jueves, 30 de diciembre de 2010

El Día del Año

Este año no me he podido concentrar en las navidades. Puede que sea cosa de la edad, pero no me ha salido ni a propósito la típica coletilla de buenos deseos, aunque no abrigara ninguno malo contra nadie. He puesto el árbol, he puesto el nacimiento, he comprado regalos y mazapanes, y nada. He escrito felicitaciones, pero todavía no las he echado al correo. He escuchado a los niños de San Ildefonso, y un par de canciones de Raphael. He comido de más y sin ganas, he bebido sin querer y me ha dolido la cabeza al día siguiente. He pensado en el establo de Belén, en la pobreza, en amar a los otros… Pero no he podido concentrarme.

Cuando era pequeña sí podía. Me quedaba mirando el niño Jesús del belén y me daban ganas de abrigarle, o el brillo de las lucecitas bajo los espumillones. El olor del musgo, del pedramol y las acículas de los pinos me llevaban a la Navidad. Ahora, no. Es como las tiendas de regalos y decoración, que recrean hogares ideales, y vas y compras una docena de copas azules, y resulta que cuando llegas a casa se dan de patadas con tu utilitaria vajilla. También me cuesta mucho más que antes soñar despierta. Sí, puede que sea eso. La capacidad de soñar, que se estrecha. Este año no he tenido ese sueño, el rojo y verde de la navidad.

Sin embargo, deseo de todo corazón que 2011 empiece con el pie derecho, o con el izquierdo, o con un salto combinado de ambos. En eso creo que esta vez hay consenso: necesitamos un año nuevo. La Nochevieja está sobredimensionada: no es más que eso, una noche ya pasada, como un matasuegras espachurrado. Hay que concentrarse en lo que ocurrirá después. No conviene que la resaca consuma las energías la mañana del día 1, el Día del Año, como lo llaman en Valladolid, concediéndole la relevancia que merece. Feliz Día del Año.



PD. Enlazo un vídeo del Bustamante verdadero, de nombre Julio, con un mensaje claro y diáfano. Hay tres cosas que no se deben perder: el corazón, los sueños, la cabeza.


lunes, 27 de diciembre de 2010

La iglesia del frío

Como el año pasado, el 26 de diciembre estaba en Segovia y fui a San Esteban. La iglesia de la torre más bonita de la ciudad, cerrada al culto hace una década, abre una sola vez al año, el día de su patrón. Parece imposible que cierren el sitio donde fue bautizado o hizo la primera comunión, pero así fue. Hubo razones convincentes: los feligreses eran pocos y el templo, demasiado grande y frío, los sacerdotes tampoco sobraban, y muy cerca había otras parroquias que les podían acoger, como así lo hicieron, sin problemas.

Los últimos vecinos de los pueblos pequeños arrastran a su marcha casi todos los enseres de sus casas; pero en San Esteban todo sigue allí, tras las verjas del atrio, tras las puertas cerradas. Es como si un Vesubio glacial hubiera congelado el templo, y yo fuera la primera en volver a entrar en él, pasados los años. Hay polvo, pero el altar sigue brillando, como entonces; ha cedido la tarima, pero la luz de las ventanas continúa iluminando a la Inmaculada; los techos peligran, pero el Cristo románico no deja de extender su mano de madera. La pila bautismal, el cuadro de la Fuencisla, la bola que en su día fue sustituida en lo alto de la torre, el órgano precioso que nunca fue restaurado, los confesionarios que escucharon nuestros pecados, y el desasosegante cuadro que representaba a las ánimas del Purgatorio. Ahí están. Ni siquiera se ha marchado en todos estos años el aire frío de una iglesia que nunca tuvo calefacción, en la que apenas unas cuantas estufas de butano animaban a ocupar los bancos.

Poco a poco va entrando gente. A la mayoría les conozco de vista desde la infancia, residen o residieron en este barrio cuando no era casco histórico, sólo un barrio. No hace falta convocarles, porque saben mirar al calendario. El 26 de diciembre San Esteban está abierto. Hay unos pocos vecinos serviciales que se han ocupado de adecentar el templo para que luzca casi como siempre, como lo recordamos, porque nunca fue nuevo. San Esteban era especialista en achaques: incendios, rayos, remodelaciones de su torre. Nunca fue una iglesia perfecta, su nave era muy grande y desangelada, de muros encalados y desprovistos del encanto del románico. Pero su torre era –es– única, y en tiempos la rodeaba una gran plaza de arena en la que jugaban los niños, sin coches a la vista.

Se han ocupado buena parte de los bancos, como en los mejores domingos del templo. No sé si los que estamos aquí hemos acudido por devoción o por nostalgia, quizás por ambos motivos. Por comodidad, desde luego, es imposible. En la iglesia del primer mártir el frío es intenso, y más aún debe tener el obispo, que hoy oficia junto al párroco. Los feligreses se ponen en pie y comienzan a cantar, con voz grave, “Ay del chiquirritín”. Siento una continuidad extraña, un hilo que me une con el pasado y que gravita en ese sonido, manso y monocorde. Encuentro un nuevo sentido a la palabra “misterio”. Sí, debe haber algo misterioso, anterior al razonamiento. San Esteban es una iglesia cerrada, pero no abandonada.

 

lunes, 20 de diciembre de 2010

Valladolid en la cartera

Hay bastantes posibilidades de que usted lleve en su cartera algo de Valladolid, y no me refiero a una fotografía dedicada de su alcalde. Mire bien; ahí, en el décimo del sorteo que se celebra el día 22. Sí, ese cuadro, esa adoración de pastores está en Valladolid, en la iglesia del Salvador, cerca de la Plaza de España. Conocía el templo porque en enero se reúnen a sus puertas decenas de perros, gatos, periquitos y otras amadas mascotas para recibir la bendición de San Antón, pero nunca había entrado en la capilla de San Juan Bautista. Es la vida de éste la que se narra en los relieves del retablo, flanqueado por dos óleos sobre tabla, uno sobre la adoración de los Reyes y el otro, la de los pastores, la que protagoniza los décimos de la Lotería de Navidad. Desconozco si por esa circunstancia los vallisoletanos habrán comprado este 2010 más participaciones, pero dudo que nos superen en la afición a los segovianos, y no digamos a los sorianos, que son el colmo lotero de la región y del país.

Me avergüenzo: un año más llevo demasiada lotería pero ¿tengo yo la culpa de que Segovia no lograra ser autonomía uniprovincial? Pues no, alguien decidió que fuéramos nueve provincias, y conozco a gente en todas, así que multipliquen. Todos los décimos comprados de mano en mano, porque una de las cosas que más vergüencilla dan es hacer cola en una administración de lotería, salvo que uno esté de turismo. Me siento mal por haberme gastado demasiado en una inversión tan arriesgada, y también me siento mal porque encima llevo menos que mis compañeros de trabajo. Porque, seamos francos, el problema no es que no salga tu número, ¡el verdadero problema es que salga el del vecino! Así que, con San Juan Bautista como testigo, pediría que, si no me toca a mí, el Gordo se vaya lo menos lejos a Mondoñedo.



domingo, 12 de diciembre de 2010

Pregunta para un rico

Quería que algún rico me contestara a la siguiente pregunta: ¿duele lo mismo perder el diez por ciento de un sueldo de 1.000 euros que perder el diez por ciento de, pongamos, dos millones de euros? Buscando interlocutor fui la otra tarde al Casino –no al del blackjack y la ruleta, sino al social– con la esperanza de encontrar a algún rico para salir de dudas. El Círculo de Recreo de Valladolid ocupa un espléndido edificio de Duque de la Victoria, a cuatro pasos de la Plaza Mayor y a medio paso de la sucursal de Caja Segovia. Todo su perímetro cuenta con grandes ventanales, ligeramente por encima de la calle, lo que permite una privilegiada observación de los paseantes. Aunque en el piso de arriba están las salas reservadas a los socios, que acogen por estas fechas un campeonato de bridge, desde hace algunos años la cafetería ofrece su barra y sus menús a cualquier ciudadano. Como casi desde mi nacimiento juzgué, tal vez prejuzgué, pequeñas las posibilidades de pertenecer a una institución de este tipo, ahora me hace gracia tomar café en la altísima barra del bar del casino, que te obliga a enderezar la postura, el primer paso para cualquier aspirante a buen burgués.

Suponía yo que en Valladolid, que es como seis veces Segovia, tendría que haber un buen puñado de ricos, y cuando digo ricos digo gente que tiene grabado en sus genes que aunque no haga nada de provecho no necesitará trabajar ni incrementar su patrimonio; rentistas, en resumidas cuentas. Gente rica de siempre, que en la vida se le ocurriría meterse en la mandanga de la política ni en inmobiliarias, porque están en otro planeta, un planeta que no aventuro feliz, porque, a no ser que disfruten de una cabeza hueca, tienen que tener la mar de complicado justificar la utilidad de su existencia.

“Desengáñate”, me decía el frutero, uno de mis confidentes. “Los ricos de Valladolid no están en Valladolid, están en Marbella, en Suiza, donde sea. Que yo sé que en el Real Aeroclub hay un montón de avionetas privadas”. La idea de que todos los ricos anduvieran con su avioneta sobrevolando nuestras proletarias existencias me incomodó, pero bien podría ser cierta. ¿Acaso no es cierto que para buena parte de la población se valora como prestigioso viajar aquí o allá con relativa frecuencia? Sin tener que fichar ni en el trabajo ni en la cola del paro, con un correo electrónico, teléfono móvil y tarjeta de crédito sin fondo, sólo la enfermedad o la melancolía les podrían retener en la ciudad.

En la “Pecera” –como llaman en Valladolid al viejo casino, por ser o haber sido el continente de los peces gordos– ya no hay buenos partidos para casamientos ventajosos. Los ricos ya no se solazan de sus haciendas acudiendo cada tarde a ojear la prensa económica a los salones afrancesados del casino; los ricos son evanescentes y sólo se perciben sus movimientos a través de los dígitos bancarios. Nacen como nosotros, pero no van a la compra, ni se meten los bajos de los pantalones, ni presentan en mano su declaración de hacienda. Tienen miedo, como nosotros, pero de otras cosas, y al final, compartimos el mismo espacio, el de una página con esquelas en el periódico local, aunque la suya sea mucho más grande.

Salgo de casino, mientras un grupo de socios cruza la puerta giratoria, y entrega sus abrigos en el ropero. En el vestíbulo encuentro un tablón con datos sobre la evolución de la Bolsa. Un señor sonríe y me comenta que no están actualizados, que no me fíe. Le pregunto que si los socios del casino son gente rica. “En estos tiempos, ya no son ricos ni los ricos”, sentencia. Puede ser. Los ricos ya no se tienen por ricos, y los pobres siguen sabiéndose pobres.