era lograr que la mujer no fuera un adorno en actos literarios con diez escritores hombres, aunque no hacían distingos respecto a la naturaleza de lo que escribían. Hay un verso muy hermoso de una de las poetas que participaban en estos encuentros, Acacia Uceta: "Y hablo otra vez del hombre/ de nosotros, hermanos,/ en un plural abierto/ sin frontera de tiempo, ni dureza". 

Estas tertulias, que se bautizaron como Versos con faldas, terminaron en poco años. En ello influyó la censura del régimen a los sospechosos recitales y tertulias de café, pero también, desde dentro, un cierto "morir de éxito", porque al abrirse los encuentros a cualquiera, "subieron señoras con mucho cuento, pero poca lírica, y aquello fue troya", relataba Gloria Fuertes. Aun así, muchas de esas mujeres que pasaron por las tertulias siguieron escribiendo, casi siempre en la sombra, publicando poco o nada. Además, las "versofaldistas" ejercieron de imán no solo entre las que vivían en Madrid, sino también en las de otras de provincias, donde todavía era más raro que una mujer anduviera ensimismada ajustando un verso, en vez de economizar en la lista del ultramarinos y hacer bordados.
La trayectoria de estas pioneras se recoge en un libro muy reciente, Versos con faldas (F. Garcerá y M. Porpetta, editado por Torremozas, 2019). Junto a Felisa y Alfonsa, alguna más de ellas estuvo relacionada con Segovia, como Juana López de Quesada, con dos libros editados en la imprenta de El Adelantado, y un poema dedicado a Mariano Grau; o Nola de Villaré y Carmen de la Torre, ambas con poemarios que fueron prologados por el Marqués de Lozoya. Prácticamente todas ellas ya no están aquí, pero ahí queda el relato de su aventura, esas reuniones emocionantes y casi clandestinas, y también sus escritos, que nacieron más por necesidad que por afán de posteridad. Como dice un verso de Carmen de la Torre: "Me olvidaron... Olvidé.. ¡Y entonces nació mi verso!"

jueves, 28 de marzo de 2019

El periódico

Viendo el periódico. Internacional, el brexit, paso deprisa. Opinión, me leo el título, el primer párrafo y el último, como de costumbre se dan la razón unos a otros. El correo del lector, humm. Nacional, el juego de la soga. Saltando con pértiga sobre los sucesos. En cultura me detengo, a ver. Las páginas de deportes las cojo con los dedos en pinza y paso directa a economía, en esas en los últimos tiempos me paro más. Televisión, tostón. La contra, según el columnista. De cuajo arranco los suplementos pagados de viajes, buen vivir, mente sana y cuerpo a tope, los mejores coles y universidades, la comunidad autónoma más sostenible... Aún así, me gusta el periódico. Qué vicio.

martes, 19 de marzo de 2019

El cartón de Ducados

Por el día del padre, le regalaba un cartón de Ducados. Jesús, el del estanco de la Calle Real, lo envolvía en un trozo de papel de colores. Yo iba de uniforme, así que tendría alrededor de diez años. Luego dejó de fumar, y además el tabaco dejó de verse como un regalo oportuno.

domingo, 17 de marzo de 2019

Pies planos

Retrato que le hizo su abuela de pequeño; solicitud de dispensa de la asignatura de gimnasia; un detalle de sus pies planos, sentado con el resto de profesores del instituto de Segovia; con compañeros y alumnos del centro; en el mitin republicano en el Teatro Juan Bravo, un texto clarificador sobre su compromiso con la democracia, y una foto de sus últimos años en Segovia. De la exposición "Antonio Machado en el Archivo General de la Administracion", en las salas de la Alhóndiga, SG.








jueves, 14 de marzo de 2019

Manual del militante


Se avecinan días duros, aún más duros que los que ya llevamos a la espalda. Días duros, como los que pasó Aníbal intentando invadir Roma, o más bien como sus elefantes, exhaustos y sin saber muy bien de dónde vienen las flechas. Aún peores días aguardan a los miles, cientos de miles, no sé si millones de militantes de partidos políticos. No me refiero solo a los que tienen el carné, que esos son unos pocos, como se ve cada vez que se embarcan en esa casa del terror -también de la democracia- que son las primarias. Me refiero a todos los que postulan día y noche por una facción, que se sienten comprometidos a votarla o, si la desesperación es mucha, a abstenerse.

Para todos los militantes se avecinan unas semanas intensas, en las que un resorte les impulsará a dar la razón a su partido y solo en segundo lugar y si es posible, a sí mismos. Lo que en la práctica no es nada fácil, porque cada día amanece igual, pero a la vez distinto, y lo que ayer sonaba bien hoy chirría y molesta. Para aguantar el tirón comparto una serie de pautas por si fueran de utilidad para las militancias, siempre complementarias con el argumentario del propio partido, por supuesto. 
  1. Comenzar cada frase apelando al respeto. Cada uno tiene su opinión, sí, pero dejar muy clarito que la del otro es una mamarrachada, o una ruindad, que es peor.
  2. Si los tuyos se equivocan, los otros también, y a lo gordo. Los tuyos meten la pata, los otros hacen cosas malas, y además siguiendo una estrategia conspiratoria internacional.
  3. Tu partido no podrá gobernar sin pactar, lo sabes. Da igual. En términos electorales, lo que ocurra en dos meses es ciencia ficción. Di que tu partido para cumplir sus promesas necesita la mayoría.
  4. Cuando no sepas qué opinar sobre un tema, busca en Twitter a algún vocero de tu partido (es fácil, a las dos entradas ya queda claro quién le paga). En pocos minutos tus tuiteros, tu emisora favorita y tu web de cabecera opinarán lo mismo, y casi con las mismas palabras.
  5. No importa tanto estar pendiente de los líderes de tu partido, como de las posibles meteduras de pata de los del resto. Si dicen una chorrada, o si les trabuca la lengua ante un micrófono, vídeo al canto y memes por el wasap. Si manifiestan algo coherente, tildarles de hipócritas, o de copiotas. Hagan lo que hagan, leña al manzano.
  6. Nunca, nunca compartas ideas ni pensamientos de nadie que no posea el “sello de autenticidad” de tu partido. Ideas buenas las puede tener cualquiera, lo importante es que vengan de uno de los nuestros.
  7. En algún momento alguno de nuestros líderes puede equivocarse un poquillo. En esos casos, apelar a la presunción de inocencia y a las garantías que ofrece el sistema democrático. Unos cuantos daños colaterales son inevitables. Nunca, nunca hay que reconocer un error, que es lo que esperan nuestros enemigos para avanzar en sus posiciones.
  8. ¿Con qué pagamos nuestras promesas? ¡Será por dinero! Sigamos prometiendo todo, ya veremos de dónde sale. En todo caso, echarles la culpa a los ricos, aunque sin concretar mucho, o a los más pobres, sobre todo si son de fuera. El victimismo siempre funciona. En general, evitar el tema de los impuestos, porque todo el mundo piensa que paga muchos; justo lo contrario que hospitales, escuelas y carreteras, que siempre parecen pocos.
  9. Si estás desesperado y no logras que tu partido reluzca más que el sol, apela al corazón. Vale alguna anécdota o cita de tu abuela/o de tu padre/madre. Algo así como que “siempre recuerdo una frase de mi abuelo: hay que ser sobre todo una buena persona” (se sobreentiende que solo hay buenas personas de esas en tu partido, claro está). El toque de emoción es definitivo.
  10. Por último, si usted cree que va por libre y sin embargo se ha sentido identificado con varios de estos puntos, es muy posible que también sea militante, aun sin saberlo. No se preocupe, no está solo, nos pasa a muchos. Pero hay que trabajar a fondo para evitar que no se convierta en una epidemia.


sábado, 9 de marzo de 2019

Feria del manga

Hoy me he enterado de que hay bastantes pequeñas adolescentes vallisoletanas enamoradas de grupos de música surcoreanos que no me suenan de nada. Cosas que se aprenden en las ferias del manga, de chavales a medio hacer, soñadores y pelín desubicados. Y esa mezcla de olor a hamburguesa, caramelo, plástico y clase de instituto...







domingo, 3 de marzo de 2019

En el parque

Los plátanos siguen pelados y se ven los nidos, como marañas trabadas entre las ramas. Pero hace sol y la gente queda otra vez en el parque. En el montículo se reúnen los perros, y también los niños raros que se escapan de las zonas de juegos para esconderse entre los arbustos. Por el camino, un abuelo pasea a su nieta en la silla, y le repite un cuentecillo sobre un bebé que por fin deja el pañal, porque se ha hecho grande, y ya le toca jugar con los otros en el arenero.

Hay ganas de columpio, de subir a lo alto de la araña y de descalabrarse por el tobogán, y los padres también se quedan como atontados, despreocupados por un rato de sus hijos, que por fin están entretenidos sin la pantallita. “Tú cavas un hoyo junto a un árbol, y ahí lo metes, como un tesoro”, le dice el padre a un niño que se emperra en llevarse una piedra y una castaña de indias. “Que no es una culebra, que es un gusano”, dice otra. Y así.

El jardinero está recortando los setos, por hacer algo, porque el suelo está seco como una suela y no está claro que el semillado del césped y los pensamientos que se pongan ahora prosperen. Es una falsa primavera, pero los vecinos se escapan de casa y pasean igual, sea verdadera o de mentirijillas. En las canchas se concentran los chicos del barrio, los de menos de doce a primera hora, antes de que los adolescentes les fulminen con la mirada y les inviten a largarse. El futuro en torno a un balón, sudando por dentro, con caras muy rojas y manos muy frías, porque quieras que no estamos todavía en invierno; seco, pero invierno. Los que ya no van a ser Messi y siguen haciendo vida callejera se quedan a unos metros, sentados sobre los respaldos de los bancos, compartiendo móviles. Chicos y también chicas sin horario, que hablan alto, se enfadan entre ellos y se carcajean a partes iguales. Beben cola y energéticas baratas, y también otras cosas, que mezclan con cheetos y regalices. Son pequeños para el mundo grande que acecha fuera, aunque algunos ya han entrado en la nueva sala de apuestas, con el luminoso más brillante de todos los locales que rodean la plaza. Los chicos de barrio siguen en el parque de su niñez, mientras que los adolescentes más protegidos están en extraescolares, y se concentran en coger un pedo único el viernes o el sábado.

Junto a las mesas de madera en las que la chavalada celebra sus cumpleaños con botellones de Mercadona, hay un caminito reservado para los que van despacio, los más viejos del barrio, que tienen más miedo de caerse que de sentarse al lado de un porrero. Sus piernas torpes, sillas y muletas agradecen la planicie del sendero, y como una vez llegan no tienen prisa eligen bien los bancos. Estos días se sientan en los que da el sol, y con el calor se irán a los que corre el aire y con vistas a la avenida, por la que van y vienen gentes y coches pendientes del reloj.

Hay un tío de treinta en chándal con la gorra del revés, sentado despatarrado en un poyo. “5000 pavos me han jodido”, dice a alguien por el móvil. Unos pasos más allá, una quinceañera, preciosa, con ropa de verano, mira con ansiedad el wasap. Alguien no llega a tiempo, y cuando se vaya el sol, caerá de golpe el invierno en el parque. Pasa un señor con un perrillo, que se acerca a las zapatillas de la chica. Le disculpa el amo: “Es que quiere que le saluden. Cuánto le gusta que le acaricien, bueno, como a todos, ¿no?”.



martes, 19 de febrero de 2019

Querido/a

Observo que en ciertos círculos, digamos culturales, se extiende el tratamiento "querido/a". No "querido menganito", sino "querido", en plan adjetivo sustantivado, o como se llame ahora. La cosa da un color un poco aristocrático a la conversación, suena como "soy sumamente cordial contigo, pero me importas una higa". No sé a qué obedece esto de la profusión de "queridos". ¿Hay instrucciones al respecto? ¿nos queremos más que antes?

lunes, 11 de febrero de 2019

Los otros

Llevo un rato mirando esta foto. Son los Mochida. Están esperando el autobús que les llevará a uno de los centros de internamiento para ciudadanos japoneses creados en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. En sus maletas está todo lo que les dejaron llevarse tras ser obligados a abandonar su casa y su vivero, en California. El equipaje y ellos mismos están marcados con etiquetas. Estos niños eran americanos, tanto como cualquiera, pero también japoneses. Como en la historia de aquella película de Spencer Tracy. Los nuestros, los otros.


domingo, 27 de enero de 2019

"Flores"

Florencio, " Flores". Ese día cerraba el bar. 1994. Siempre iba elegante, "no voy a estar en la barra en mangas de camisa". Decía que las cualidades del buen camarero eran muchas. La primera es la sonrisa. La foto, de Arcadio.


domingo, 6 de enero de 2019

Yo fui paja

Yo un año fui paja, bueno, la paje, si respeto el diccionario y considero que paje, ese puesto que tradicionalmente ejercían los hombres, puede considerarse como un sustantivo de genero común. Pero voy a ponerme burra –y no la burro, porque burros hay de los dos géneros–, y diré que yo fui paja. Aquello ocurrió a principios de los noventa, bajo el séquito del rey Melchor, que no Melchora, al menos aquel año. A mí la verdad me gustó que fuera Melchor, y además el que estaba bajo las esponjosas barbas desde entonces es mi amigo. Creo recordar que fue ese enero la cabalgata en la que se estrenaban los fantásticos trajes que dibujó y cosió Herminia, con el apoyo de Nati, de Agenda, unos ropajes brillantes y a la vez respetuosos con la tradición, como debe ser una cabalgata, que se construye con memoria y sueños.

Bueno, que me desvío. Fui paja, y me pusieron un tocado que era como un cono del revés, un peto de terciopelo y un blusón con bordados adamascados, y me pintaron los ojos profundos y las mejillas doradas, y yo creo que los niños no sabían si ese día yo era una paja o un paje, o un selenita recién aterrizado. Y repartí caramelos, y recogí cartas (todavía escriben cartas los niños, y pueden esperar varias semanas deseando la misma cosa. Señor, eso sí que es un milagro). Y había niños vestidos de pijos, porque a los cuatro años no se puede ser pijo por uno mismo, y niños de chándal, y uno no muy bien puesto al que la ropa le venía grande, acompañado por su hermano mayor, mayor de ocho años, que se quedaba un metro más atrás del trono, como disculpándose. Porque cuando los niños se creen mayores piensan que lo saben todo –aunque en realidad sepan menos que antes–, solo porque un amigo les susurró que Melchor llevaba unas gafas demasiado modernas para venir del Oriente, y entonces comienzan a atravesar una edad muy difícil, que conviene que no dure toda la vida, en la que les avergüenza coger caramelos y creen que sus deseos no merecen ser escuchados.

Y aquella cabalgata de los noventa fue muy bonita, y encima no había tantos padres haciendo fotos con el móvil, chafando la emoción del momento. Y mi Melchor se portó bien y no dio demasiado la vara a los niños con eso de que fueran buenos, porque sabía que ya lo eran. Y podría haber sido perfecta, esa y cualquier otra cabalgata, si hubiéramos comprendido por fin que los regalos que pedíamos no eran para tanto, que ni nos hacían falta ni nos importaban un comino. Y es bueno saber que ninguno de todos aquellos niños que dejaron la carta en mi cesta –los del chándal, los príncipes destronados, los esmirriados, los gorditos, los solitarios–, ninguno recibió aquella noche lo que deseaban, aunque sobre sus zapatos estuviera completo el pedido que habían escrito. Porque al final ninguno sabía lo que quería, ni ese año ni al siguiente, ni ningún otro. Hoy, por ejemplo, caigo en la cuenta de que el regalo que tuve aquel día de Reyes fue ser paje, bueno, paja. Sin más.



miércoles, 2 de enero de 2019

Listas de un año


Repaso las listas de noticias del año, de bodas del año, de muertes del año, de películas del año, de libros y hasta de vestidos del año. Descubro que no me he enterado de nada, debía estar distraída pensando en las noticias, bodas, muertes, películas y libros de otros años. Tampoco me esfuerzo por retener esa información; al fin y al cabo, el 1 de enero llegará con candidatos a las nuevas listas, las de 2019. Esas sí que serán buenas, e incluso habrá listas para votar en mayo, que siempre es un aliciente.

A los que estamos en facebook, sin hacer nada, terminando diciembre se nos obsequia con nuestra propia lista de lo más importante del año, con la media docena de fotillos y tonterías que se te ha ocurrido subir. Una lista en la que nosotros mismos somos el número uno, y el dos, y el tres. Aunque hayamos tenido el año más anodino del mundo, facebook nos dice que somos el no va más, los niños más bonitos de nuestra casa. Veo qué lista me ha preparado facebook, a ver si me entero de qué he hecho estos doce meses antes de estar otra vez en esta silla comiendo las uvas. ¿Hubo algo relevante? Puede, pero no está en la lista. No reluce demasiado.

Para poner orden y sobre todo sentido a estos doce meses, con sus treinta días más o menos cada uno, haría falta ser un verdadero genio. El tiempo va que vuela, pero 365 días sin saber por dónde andas se hacen eternos. Los que nos quieren vender la burra lo saben y no hacen más que ofrecernos herramientas para domesticar nuestro caos. Agendas y calendarios para citas y tareas, manuales para ordenar los armarios, programas para almacenar millones de fotos, relojes para decirnos cuántos pasos damos, cacharros para aligerar el peso de esta memoria de mercadillo, la lista de canciones que has escuchado este año y la que te va a gustar la próxima semana, y alertas del móvil para saber a quién toca felicitar cada día, sea por su cumple, por su divorcio, por sus diez años de trabajo o por sus quince años buscándolo.

Decía E.M. Forster* que la mayoría de las antologías literarias eran una castaña y no aportaban nada. En teoría quieren simplificar lo complejo para atraer lectores, pero en la práctica es raro que después de un resumen quieras leer las mil páginas de la obra completa, y ahí está la prueba con Ruy el pequeño Cid, que a muchos nos bastó para hacernos una idea sin pasar por el castellano antiguo. Apuntaba Forster que para crear una buena antología hacía falta ser un bicho raro con talento excepcional. Y mencionaba a Aldous Huxley, que recogió en un libro, Textos y pretextos, citas literarias siguiendo su impulso vital, agrupadas en temas tan duros como "Hipocresía", "Tortura", "Miseria" o "Huida". O sea, creó un nuevo orden a partir de tocar fondo en el desorden de su existencia, que seguramente es la única y arriesgada forma.

Pero nosotros no somos Huxley, aunque puede que ya estemos viviendo en su mundo feliz, con nuestras pastillitas correspondientes. Así que nos rendimos al resumen, al libro de citas, al disco de recopilaciones y al resumen de un año que no hay quien entienda, como ocurrió con el pasado o el anterior, aunque nos esforcemos en buscar una lógica y que encima nos de la razón. ¿Qué ha sido lo más importante de este año que se va? Que seguimos aquí, supongo.

*Las charlas de E. M. Forster en la BBC. Publicado en Alpha Decay







martes, 1 de enero de 2019

Silvestre

Hoy 31 de diciembre es el cumpleaños de Silvestre. Le entrevisté hace bastantes años y no sé si sigue vivo (había nacido en 1928), si continúa en su taller de Cuevas del Valle, trenzando mimbres, puliendo maderas y arañando el "arrabel". Esta copla estaba en la cinta que grabé en aquella visita. El sonido no es bueno, pero creo que guarda algo primitivo y auténtico. Un regalo para acabar este año y empezar el siguiente. Feliz 2019.