lunes, 26 de febrero de 2024

Con un par de cajones

Que te guste la fruta es una moda, pero los cajones son un clásico. Raro es el día que no escucho a uno decir “porque me sale de los cajones”, o amenazar “con un par de cajones”. Las razones son una cosa complicada y aburrida, mientras que los cajones son el atajo seguro para hacer justo lo que te sale de los ídem, claro está. Los partidarios del cajón hablan tan fuerte que hay días que parecen mayoría. Con sus consignas, reconocen abiertamente que en la cabeza tienen serrín, por lo que es su cajonera la que está a los mandos.

A veces, una se viene arriba y también suelta eso de “porque me sale de los cajones” y, oye, relaja. Aunque enseguida te quedes muda y pienses que eres tonta dos veces, porque ni los tienes, ni ves ningún valor al argumento. Antes, teníamos políticos aburridos, unos hablaban bien y aburrido, como Herrera, y otros directamente aburrido, sin bien. De la escuela de entonces ya solo nos queda Carriedo, el hombre en España que lo hace todo; departamento a departamento y sin inmutarse, es el secundario perfecto. El banquillo se ha ido nutriendo de nuevas voces, y para que te hagan caso tienen que ser de soprano por lo menos.

Esto no es de ahora. Ya en la Sima de los Huesos habitaron individuos que apostaban su salud y capital a los cajones, y decidían la selección natural a bastonazos. La civilización ha sido básicamente una contención de cajones para lograr un cierto equilibrio entre los que van con el arma por delante y los que, por debilidad o ¡increíble! sensatez, optaban por procurar un acuerdo. Por eso Liberty Valance es un western crepuscular, que da un paso adelante, más allá del duelo al sol.

En España no teníamos en el XIX cactus con flores, pero tuvimos a Espartero, famoso por los cajones de su caballo, el que está a la puerta del Retiro. De Espartero dice Raymond Carr que era “políticamente simplista, vulgar de mentalidad, y con voz estentórea, con consignas difíciles de traducir en acciones políticas concretas. No ambicionaba más que ser un héroe permanente”. Demoledor resumen que bien serviría para tanto político revestido de influencer en este ruidoso siglo XXI.

Estos carcamales, pese a que muchos no han cumplido los cuarenta, que cada dos por tres comprueban que su cajonera está en su sitio, como Torrente, a veces dan risa. Pero también, a partes iguales, dan miedo, y a esa carta juegan, sabiendo que entrar en la lucha de cajones significaría ponerte a su mismo nivel, y la mayoría ni estamos por la labor, ni debemos hacerlo. El ruido permanente, sin embargo, no es inocuo, nos contamina, y encima impide dialogar y mejorar las cosas. Por ejemplo, a mí me gustaría tener claro de quién son las competencias de la estación de autobuses, no quién es la más sinvergüenza de las partes implicadas, o si se cumplen correctamente los procesos con los inmigrantes sin papeles. Todo es mejorable, todo se puede plantear, es más, debe plantearse, nada puede darse por sentado. Pero con razones, no por cajones, por muy cuadrados que los tengan. Porque si no puede dar la impresión de que lo único que persiguen, como Espartero, es poner el foco sobre sí mismos, aunque sea a costa de desacreditar globalmente a un sello tan valioso en todo el planeta como es Cruz Roja.

La gente que presume de valor me recuerda a la historia que contaba Gila sobre La Pasionaria. La había admirado cuando estaba en el Frente, y le dolió cuando, estando en un campo de prisioneros para republicanos, les llegó la noticia de que muchos políticos, entre ellos Ibárruri, habían huido al extranjero al finalizar la guerra. Muchos años después, ya felizmente en democracia, alguien le reprochó que él, como tantos artistas, hubiera llegado a actuar para Franco en La Granja. “Le recordé que yo me había quedado en España para morir de pie y terminé viviendo de rodillas, eso le cerró la boca de golpe”. Porque valor, y mucho, hace falta para vivir una vida sin insultar ni pisar el pie al resto, por muchos cajones que tengas.

lunes, 19 de febrero de 2024

La radio de noche

Cuando se queda afónico el último tertuliano, cuando se despiden los narradores de goles, la radio sigue hablando, y unos poquitos seguimos al aparato. No veo cifras, pero si en Castilla y León contabilizan cerca de 800.000 los radioescuchas en total, extrapolando porcentajes de madrugada sumaremos con suerte ¿40.000? Pensándolo bien, es una cifra notable, mayor que el padrón de alguna capital de provincia o cabeceras de comarca. La radio acompaña siempre a conductores y gente que trabaja a turnos, pero también a muchos insomnes y trasnochadores. Seguir el ritmo de 8-8-8 horas para dormir, trabajar y existir, no está al alcance de todo el mundo, y con los años todavía menos. No es cuestión de tener la conciencia tranquila o no, es sencillamente que no te duermes. O que te despiertas tras el primer sueño, a las dos, con ese enorme agujero negro de cuatro horas por delante. Entonces, abres la escotilla a la radio, para que colonice tu cabeza con sus cosas y adormezca a las propias.

Las alondras diurnas no saben nada de esta empanada onírica que es la radio de noche. Es un espacio lunar, sin apenas referencias temporales ni geográficas: no sabes si te están hablando desde La Cistérniga, desde la Ría viguesa o un búnker en los Monegros. Por la noche apenas se identifican las emisoras, no hay señales horarias, las noticias están ausentes. Solo hay música y voces. Hay música atronadora para los que quieren vivir dopados en su tripi de juerga continua, pero también espacios para sonidos desplazados de la pianola dominante, desde la zarzuela al rock progresivo. Pero sobre todo hay voces. Muchas voces cercanas de locutores y también de oyentes que llaman y cuentan cosas simples, o complicadas, de su vida sentimental. Y luego, otros llaman para opinar de los primeros. El amor sigue siendo el gran tema en la radio nocturna, no la decoración de interiores, ni la comida sana, ni cómo mantener firmes los antebrazos. Gente solitaria que se come el tarro sin fin, y otra que le responde con sorprendente vehemencia sobre lo que debería ser una relación ‘normal’.

Si te aburres, puedes seguir la travesía por otras frecuencias. Cuando la desesperación aprieta, hay varias emisoras religiosas, con mensajes que a veces consuelan, pero otras desasosiegan. Alguna ni siquiera deja claro a qué iglesia pertenece. A las tres te adormilas y a las tres y cuarto de pronto hay un señor mayor indignado con el Gobierno, alentando a la sublevación de las masas desde las ondas. El sopor llega de nuevo, y a la media hora despiertas y sigue insistiendo, dándose la razón a sí mismo, y de pronto invita a leer a un niño un trozo de la historia del cerco al Alcázar de Toledo. Sí, todo esto es la radio nocturna, y a veces lo que escuchas es tan extravagante y lunático que no sabes si se radió, o si estabas soñando.  Esa docena de emisoras que siempre se mencionan son solo una parte de la marea de voces que llena el dial, y si sumas las radios de internet y los pódcast me pregunto si de noche hay más gente hablando que escuchando.

A las cinco, y cuánto cuesta llegar a las cinco, poco a poco la radio se va recomponiendo. Las emisoras clásicas van recuperando la consciencia, y con ellas nosotros. En esa franja de estiramientos radiofónicos es fácil encontrar un programa útil, con especialistas en economía, empleo, tecnología, salud. Y, ya conscientes de que somos un cuerpo, cansado y torcido tras la noche toledana, pero cuerpo al fin, y no solo una mente perdida en el espacio sideral, nos sincronizamos con las señales horarias y los primeros informativos. Al poco suena el propio despertador, y entonces eres tú la que tienes que ser noticia y salir de la nube. La noche ha sido larga y la mañana fresca se agradece. En la cafetería, alguien comenta que esta noche no ha pegado ojo, y te haces una idea.

 

 


lunes, 12 de febrero de 2024

La llama del artista

Escribo esto sin saber qué pasó el sábado por la noche. Como la carroza de Cenicienta, la Feria de muestras en un par de días volverá a ser un cascarón vacío, con butacas, tablones y moquetas apiladas. Como una gigantesca obra de teatro, todos representaron su papel, y no solo los actores, que son profesionales de aparentar lo que no son, y hasta de parecer cómodos con zapatos estrechos y vestidos prestados y tiesos, ajustados con imperdibles. También los políticos actuaron, y ojalá fuera sin estridencias, porque Valladolid no se lo merece.

Los Goya existieron intensamente, pero solo un rato. Por el contrario, las películas permanecerán. Hoy lunes, en tu móvil, puedes ver una película de los años treinta con el carné de la biblioteca, sentado tranquilamente en tu casa. Aparecen actores maravillosos que hace mucho que murieron, desde la bella protagonista hasta el impecable secundario que hacía de mayordomo. Cuando pienso en actores no pienso en glamour, sino en una vocación salvaje que los arrastra sin remedio. Leo que hoy hay un centenar de chichos y chicas que estudian interpretación en la Escuela de Arte Dramático. No creo que sus padres les digan “Muy bien, hijo, tendrás la subvención asegurada, pasarás todo el día a la bartola, eligiendo vestuario y sonriendo a los fotógrafos”. Se preguntarán si no habría un camino más fácil y seguro, para luego aceptar, porque los aman, que cada persona se construye a su manera, y a veces de una manera extraña, pero hermosa. Eso ha sido así de siempre, también para Concha Velasco, aunque luego cantara a voz en grito “mamá, quiero ser artista” para alejar los temores.

Buena parte de los actores abandonan, no por ser menos talentosos, sino por carambolas y mil circunstancias, entre las que la principal es no morirse de hambre. Decía Antonio Resines que el 80 por ciento de sus compañeros gana menos de 6000 € al año, que completa con trabajos de supervivencia, para seguir intentándolo en el próximo casting. Del resto, muchos son mileuristas, y solo unos poquitos, un puñado de suertudos, juegan en Primera. E incluso ellos están toda la vida expuestos a la crítica constante, y la desasosegante sensación de que eres un impostor y que pronto te olvidarán. Sí, las películas son un artilugio caro de hacer, en el que los actores son solo una pequeña parte del empleo y del negocio, y cuentan con algunas subvenciones. Y sí, algunas son malas, y de esas malas unas pocas hacen taquilla y otras ni eso. Pero también hay perlas que nos divierten, y nos entristecen, y nos hacen conectar con nosotros mismos comprendiendo un poco este absurdo mundo y a sus pequeños habitantes. Porque las buenas películas ni sermonean ni te toman por tonto. No te preguntan a quién votas. Te ensanchan por dentro, para que entre el aire y te oxigenes.

Los abuelos empleaban mucho la palabra artista. El artista podía ser el zapatero que había encajado una pieza de cuero mínima en la puntera reventada de una bota, o una señora que hubiera completado las colchas de ganchillo para el ajuar de las hijas. Cuando decían “menudo artista” era lo contrario, un jeta que aparentaba lo que no era. Algunos se han quedado en esa acepción, cuando la inmensa mayoría encajan en la primera. La llama del artista se alimenta con miles de horas de trabajo de artesano, pequeñas ñapas para subsistir que, con suerte, te permitirán acercarte un par de veces a un buen papel. Una ráfaga de fama, quizás un cabezón de esos, y luego bajada fulminante al desierto de la búsqueda, a la inseguridad total sobre lo que vale uno. Los que persisten -porque tienen suerte, o porque la vocación les arrastra tanto que se construyen una vida modestísima en torno a ella-, con el tiempo descubren que ser artista revelación no es un premio. Es una hoja de ruta para una carrera de fondo.

 

 

lunes, 5 de febrero de 2024

La sección de avisos

En EGB, a la tutora se le ocurrió añadir a los cargos de delegada y subdelegada del aula un premio de consolación: delegada de prensa. Me agencié la plaza, que nadie más reclamó, con el único mérito de que en casa se compraba el periódico y podía recortar una vez a la semana un par de noticias ‘importantes’, para fijar con chinchetas en el corcho. Fuera por interés del público o por el oficio que adquirí en aquellas prácticas, comprobé que lo que mejor funcionaba era combinar un titular de los de la portada -recuerdo viajes de Juan Pablo II, unas elecciones generales o el festival de Eurovisión-, con el recorte de la sección de avisos. La noticia importante daba caché, pero los avisos recogían todo lo que se movía en la provincia. Eran útiles, y además avisaban, es decir, invitaban a participar.

En el siglo XIX, en plena ebullición de la prensa de papel, había decenas de cabeceras que se bautizaban así, Diario de Avisos. El Avisador se llamaba también uno de los periódicos que fue germen de El Norte de Castilla. Aquellos tabloides con letra minúscula, sin fotografías ni más diseño que un fino ‘filete’ que separaba recuadros, rebosaban de avisos de acontecimientos mínimos, pero significativos para la vida local. También anunciaban que el alcalde de turno prometía ir a Madrid para lograr que el ferrocarril llegara por fin a la ciudad, pero apenas le dedicaban unas líneas más que a la próxima subasta de ganado, la rogativa por la peste, el estreno de un teatrillo o la reunión de ahorradores de la caja provincial. Es obvio que el ferrocarril moldeó la historia de Valladolid de un modo extraordinario, y que el resto de avisos son hoy irrelevantes. Pero permitieron al lector ser protagonista, mientras que, del viaje del alcalde, el único testigo y portavoz fue él mismo.

Hoy, las secciones de avisos, o de agenda, ocupan un lugar discreto, casi siempre en las páginas finales de los periódicos. Confeccionar la portada es difícil, pero completar una buena página de avisos también lo es, y no disfruta de tanta consideración periodística. Cuando la ciudad es grande, y Valladolid lo es, resumir lo que pasa cada día es imposible. Sí, todo está en internet, pero las redes son un caos: pruebe a buscar qué conciertos hay esta semana, o si hay una conferencia el jueves. Con sus limitaciones, con sus errores, que alguno habrá, la pequeña agenda del periódico local es un oasis de concreción y realidad en medio del drama o a veces vodevil del ruido informativo diario. Porque todo lo que recoge es verdad, y pasa el día y a la hora convenidos.

Los políticos parece que dedican todos sus esfuerzos a hundirse entre ellos, pero no se engañen: a lo que dedican más esfuerzos es a que su agenda paralela suplante a la agenda cotidiana, la que marca la vida de la inmensa mayoría de nosotros. Cada tarde mandan un rosario de convocatorias que ningún medio de comunicación tiene plantilla suficiente para cubrir. No hay tiempo material para salir por la calle a ver qué está pasando, porque en las redes parece que pasan cosas que apenas pasan, o no pasan en absoluto. Y contra la sección de avisos, nuestros representantes se cuidan mucho de aclarar ni el día ni la hora en la que ocurrirá todo lo bueno que anuncian, o lo malo que vaticinan. Vamos, que parlotean sobre la marcha, y unos cuantos de ellos con mal estilo, en las formas y en el fondo.

Cuando alguien me dice -y por desgracia son muchos en estos tiempos sombríos-, que no puede con las noticias, contesto: coge el periódico y empieza por el final. Por el tiempo, la cartelera, los avisos. Luego lo local, lo de andar por casa. Y echando valor, aunque sea con los ojos entornados, los titulares grandes, no sea que haya elecciones y que todavía no te hayas enterado.