jueves, 24 de diciembre de 2020

La cola silenciosa

Podríamos resumir Qué bello es vivir como la historia de un hombre derrotado que quiere morir, hasta que un ángel le hace ver que su vida ha sido hermosa y necesaria. En parte la película de Capra es eso, pero no solo eso. Este clásico, cosido como pocos a la memoria navideña de varias generaciones, cuenta también cómo un pueblo, Bedford Falls, lucha para superar la larga depresión económica de los años treinta, tras el crack del 29.

George Bailey se ve como un fracasado, que ha arrinconado una y otra vez sus sueños para hacer lo que debía: proseguir la tarea de su padre al frente de una pequeña compañía de préstamos que ha permitido a sus empobrecidos vecinos “nacer, vivir, trabajar y morir al menos en una casa, con una habitación, una cocina y un baño”. Humillado y hundido por diversas circunstancias, George se ve incapaz de seguir adelante, y es entonces cuando Clarence, ese ángel maravilloso en gayumbos, un “ángel de segunda clase”, le muestra por qué cada vida tiene su sentido, aunque el ahora a veces ahogue e impida ver más allá.

He visto decenas, puede que hasta ya más de un centenar de veces la película. Con los años, más que la presencia del ángel Clarence, lo que más me maravilla es la gente, los vecinos de George. Desprotegidos de todo, no tienen otra que tomar las riendas de sus propias vidas. Hay un momento cumbre, cuando por las malas artes del rico del pueblo quiebra la compañía de empréstitos.

Todos los que han ido ingresando mes a mes un puñado de dólares para respaldar la construcción de sus casas, y a la vez las de sus vecinos, se agolpan en la puerta de la oficina de los Bailey, asustados. El primero de la cola lo deja claro: “Quiero mi dinero. Todo”. Y no cambia de parecer, aunque George le diga que, aunque es verdad que el dinero es suyo, no puede dárselo en este momento; que está sirviendo para financiar su propia casa, y la de todos sus vecinos. Da igual; el hombre insiste, y hay que dárselo todo.

Detrás llega una vecina que pide con humildad solo “17 dólares con cincuenta centavos”, la cantidad exacta que precisa para seguir adelante. A partir de ahí, cambia todo, y -ahí está el auténtico milagro- cada cual acepta menos de lo que pretendía. Reclama lo que estrictamente necesita, y eso permite salvar la caja, y también garantizar que la compañía y las viviendas de todos sigan adelante.

Esta escena es hoy mi preferida de toda la película, porque para lograr hazañas no se requiere de ángel alguno, si no de nuestra capacidad para ser honestos con nosotros mismos y con los demás. En estos tiempos extraños hemos tenido que levantarnos cada día con una losa muy pesada, que algunos parecen querer “aligerar” a base de ira, de culpas, de victimismo. Cada informativo está lleno de colectivos -o territorios- que piden “lo suyo”, sin entrar en detalles sobre de dónde se saca o cómo afecta al resto que se atiendan sus demandas. El “quien no llora, no mama” ocupa un espacio privilegiado en las noticias, lo que siempre resulta molesto, pero en estos momentos de necesidad extrema las demandas de algunos resultan directamente impúdicas. Sobre todo, porque los más débiles ni siquiera tienen portavoces que les defiendan.

Otra cosa que ustedes no encontrarán en Qué bello es vivir es a ningún político ni representante de colectivo alguno prometiendo lo imposible y echando la culpa a todos menos a ellos mismos cuando, como es previsible, no puedan cumplirlo. Claro que en los tiempos de George Bailey nadie esperaba nada de los de arriba porque la protección social era inexistente, y ahora por fortuna sí la hay, aunque tenga sus limitaciones. En este momento crítico, más que en ángeles quiero creer en que nuestros representantes, en lugar de preocuparse por ser los más guapos y votados, tomen decisiones justas y honestas. Que aten corto a los Potter de turno y a los bocachanclas que de-todo-se-quejan-y-todo-lo-quieren, y se ocupen de los del pelotón, de esa mayoría que hace pacientemente cola en silencio. Y Feliz Navidad, Bedford Falls.


 

 

lunes, 5 de octubre de 2020

Novelas y cuentos

No hacía mucho que había terminado la guerra, y la supervivencia era todo un arte. Había un señor en el barrio de San Marcos al que los vecinos conocían como ‘el periodista’, porque iba de casa en casa prestando unas novelitas en papel de periódico, a cambio, es de suponer, de alguna propina, fuera céntimo o algo de comida. También dejaba un ejemplar en la puerta de mi abuela. Con cinco hijos a cuestas, no sé si encontraría un momento furtivo para leer esos ejemplares que prometían amores, intrigas, desdichas y aventuras. Al menos, esa entrega semanal le recordaría que había otros mundos, en alguna parte.

Hace tiempo compré una de esas revistas en una feria de libro viejo. Era de la Revista Literaria Novelas y cuentos, la más famosa de las colecciones que se editó en España en esos años. Fue fecunda: 1842 números, desde 1926 a 1966, un hilo solo interrumpido durante la guerra. El número que encontré era de la última época, una obrita de Stefan Zweig, que sigue en las librerías hoy en una buena edición, con papel de calidad. Pero las palabras y esencia ya estaban ahí, en esas páginas de papel prensa, tosco y amarillento.

José Nicolás Urgoiti, el impulsor del proyecto, se marcó el objetivo de llevar la lectura de calidad a la mayor cantidad posible de lectores. Una meta ambiciosa, porque entonces no había libros en las casas, si acaso algún volumen religioso. No fue hasta los setenta cuando llegó el libro de bolsillo, y la colección de clásicos de Salvat llenó las baldas de los aparadores de toda España.

Pero es que hablamos de 1926. El primer número de Novelas y Cuentos fue Un asunto tenebroso, de Balzac. El segundo, La guerra de los mundos, de Wells, por 20 céntimos. Y así Verne, Chesterton, Poe, Austen, Tolstoi, Goethe, Carlos Dickens o Carlota Brontë, como aparecían sus nombres de pila, en castellano. Y con similar peso, españoles: Baroja, Valle Inclán, Azorín, Galdós… y también contemporáneos, como Jardiel Poncela, Benavente, Fernández Flórez y otros muchos entonces valorados y hoy en el olvido. La isla del tesoro, por ejemplo, vendió 55.000 ejemplares; Jekyll y Hyde, 45.000. Novelitas al acceso de cualquiera, introducidas por unas deliciosas descripciones argumentales, nada pretenciosas: “Un joven inglés, un tanto extraño, vive entre mujeres y no acaba de enamorarse, rodeado de un mundo pintoresco de gentes frívolas” (El cuarto de Jacob, de Virginia Wolf).

La larga vida de Novelas y cuentos, y su enorme labor cultural, no obedeció solo a la nobleza del proyecto, sino también a un hábil enfoque empresarial. Urgoiti compaginaba publicaciones de autores clásicos, a los que no había que pagar derechos, con otros actuales; pese a su espartana publicación, la edición era limpia, y el blanco y negro se compensaba con unas portadas de color de buenos ilustradores, como Manolo Prieto, el creador del toro de Osborne.

Me alegré al encontrar, hace unos meses, un estudio muy reciente sobre la historia de la revista literaria, que recomiendo, con multitud de datos sobre Urgoiti, un apéndice completo del contenido de todos los números y numerosas portadas. Más casualidades: el autor, Antonio González Lejárraba, conoció Novelas y Cuentos en los veraneos que pasó en Segovia, en la casa familiar, puerta con puerta con la sede antigua de este periódico. Sus abuelos, como lo fue la mía, habían sido lectores de la revista, y por suerte guardaron muchos de sus números. Tal como ponía en la portada de una de las novelitas de la serie, de Colette: ‘Recuerdos de niñez en el rincón natal. Es la vida que vuelve cuando no se espera’. Sí, Urgoiti logró su objetivo. Contribuyó a formar el gusto literario de varias generaciones y, lo que es más importante, facilitó que entraran en muchas casas novelas y cuentos que eran, y son, compañía segura en las circunstancias más difíciles.

 


 

martes, 9 de junio de 2020

El mundo sin nosotros


En el soldadito de plomo eran los juguetes los que hablaban cuando los niños dormían. En la ciudad, con el toque de queda, las palomas repasan la hierba como gallinas borrachas, sin prisa. Los jabalíes hozan en los contenedores de basura de las urbanizaciones, y algún corzo se atreve a brincar en el asfalto. En el patio que veo por mi ventana, la vegetación ha seguido sus planes. El ciruelo floreció, la lluvia esparció los pétalos blancos por el suelo y ahora ha regresado la plaga que agarra sus raíces y mengua su energía. Los lilos ya se acorcharon, la camelia se deshojó y cedieron el testigo a las hortensias y a las matas de espliego. Ha llovido como nunca y los setos de boj abrazan los bancos, que aún no sabemos en qué fase pueden ser ocupados, porque no mueven la economía.

Hay quienes dicen que, mientras nosotros no estábamos, la naturaleza recuperaba fuelle, y que ella sola se guiaría con más sentido común que el que nosotros demostramos. Es verdad que somos lobos para el hombre, y para la mujer, y para todo, pero la naturaleza tampoco sabe adónde va. No puede saberlo, nunca lo ha sabido a través de los siglos, aunque es cierto que, en su caso, sin intención ni beneficio, porque no está en su mano controlar ni su generosidad, ni su crueldad.

Pienso en el cuento de la bella durmiente, cuando ella permanece en trance en su lecho, y el palacio se cubre de inmediato de espesísima vegetación. Espinos impenetrables, como un encaje maldito, protegían el camino, e incluso agredían a quienes se intentaban rescatar a la princesa. Pero que de pronto, un siglo o un tiempo que se hizo como un siglo, la maleza se aparta servil para dejar paso al elegido, el que despierta del letargo a todos los humanos del castillo salvaje, y la princesa, y los reyes, y los caballeros, y las cocineras, y los lacayos, y los niños pobres, y los conspiradores del reino, y los ladronzuelos, todos, volvieron a la calle, al sendero y al bosque.

Las gentes confinadas del cuento regresaron a su normalidad tal como eran antes del letargo, sin ni siquiera percatarse de su larga ausencia. Nosotros, cuando podamos salir a cuerpo y vagar sin rumbo por la hierba y por el asfalto, ya no podremos ir tan ligeros, porque hemos sido el pueblo durmiente y a la vez esos guerreros que iban soltando lastre y sumando heridas tratando de avanzar.

Estaría bien que en este tiempo hubiéramos aprendido a entretenernos sin arrasar ni hacer tanto ruido, pero a saber. En todo caso es seguro que la naturaleza ni quiere ni puede guardarnos rencor, porque nos ha regalado todas estas tardes lluviosas para amansarnos mirando por la ventana, en lugar de escapar desesperados, buscando la primavera. O igual también ella leyó cuentos y, como el gigante egoísta, pensó que, si no lo pisa nadie, hasta el mejor jardín termina por no ver sentido a florecer. Sí, estaba muy bella Segovia y puede que el mundo entero sin nuestra presencia. Pero qué miedo daba.

martes, 28 de abril de 2020

Mejor la duda que el relato


Dutton S. Peabody es el dueño, impresor y único periodista del modesto periódico que informa a los habitantes de Shinbone, un poblado construido en medio de la nada. En ese diario de una hoja, plasma lo que ocurre en una tierra en la que todavía rige la ley del más fuerte. Y Peabody lo hace con dedicación, echando mano del valor que le da una botella de whisky. A veces, su trabajo compromete su propia vida, pero su impulso es más fuerte: “es una noticia, y yo soy periodista”.

Ese periodista borracho y pobretón, inolvidable secundario de “El hombre que mató a Liberty Balance”, es el origen de una profesión a la que los tiempos y circunstancias han dejado tiritando, aunque aquí ya no se muera por ella, como todavía ocurre en otras partes del mundo. Con la multiplicación de medios, y con un cada vez más limitado número de anunciantes, el apoyo de las instituciones es desde hace tiempo soporte principal para sostener a cientos de profesionales que viven con sueldos en general muy modestos. Entre la cantinela de los políticos, que con frecuencia terminan por creer que el patio es suyo, el periodista cuela algún verso libre, que es el que hace que la información conserve su sentido. Y así ha seguido bastante tiempo la rueda, con políticos que ocupan buena parte del espacio informativo. Pero nunca quedan contentos, aunque se refleje palabra por palabra lo que dicen o hacen, seguramente porque lo dicen o hacen mal.

Pero resulta que, de un tiempo a esta parte, a la gente no le importa tanto lo que cuentan los medios tradicionales, salvo, quizás, la televisión, que sigue ocupando buena parte de nuestras horas. Ya empezó a notarse con aquellas asambleas espontáneas que surgieron en el 15 M: la gente se movía por mensajes de wasap, por Twitter, por Facebook. Algo pasaba fuera de los cauces habituales, y tuvo traducción en aquellas primeras elecciones europeas. Empezó la izquierda, pero pronto se sumó la derecha, y muy especialmente la más radical, que se ha hecho verdaderamente especialista en enviar estos contenidos.

Mensajes que dan datos parciales, que nos hacen sentir víctimas de la situación, que dividen el mundo en malos y buenos, en vagos aprovechados y sufridos paganinis, y que afirman que todo sería perfecto con solo poner a los suyos en el gobierno. Soluciones fáciles para problemas complejos: menos impuestos, más recursos justo para ti, y, en fin, todo eso que nos halaga el oído. Nos toman por tontos, o peor, por desesperados, y en eso tienen razón, muchos están desesperados.

Total, que ahora no importa tanto que el presidente, el consejero o el alcalde ocupen la portada o abran el informativo, porque luego van a casa y un cuñado les envía un mensaje por wasap en el que quedan a la altura del betún. Noticias de portales imaginarios, tan burdas que a poco que investigues te entra la risa, pero que compartimos sin más, porque te da la razón, porque te hace gracia, porque estás enfadado, o por compartir algo. Y esto es irritante, especialmente en este momento crítico, y poco controlable, porque hay más portales en internet que champiñones.

Comprendo el hartazgo e incluso el temor ante este fenómeno, que no es exclusivo de aquí, ni de ahora, aunque internet lo amplíe. Pero da escalofríos que alguien con responsabilidad política pretenda plantear la situación en términos de parvulario (¿qué prefiere, el fin del mundo, o la versión oficial?), y encima extienda esa sospecha sobre la información en su conjunto. Aunque para algunos la ultraderecha o la ultraizquierda sea todo lo que no está estrictamente de su parte, los medios de comunicación, con sus perjuicios, sus errores y sus limitaciones, hacen su trabajo, sin saber si podrán mantenerse abiertos el próximo mes y teniendo claro que, si fallan, sus responsables dan la cara, con nombres y apellidos. Son los primeros perjudicados por esa avalancha que llega gratis por wasap, que será basura, pero es gratis, porque para inventar no se necesitan redactores haciendo preguntas y tratando de ordenar el caos de la realidad diaria.

Creo que casi más miedo que los bulos –que en su caso deben ser frenados donde se debe, en los tribunales–, sería encontrarme cada mañana en mi móvil, en el periódico, en la radio y en la tele con una única versión de lo que pasa. O que la prensa eludiera contarme lo hay, y se convirtiera en un manual de buenas intenciones y autoayuda. Mucho peor que la realidad, mucho peor que la travesía larga y difícil que adivinamos, sería tener que vivir anestesiados, aislados y tratando de negar los miedos que pasean por nuestro cerebro.

Como describe esa frase terrible de doctor Zhivago, “la vida privada ha muerto en Rusia”: vivir con única versión oficial nos sumergiría en la desolación.

Creo que si algo define a la democracia es poder hacer preguntas, antes, ahora, mientras y después de que esto pase. No pueden suspenderse ese derecho, y la libertad de prensa es la herramienta para garantizarlo. Es muy difícil que un gobernante no acabe confundiendo lo que es mejor para un país con lo que es mejor para su propia continuidad. Por eso tiene que seguir ahí Dutton Peabody, para contar lo que está pasando, con toda la honestidad posible. Porque cuando en Shinbone el único poder era el del pistolero más rápido, la primera pata que comenzó a sustentar la democracia fue un humilde periódico.

miércoles, 8 de abril de 2020

Portavoces y libros

Estos días intento concentrarme en los detalles. No es que no me importe lo que pasa, más bien me importa tanto que nada de lo que leo o escucho me reconforta, ni siquiera me relaja criticar al contrincante. No sueño ya con que nos devuelvan a la casilla de salida, solo busco un poco de luz sobre lo que tengo que hacer mañana, cuando me despierte. Mientras llega mañana, estoy instalada en el día de hoy, en todo el día, en sus 24 horas, la mayoría de vigilia y unas pocas de sueño, un sueño alterado porque el cuerpo está pesado, pero no cansado, y la cabeza en cuarentena permanente.

Así que me concentro en los detalles. De la perorata de los que salen por la televisión –políticos, especialistas, periodistas, y hasta deportistas y cantantes–, apenas capto alguna palabra. Los miro como Robinson observaba a Viernes, deteniéndome en su indumentaria, en su chaqueta, en su rebeca desgastada, en su mascarilla torcida, o incluso en sus labios pintados, porque es así como se enfrenta la gente a la lucha, eligiendo la armadura que les hace sentir más fuertes. Escucho sus voces, afónicas, entrecortadas, o con la impostura de un actor malo. Me importa poco su aplomo o su compostura, que todos sabemos que se puede ejercitar, y comprendo que su frente brille, que les tiemble la mano, que titubeen o que hasta parezca que tienen fiebre, porque últimamente todos dudamos y nos ponemos el termómetro con más frecuencia. Busco que suenen sinceros; no del todo, porque quién lo es, pero sí lo suficiente.

También me entretengo observando las estanterías. Porque durante este toque de queda estamos entrando como polizones en el cuarto de estar de gente que antes se protegía tras un atril, un escenario y un auditorio, y ahora se graba con el móvil, ellos mismos o tal vez su hijo pequeño, que se entiende mejor con las pantallitas. Y tienes a una ministra, o a un consejero o a todo un presidente en la pantalla de la televisión, en un plano siempre raro, de abajo a arriba, o de arriba abajo, casi siempre borroso y mal iluminado. Y el fondo ya no es una bandera, sino su biblioteca.

Hasta el virus, solo salían parapetados entre libros los escritores, o a lo sumo los críticos literarios, que posaban con los brazos cruzados y la mirada interesante. Ahora el desfile de librerías es continuo, en cualquier telediario. Mientras hablan, me fijo en los libros. Abundan las colecciones de libros gruesos y casi iguales, posiblemente enciclopedias, diccionarios o manuales de la carrera, que hace años que nadie consulta. También hay carpetas, algún álbum de fotos, grupillos de volúmenes similares, puede que del desaparecido Círculo de Lectores, o de sellos grandes como Planeta o Anagrama. A veces hay marcos pequeños con fotos familiares, o un dibujo infantil, que llegó un día cualquiera y se quedó ahí instalado.

Las estanterías de libros casi sin libros, o las muy ordenadas, me hacen desconfiar. Lo contrario que los libros fuera de sitio, que nunca tienes tiempo de colocar o que no quieres colocar, para tenerlos a la vista, como una cita pendiente. Porque las librerías no guardan solo los libros que has leído, sino los que quieres leer; si están vivas, están en construcción, y eso significa asumir cierto desorden.
Me gusta que elijan la librería como el espacio más noble de sus casas. Al final, los libros, esos trastos que acumulan polvo, son capaces de guardarnos las espaldas, hasta cuando toca hacer las declaraciones que a ningún líder le gustaría tener que hacer. Será que valen más de lo que parece, y que cuando los tiempos son malos, pero malos de verdad, su verdad sale a flote.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Viejos y frágiles


Que la tormenta se iba a llevar por delante solo a los viejos, o a los débiles. Eso decían, como quien recoge migas con el borde de la mano y las lanza al aire, tras haber cortado el pan. Y sonaba cruel, porque todos amamos a viejos, o a débiles, o bien somos viejos y débiles nosotros mismos.

En un día de la nueva época –esta tan extraña en la que ahora vivimos–, voy a la compra. Piso con cuidado, como un animal al acecho; las aceras vacías y el silencio inquietan más que la multitud y los coches locos de antes. En el paso de peatones un semáforo parpadea inútil, porque no hay tráfico. Al otro extremo de mí, solo hay un hombre alto, con pelo y barba blancos. Me anima a cruzar: “No hay peligro, me va a dar tiempo hasta a mí”, dice. Le miro con atención. Lleva una bolsa de la que asoma una barra de pan, y anda con dificultad. “Adiós, señora, que tenga usted salud, usted y toda su familia”, me dice, y se lo agradezco, sinceramente. Cojea, y sin duda es viejo. Pero no débil.

Hace unos pocos días, poco antes de que nos fulminara cada día el parte de bajas de la pandemia, fallecía José Jiménez Lozano. Con 89 años, era un candidato seguro para irse, y se fue. Una muerte que cumplía con la probabilidad estadística –persona mayor, seguramente con alguna patología previa, porque con los años casi todo pasa por encima del cuerpo–, y también una muerte de la que, si no hubiera sido un brillante escritor, no quedaría hoy más rastro que una pequeña esquela en el periódico local.

En una entrevista reciente, Jiménez Lozano lamentaba que hubiera gentes con tan mala opinión de la especie humana que no encuentran razón alguna para que continuemos sobre la Tierra. Para él no cabía ninguna duda: merece la pena vivir, porque hay personas, pájaros, un apretón de manos y un gato, entre otras cosas que están muy bien. Y porque existe el sonido de las campanas, del que decía Hegel que “está para recordarnos que la historia tiene sentido, y nuestra vida también”, como apuntaba el escritor.

Pasan los días, unos pocos, y la vida que conocíamos ha desaparecido, o late lejos. Todavía nos queda un trecho en el desierto y comenzamos a sentirnos débiles, y nos estamos haciendo mayores, casi de golpe, al despertar de la ensoñación de que la salud estaba casi garantizada. Las ganas de vivir son quebradizas y se reparten de una forma muy desigual entre las gentes de cualquier edad, y más en tiempos de zozobra. Por eso necesitamos que nos acompañen los viejos y los frágiles, los que con todos sus problemas se agarran a la vida, te saludan y te animan a seguir cruzando calles, todas las que vengan.


sábado, 21 de marzo de 2020

Un guerrero

Pensando en Kyûzo. Podría ser un Bogart, sin socarronería, o un Wayne, si le despojas de su liderazgo natural. Un tipo que hace lo que tiene que hacer, sujeto a su destino, un guerrero contenido, disciplinado y eficiente. No sabemos si en el pasado fue un santo, o un delincuente, y nos da igual. Se embarca en la tarea más peligrosa "como quien va de paseo", como dice su admirador, el joven Katsushiro. Tras la lucha se sienta, apoya la cabeza en la katana y descansa. El campo de flores existe, como existe el amor tierno de su pupilo por la chica de la aldea. Pero no es el papel que a él le ha tocado. Al final, resuenan las palabras de Kanbei: el pueblo gana, los samuráis pierden. Qué mirada, la de Kyûzo. Y él, ¿tendría miedo?


martes, 17 de marzo de 2020

La manzana sanadora

Érase una vez tres caballeros que disputaban por el amor de una princesa. Ella enfermó gravemente, y el único remedio estaba en una manzana que crecía a miles de kilómetros de distancia. El rey prometió la mano de su hija, y su reino, a quien lograra traer el remedio. No voy a explicar todos los detalles, pero la manzana llega y salva a la princesa, gracias a la aportación de los tres jóvenes (uno es el que avisa a tiempo sobre la calamidad, el otro proporciona la alfombra voladora para no perder un segundo, el tercero es el que consigue la manzana), y ellos se enzarzan en una pelea para dirimir quién fue el que la salvó. El veredicto del rey es claro y justo: todos pusieron de su parte, ninguno fue el vencedor, o todos lo fueron, y felizmente la princesa se casó con quien eligió.

En estos días extraños todos nos preguntamos qué trabajos son más necesarios. Los que cuidan de la salud de todos son los primeros, eso ahora lo entendemos bien. Es emocionante escuchar los aplausos desde las ventanas, aplausos de reconocimiento y también de miedo compartido. Nos admira cómo pueden prepararse para el trabajo, adentrarse en una situación incierta, y hacer lo que tienen que hacer. Nos gusta imaginar que son héroes, pero su mérito es que no lo son: son como todos, tienen miedo, están cansados, los recursos son dolorosamente insuficientes, y aunque no saben hacia dónde conduce el camino, siguen andando.

No necesitamos héroes, como dice la canción, sino que todos hagamos lo que debemos. Si no, solo estarían obligados a trabajar para los demás los héroes, que al carecer de miedo serían unos temerarios y nos pondrían en peligro a todos, porque tendrían una visión distorsionada de la fragilidad de los mortales. En estos días silenciosos, hay que ser muy bruto para no tener presente la idea de hermandad. La cajera del supermercado, aguantando las colas, la impaciencia, los tosidos, las monedas. El de la tienda de abajo, que echaba la persiana con un brazo y con el otro sujetaba un tiesto, para seguir regándolo en su casa, en estos días en los que no ganará un euro. La pareja que pidió un préstamo para alquilar el bar de abajo, y justo el viernes pasado abre –y tiene que cerrar– las puertas. Ese chico que viene volado y trae los paquetes con piezas para que la maquinaria siga funcionando. Hasta el político que dice las palabras justas, sin echar morralla al contrario, mirando por el bien de todos. Y tantos otros, y tú seguramente, que hiciste lo de siempre, lo que debes, que a veces es tener paciencia y mirar por la ventana.




Entiendo que esto de los deberes, después de tanto tiempo reclamando derechos cada vez más específicos y particulares, resulte extraño. Pero tengo mis esperanzas. No hay héroes disponibles que puedan solucionar todo mientras seguimos tranquilamente instalados en nuestro victimismo, ni tampoco sirve entregarnos a la ira, echando la culpa a villanos y conspiraciones. Nuestras obras, nuestras palabras, son las que acortan o alargan el viaje de la manzana sanadora para este y tantos otros virus. Hoy tachamos en el calendario un día más de esta cuarentena. Y también un día menos.