sábado, 22 de diciembre de 2018

El sastre

Cada tarde regresaba del colegio por el mismo camino. La calle desierta y fría, y en la plaza del Potro la luz encendida del sastre, comprobando patrones y cortando la tela. Palomar. Ahora venden pizza. La foto, de Arcadio.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Un señor

Tengo un señor mayor a mi lado. No se mueve. Está mirando fijamente cómo se estrella el Esgueva contra el Pisuerga. Pienso cosas sobre él. Podría decirle algo, pero el salto de agua habla más fuerte. Dudo y espero, observando yo también la cascada. De pronto el viento frío trae un golpe de humo: acaba de encenderse un puro. Buen sitio.


viernes, 14 de diciembre de 2018

El columnista

El próximo mes de enero Manuel Alcántara cumplirá 91 años. Además, escribe cada día esta columna, que yo leo en El Norte de Castilla. Es tan cotidiano que cuando no sale me dan ganas de llamarle, a ver si todo va bien. Nunca dice tonterías. Fue el único que se atrevió a reseñar en 'Arriba' la exposición de grabados de Piccaso que en 1967 organizaron los hermanos Serrano en la Casa del Siglo XV. O sea, que ya llevaba mucho recorrido cuando otros aparecimos por aquí.


miércoles, 12 de diciembre de 2018

La niebla

Lo bueno de la niebla es que cuando te metes hasta el fondo empiezas a verlo claro.


miércoles, 5 de diciembre de 2018

Un aire de Adviento


El frío de las mañanas de diciembre, las cuestas empinadas, lo que nunca se termina y el Adviento: ahí estamos. En la catequesis jugábamos a canjear cada buena obra que hacíamos por unos recortables. Pañales, una manta, una viena, un leño para calentar a un niño Jesús desnudo que dibujábamos sobre un lecho de paja. No era tan fácil hacer buenas obras ­–ni saber qué era una buena obra–; quizás sería más preciso decir que tratábamos de no hacer obras demasiado malas. Al final, un puñado de ofrendas siempre surgía antes de la noche del 24 de diciembre, que era nuestro objetivo.

Hoy firmaría por un Adviento permanente. El de la espera, el de hacer algo –si no bueno, no demasiado malo– escarbándote por dentro. No hay demasiada prisa por coronar la meta. Con el tiempo empiezas a medir las estaciones que te quedan, las veces que verás cómo se agosta el campo o cuántos eneros cubrirá la nieve la sierra, y no parecen ya suficientes para andar con experimentos, ni empezando de cero. Aunque escucho eso de que falta empatía, puede que más bien nos esté sobrando. El sufrimiento tiene gran prestigio e inunda las calles sin apenas resistencia, y hay deserciones en masa por los regueros de la desesperación o de la ira, que vienen a contaminar de forma igual los frutos.

El Adviento dice: espera y haz. Por eso prefiero y entiendo mejor esta etapa que la de la Cuaresma, pese a que la segunda conduzca al culmen de la resurrección. No puede pedirnos Dios a esta pandilla de pusilánimes que nos refugiemos sin temor en la eternidad, cuando nos ha trasladado aquí, a este hoyo, tan lejos de todo ese frío brillo de lo perfecto… Ser humano es identificarse, mal que nos pese, con ese señor friolero del chiste, que pasó la vida entre mantas y estufas y que fue derechito al cielo, pero como allí estaba destemplado pidió a san Pedro un traslado al purgatorio, y luego al infierno, para caldearse un poco.

En esta etapa, en la que voy a más funerales de los que quisiera, aunque asuma que sean los que me correspondan, escucho palabras sobre la vida eterna; palabras incomprensibles, porque no podemos ser otra cosa que lo que somos, vecinos de este mundo. Aunque me gustaría, no encuentro consuelo para la pérdida de hoy en la abundancia del mañana.

Sin embargo, el Adviento es otra cosa. Está hecho a la medida de estos pobres humanos, con taras de serie y exhaustos, que caminan hacia delante casi por impulso, y que se despiertan antes de que suene el despertador, a ver qué pasa hoy en esa calle fría, a cuatro días de las primeras cencelladas.







domingo, 25 de noviembre de 2018

Gripari


Gripari, un francés de lo más extraño, ya fallecido. Tiene algunos pequeños libros de cuentos en la zona infantil de las bibliotecas. Pero escribió también cosas como esta.


"Yo era un bosque donde debía encontrarme con una chica... Pero ella no era mi sueño, sino yo el suyo. Yo no tenía existencia propia, sólo estaba ahí porque ella dormía, sólo vivía en su fantasía, era imaginario, ficticio, era su ideal nocturno, su Príncipe Encantado...
De modo que estábamos los dos en ese bosque, pero separados por la vegetación, y nos buscábamos el uno al otro. Yo la atisbaba de vez en cuando entre los árboles... Ella me veía también e intentaba reunirse conmigo. Pero no se las ingeniaba bien. Yo hacía cuanto podía para que me encontrase, pero ella siempre elegía un camino erróneo.
Eso me causaba un hondo pesar. Por ella, no por mí. Al fin y al cabo, yo no existía, ¡y a mí que más me daba! Pero, de todos modos, ¡era exasperante! Está perdiendo un tiempo precioso, me decía yo. Podríamos estar juntos desde hace media hora... ¡Si no pido nada más! En vez de eso, enseguida vendrá su madre y la encontrará amodorrada en la cama, en su habitación, en su mundo, ¡y yo ya no existiré! ¡Menudo avance habrá hecho!
Al fin logramos vernos ella y yo, cara a cara, a ambos lados de una gran alameda. Ya no había obstáculo entre nosotros, ¡sólo espacio libre! Le tendí los brazos y me encaminé hacia ella, despacio, muy despacio... Ella permaneció un un segundo inmóvil, incrédula, encantada... Y luego corrió hacia mí con todas sus fuerzas, con toda su alma y todo su deseo...
Iba a abalanzarse contra mi cuello cuando se oyó una voz de mujer que gritaba decididamente en un tono falsamente jovial:
-¡Al colegio! ¡Al colegio!
Era su madre. Ella se despertó enseguida, y yo, por supuesto, desaparecí."


P. Gripari. Les vertes lectures, M Tournier, traducido por Marta Pino para Nortesur, 2009.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

El cerezo

Ya está. Con la lluvia ha sido cosa de cinco días. El cerezo parece muerto, pero no.




lunes, 5 de noviembre de 2018

A la porra

Modelo de carta para mandar a la porra, de Jardiel Poncela. Versátil y muy útil para los lunes. También aporta una posible réplica. Viene en un libro de saldo que compré en el Simago de Palencia, hace la tira.




viernes, 2 de noviembre de 2018

Con el Ramoncín también pasó


Estos días he pensado mucho en el Ramoncín. Ojo con el artículo, porque no me refiero al de la chupa de cuero, sino a la fuente también conocida como el “niño meón”, que durante algún tiempo lució en la plaza de Corpus. Por entonces el alcalde era Ramón Escobar, y a alguien se lo ocurrió lo del diminutivo para darle palos al edil y de paso a aquel surtidor que se colocó con poco tino, todo hay que decirlo, en medio de la calle Real. “Ramoncín” fue protagonista de bastantes titulares, aunque como por entonces no había Facebook la única cancha de los partidos de la oposición era el periódico y la radio. Como no podía ir contra su naturaleza, el niño meón comenzó a hacer lo propio, y día sí, día no, aparecía un chorrillo de agua atravesando la principal calle peatonal del centro. Duró lo que su promotor en el cargo, y al mes de llegar al sillón por carambola José Antonio López Arranz, el chirimbolo fue retirado sin hacer ruido, y a saber dónde fue a parar.


Colocar fuentes, placas y esculturas es facultad de los de arriba, muy aficionados a lo de inaugurar. Si en sus decisiones no les asistió la razón, también es gracia de los que democráticamente les sucedan proceder a retirarlas. Así es el juego, y ni es malo, ni es nuevo. Tampoco todos recibieron bien la irrupción del desafiante Juan Bravo en medio del equilibrio románico y renacentista de la Plaza de Medina del Campo, aunque hoy nos sea difícil imaginarla sin él. Cuando tenemos algo bello y cimentado por los siglos, y Segovia lo es, la premisa más prudente debiera ser “alteraciones, las mínimas”. Sin embargo, son varias las estatuas que se han añadido en el casco antiguo que no existían en mi niñez. Y todavía las miro de reojo, sea porque no me convencen, sea porque encontraba más bello el suelo empedrado y el muro de piedra que ahora tapan, sea porque sus dimensiones son desproporcionadas para el lugar donde se han anclado, como ocurre con el capuchón de San Agustín, que más que invitar al recogimiento, asusta. La de Antonio Machado también soportó críticas, y aunque me sigue pareciendo un poco cabezón, me he acostumbrado a su presencia, por su muda mansedumbre, sea con los turistas, con los gurriatos o con los puestos del mercado de los jueves.


No sé si por la mala baba de las redes sociales o por esta especie de veneno estéril que se ha instalado en el debate político, con el diablillo que ahora se anuncia para la subida de San Juan las cosas no han sido así. Podíamos haber hablado de si tiene que estar o no estar, de si es una horterada o un clásico en potencia, de si es cara su ejecución o si es una partida bien invertida. Pero no. Todo a la yugular, no vamos a ser menos iracundos en Segovia que en otras partes, y todo fuera de lo razonable. No creo que hubiera ningún propósito antirreligioso en sus promotores: más bien lo que revela es que, guste o no, para la inmensa mayoría el diablo ha pasado a ser solo un personaje de leyenda, y en todo caso si hubiera algún diablo contra el que luchar no podría ser más poderoso que la avaricia y la crueldad que mueve el mundo, y a todos nosotros. Esa anecdótica brigada ortodoxa ha permitido al bando municipal atribuirse el papel de paladín de los derechos humanos, de la modernidad y de la libertad de expresión, neutralizando cualquier crítica que pudiera recibir su propuesta y disfrazando de virtud moral lo que no deja de ser una simple y desde luego no infalible decisión de política local: poner o no una estatua.

Hay que recuperar las enseñanzas de una fuente sin ínfulas de trascendencia, que se colocó en la calle Real y que un buen día, por anodina, mandaron a la Patagonia. Así fueron los hechos, porque los argumentos, de unos y otros, se los llevó el viento. De hecho, uno de los motivos que alentó la retirada de “Ramoncín” fue que hurtaba un espacio público, el mismo que hoy está ocupado seis meses al año por las mesas de las terrazas.



jueves, 25 de octubre de 2018

San Frutos

A San Frutos solo se le pueden pedir favores pajareros: caer en picado y planear sin un rasguño, picotear barrotes para escapar de la jaula, sobrevivir con una ración de alpiste, entonar algún trino cuando sale el sol... En fin, no son pequeños estos milagros del patrón. Feliz paso de la hoja, segovianos.

martes, 23 de octubre de 2018

Seminci

Ayer mi hija y yo vimos en la alfombra verde de la calle Santiago a Eduard Fernández. Le dije que era actor. "¿Importante?", preguntó. "Pues sí, uno de los mejores", respondí. "¿Y por qué no le hacen fotos?", dijo. Contesté que los actores españoles no son tan conocidos, aunque si fuera alto y guapo seguro que habría alguna pululando alrededor. "Bueno, alto no es, pero feo no, no es feo ese señor", me replicó.
Y hasta aquí lo que os puedo contar de la Seminci.

jueves, 18 de octubre de 2018

Escribir

Yo he escrito mucho. Cientos de miles de listas. A veces encuentro una olvidada en un bolsillo y me pregunto ¿era yo quien compraba esto?

jueves, 11 de octubre de 2018

Santiago Lorenzo

"Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo." Así empieza "Los asquerosos", la nueva novela de Santiago Lorenzo, el que asoma entre las cabezas en la presentación de ayer en Librería Oletum. Me gustó escucharle, irónico y frágil, dueño de un mundo propio que muestra, casi a su pesar, en sus libros. Que sea un poco paisano también acerca. Hay que leerlo.


viernes, 28 de septiembre de 2018

Lo peor

Extraescolares. En un banco espera la próxima clase un grupo de niñas, casi adolescentes. Solo parlotea la del centro, mientras desliza el dedo sobre la pantalla del móvil. "Esta qué se habrá creído, será guarra... y la amiga, fijaos qué foto, pedazo de frente tiene, qué monstruo". Y una, y otra, y la otra. El resto del grupo le ríe las gracias, bajito y con cara de susto, no sea que les toque algo en el reparto de veneno. Recuerdo que en el cole para llamar fea a alguien decíamos que era "un coco de luz". Ser fea. Ser feo. Lo peor de lo peor.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Pic-nic en Segovia

'Pic-nic en Segovia' era el título de esta crónica de Carlos García-Calvo en un número de 1984 de La Luna de Madrid. Narra una fiesta en el jardín del paisajista Leandro Silva y su mujer, Julia. Debió ser un día de primavera y lluvioso, porque cuenta que iban con paraguas y capas de plástico. Tomaron vino La Ina y Tarta Pascualina de calabacín. Entre los invitados, venidos de Madrid, diplomáticos, diseñadores, pintores, escultores, galeristas, escritores, periodistas... Me hace gracia que en una de las fotos mencionan a "un señor mudo sin identificar", un perfil muy habitual en todos los saraos. Si alguien estuvo, que se manifieste.





miércoles, 12 de septiembre de 2018

Copiotas

Sobre plagios. Hace bastantes años me encargué de redactar un folleto turístico sobre Segovia, a partir de los datos que recopiló para ello una historiadora. El folleto en cuestión tuvo unas cuantas reediciones, y puede que incluso ande todavía en circulación. Pues bien. En uno de los apartados, escribí algo así como que, según la leyenda, fue la pereza, y no Roma, la madre del Acueducto. Me acuerdo muy bien de esa asociación de ideas, porque pensé que no era muy justo decir que la pobre aguadora era una perezosa, pero sacrifiqué los detalles para acortar y dejar una frase más redonda. Hoy, veintitantos años después, todavía me entretengo a veces poniendo en Google "fue la pereza y no Roma la madre del Acueducto". Y, oye, mogollón de copiotas.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Ferretería

Surtido huevero en ferretería Villanueva, en la Plaza Mayor de Valladolid. El molde para garantizar unos huevos cuadrados, a punto de agotarse.


domingo, 9 de septiembre de 2018

En el Shout

De mis fotos favoritas del Shout, bar y casa de Juanfran Martin LLorente. Charles Boyer preguntandose qué coño hace aquí, en este mundo en general, y en la pared de este antro en particular. Pues aquí estamos, Charles y los demás, arrojados a la rueda de septiembre. Un curso más, con lecciones que cuesta aprender.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Nunca vayas a Venecia

No sé si es mejor la cita, el primer párrafo, o el libro entero. Cuentos de lo extraño, R. Aickman. No es una novedad; está por ahí, en las bibliotecas.


miércoles, 5 de septiembre de 2018

Andrade

Andrade, a pie de calle.

"Es urgente Amar.
Es urgente un barco a la mar.


Es urgente destruir ciertas palabras,
odio, soledad y crueldad,
algunos lamentos,
y también espadas.

Es urgente inventar la alegría,
multiplicar los besos, las cosechas,
es urgente descubrir rosas y ríos
y mañanas claras.

Cae el silencio en los hombros y la luz
impura, hasta doler.
Es urgente amar, es urgente
permanecer."


martes, 28 de agosto de 2018

Por la mañana

El vecino despeinado que ha salido medio dormido a sacar al perrito; el olor a cruasán quemado y ambientador que sale por la puerta del bar de abajo; la ráfaga caliente que viene del horno de la panadería. También el dolor de cabeza. Huele a mañana.


martes, 21 de agosto de 2018

Fuertes

Esas flores que crecen de cualquier manera, sin que a nadie importe y sin cuidado alguno. Se diría que su abono es ser ignoradas. Ahí están, más fuertes que tú. En la calle Independencia.

miércoles, 15 de agosto de 2018

La calle de la Rosa


Han robado la calle a la rosa, no sé bien cuándo, ni cómo. Puede que enviaran a un empleado municipal a buscar lugar para una placa nueva y casualmente diera con este callejón. Pensaría que a pocos les importaría el cambio: una travesía cualquiera, sin un portal abierto, y encima en cuesta. Iba a ser cosa de poco, de traer la escalera y sustituir el letrero. Ni siquiera maullarían los gatos del jardín despeinado del que fue Colegio universitario.
La calle de la Rosa ya no está en el callejero. Si fuera la de Luxemburgo algún lamento se hubiera escuchado, pero era una calle dedicada a una rosa cualquiera, y por una rosa ajada no se mueve nadie, salvo que seas el Principito. Decía Mariano Sáez en su libro de hace siglo y cuarto sobre las calles segovianas que se ignoraba si la travesía se llamaba Rosa “por una mujer que allí viviera o por la flor así llamada, acaso algún tiesto o maceta que hubiera en ventana o balcón”. Yo creo más bien lo segundo, porque de niña, antes de que se remozara como centro universitario La Mansilla, de detrás de la tapia venía un aroma floral, de una rosa blanca, muy pequeña y silvestre, que asomaba cada primavera entre los arbustos enredados; una rosa que era casi un milagro por estas tierras, en las que los jardines eran capricho de señores, cuando lo que el hambre necesitaba que prosperara en cada cacho de tierra eran ajos y patatas. Y era ese aroma imaginado de la rosa, y esa presencia ausente que el nombre de la calle nos regalaba, la que hacía más ligera la pendiente, cuando las mujeres subían arrastrando el carro camino del mercado de los jueves. 

Pues ya no hay Calle de la Rosa, y no se advirtió a los vecinos del barrio sobre su exilio; será que saben que somos pocos, todos bastante mayores y entrenados en esto de las despedidas, así que no quisieron ocasionarnos disgustos. La placa blanca y con letras negras ha sido sustituida por la homologada en el casco, más historiada, y la han bautizado como Calle Alonso de Barros. Mi primer impulso fue odiar al señor Alonso y todos sus descendientes, pero luego moderé mi rabia, sobre todo porque tengo por norma no pleitear con enemigos ya fallecidos, y el mencionado murió en 1604. De Barros fue segoviano, aunque vivió principalmente en Madrid, muy pegado a la Corte. Era astuto y pragmático: dicen que tenía una nutrida biblioteca de libros útiles, y él mismo escribió un reconocido manual de proverbios morales, con claves para tener éxito y saber moverse en la Corte. También trasladó sus conocimientos a un peculiar juego, similar al tablero de la Oca: 63 casillas, 63 consejos que útiles para alcanzar los objetivos del “trepa” cortesano sin que te clavaran una daga por la espalda.

No sé qué pensaría Alonso de Barros de este tardío homenaje, si esta pobre callejuela le hubiera parecido suficiente, o si hubiera renunciado por piedad y respeto a doña Rosa. “El ingrato echa en olvido cuanto bien ha recibido”, escribía nuestro paisano, y por mi parte y sin desmerecer a don Alonso yo tengo motivos de agradecimiento a la antigua calle de la Rosa y estoy en contra de su sacrificio. Porque no solo son importantes los hombres (y mujeres) que hicieron cosas que dejaron huella, también los que sobrevivieron cuidando de los suyos y sin empujar a nadie, cantando cuando tuvieron voz y admirando la belleza de la rosa en medio de una vida de miseria. Por eso lo dejo escrito, en este Adelantado que cada mañana recoge en papel las cosas que pasan en Segovia: la Calle de la Rosa existió y existe para muchos, aunque esté borrada en el GPS. Pobre rosa de nadie.

miércoles, 20 de junio de 2018

La precisión del taco


Mi abuela sí que sabía decir tacos. Muy digna, sentada en el sillón de mimbre, después de media hora hablando de esto y lo otro, de pronto saltaba: “Esa es una gilipollas”. Y nos reíamos por lo imprevisto de la sentencia, pero acatando que la defenestrada en cuestión era sin duda una gilipollas de libro. Mi abuela escogía con cuidado los calificativos y solo muy de cuando en cuando sacaba aquel del costurero, con la misma precisión del quien elige la perla más perfecta en la cueva de Alí Babá.

Claro que ahora la palabreja no tiene el mismo valor. Es un tema de frecuencia: si la dices trece veces, a la catorce ya solo suena “llas”. Yo, que soy una gran defensora del taco –y más si lo dicen las mujeres, esas frágiles florecillas–, creo que habría que marcar un límite de uso. Porque lo mucho aburre, y además despilfarras su fuerza. El taco tiene que llegar en la cúspide del planteamiento. A ver si nos entendemos: si nada más empezar digo que aquel es un capullo –no un capilla, como maquilla el corrector del móvil–, ya nadie se va a molestar en escuchar por qué el hombre merece tal título. Primero, los merecimientos; después, el ornamento.


El otro día oí por la radio a alguien que protestaba echando mano de los consabidos petardazos al diccionario, y pensé que hacía un flaco favor a su causa: más bien lograba convertirte en partidaria de su contrincante. El lenguaje es lo que tiene, que por menos de nada nos traiciona o, si es tu aliado, compra injustamente voluntades, como cuando “el Bigotes” se escaquea de responder a las preguntas del juez porque ha dejado la cebolla pochando en Valdemoro: será un sinvergüenza pero, si te coge con la guardia baja, acabas pagándole hasta las cervezas.

No digo que haya que usar palabras extraordinarias, pero sí procurar que sean las justas y necesarias. En el cole, para no meterse en líos, los niños dicen “miér-coles” en lugar de “mier-da”, y cuando están muy indignados braman “hijo de puré”. Y eso sí que afecta a cualquiera, porque ser hijo de la patata y la zanahoria machacadas ya es desprecio, y además si te llaman eso es que te conceden la gracia de no fulminarte por el momento. Vamos, que se la están envainando hasta la próxima.

Yo no sé de dónde nos viene esta vulgaridad del taco, y del lenguaje en general, lleno de chimes y palabros sin fundamento alguno y que se repiten hasta el sopor. Es un ataque a nuestra identidad castellana que no deberíamos permitir, y se lo digo a las autoridades, si es que tienen autoridad en algo verdaderamente importante. No necesitamos chalados que vengan a decirnos que preparan platillos de cocina “espectaculares”, ni que nos vendan viajes a remojar los pies que sean “experiencias”, ni tontolabas de la síntesis que solo ven a su alrededor “cosas chulas”.  Hay que ser precisos y sobre todo sinceros, solo eso. Un ejemplo lingüístico a seguir: mi carnicero. Le dice una clienta entusiasta que le ha salido el filete “perfecto”. Él, sin levantar la vista del filo del cuchillo, contesta muy serio: “¡Hombre! perfecto, perfecto… ”. Pues eso. Que para cortar un filete hace falta oficio, no ser un crack.

sábado, 19 de mayo de 2018

Los vengadores de Tripadvisor


Es pronto, y el restaurante está todavía tranquilo. A la izquierda, en una mesa grande, la excursión de varios matrimonios mayores, y a la derecha, una pareja con sus dos hijos. A los diez minutos los niños se aburren, suben y bajan, cruzan como balas por la puerta por la que salen los camareros con los platos humeantes. Cuando llega la cuenta, la pareja se queja: han pedido un menú de degustación para dos, pero claro, los niños también han comido, y dicen que la cantidad se quedaba corta. El camarero, aún sin motivo, se disculpa mientras les despide. Mientras recoge la mesa comenta a su compañera: “Es que como les contestes que no era un menú para cuatro o si les pides que los niños se estén quietos enseguida te ponen a caldo en Internet”.

Nos vamos porque a las cuatro es la visita guiada, así que esperamos junto al portalón, con el sol cayendo de plano. Al otro lado de la calle, un chico con traje azul se fuma un cigarro. Dos minutos antes de la hora cruza y entra cabizbajo por la puerta, todavía cerrada para nosotros. Detrás vamos todos: algo más de veinte turistas, familias con niños, parejas de mediana edad, cuatro alemanes de pelo muy blanco. El guía nos pica el boleto y, ya en el claustro, comienza la explicación. Es minucioso y aporta detalles, quizás demasiado técnicos. Su tono es monótono y le cuesta sostenernos la mirada, así que pronto le escucho solo a trozos, como si encendieras y apagaras la radio, y me concentro en la belleza de los capiteles. Temía que fueran los niños pero no, es un compañero ya mayorcito el plasta del grupo. Pasa por delante de todos, con los brazos en alto, para captar con la cámara de su móvil cada uno de los detalles que el guía va mencionando. Detalles que están fotografiados, y mucho mejor, en postales, en libros, en la web. Pero la avaricia fotográfica no tiene límites, y hay turistas que sudan para llevarse miles de imágenes en la memoria del móvil, que seguramente ni siquiera serán descargadas. El iPhone será su tumba.

Entramos en la cripta. El sudoroso guía nos advierte que no pueden grabarse vídeos. Da igual. El pesado se aleja un poco y sigue grabando, porque es muy valiente. Nadie le dice nada. Pasamos ya al museo y, mientras recorremos las vitrinas, hacemos una pregunta a nuestro cicerone, que contesta satisfecho de poder explayarse. Le damos las gracias. Entonces se pone rojo y muy bajito nos pregunta: “¿Tenéis cuenta en Tripadvisor? Perdonad que os lo pida, pero me gustaría que puntuarais bien la visita. Es que ha habido algún turista que nos ha criticado porque dice que somos aburridos, y los jefes nos han dado un toque”. Le contesto que claro, en fin, no es fácil ser riguroso, aportar datos históricos y no resultar aburrido, sobre todo para algunos. Tampoco puedo hacer mucho más: yo no tengo cuenta en Tripadvisor, aunque como tantos, lo consulte con frecuencia.

Que sí, que hay estafadores en todas partes, y también en la hostelería. Pero estos juegan en otra liga. Los eternos cabreados, sí, esos a los que normalmente no hacemos mucho caso, centran sus energías en desprestigiar a un trabajador al que muchas veces pagan por horas. Todo depende de cómo les caiga a unos cuantos que móvil en mano se sienten poderosos, y muy dispuestos a humillar al primero que contradice su peculiar forma de moverse y de ver el mundo. Tranquilos, que lo que cuento no pasó en Segovia, fue en otra parte. Pero los turistas tienen la manía de moverse mucho. Incluso puede que alguno de los vengadores de Tripadvisor lo exportemos nosotros.

lunes, 30 de abril de 2018

El zurrón de las emergencias


Gilbert Legrand. Mayo 2017, Segovia
Es normal empezar leyendo la Cenicienta y sus teorías sobre príncipes que encuentran estrellas apartando el hollín que las recubre. Pero con los años compruebas que el cuento que encierra las claves de la existencia es el del hijo llamado el tonto. Un título políticamente incorrecto que narraba la historia de un pobre chaval por el que nadie daba un duro, empezando por su padre, que ni siquiera le prestó un caballo para que fuera a cortejar a la princesa porque pensaba que no tenía ninguna posibilidad. Pero al final fue el torpe (no sabemos si guapo o feo, Andersen no da detalles al respecto) el que se la ligó, dejando pasmados a sus dos hermanos listos. El pequeño no se sabía como ellos la enciclopedia latina ni las leyes gremiales, pero era curioso, y en el trayecto fue agarrando cada cosa que encontraba: que si un pájaro muerto, que si un zueco viejo, que si un puñado de barro... Ese botín estrafalario le permitió responder a las desconcertantes preguntas de la princesa, cosa que sus hermanos, envarados por el aburrimiento y el protocolo, no lograron.

Digo que la vida se parece más a la del hijo tonto porque avanza tal que así, de forma imprevista. Es de lo más corriente que en vez de viajar sobre el caballo planeado te toque apañarte con una cabra, y aún así, el camino va a tener su interés, e incluso puede que venzas alguna batalla, aunque no emparientes con la aristocracia, que a la postre tanto da.

Las lecciones del hijo tonto no son que hay que ser lo más tonto posible y dilapidar tu tiempo en la sala de apuestas, no. La primera es la imprevisibilidad de la existencia, y la resistencia como mejor arma para afrontarla; la segunda, que conviene tener en el zurrón un poco de todo, porque nunca se sabe qué necesitarás. Sí, está bien llevar estudios, todos los que sean posibles; dinero y contactos, claro, ojalá estuvieran repartidos y no por vía hereditaria; pero sobre todo hay que contar con la mente despejada del buen aprendiz.

Pues si era así en tiempos de Andersen, en los que el hijo del herrero era herrero y ventero si el padre ponía vinos, ahora que todo cambia tan rápido lo es aún más. Resultan ya pintorescas esas reuniones de empresarios hablando desde hace quince años de lo necesaria que es la digitalización, cuando la realidad nos pasó a todos ya por encima. Se quejan de que los jóvenes que salen de las universidades no reciben la formación que necesitan para enderezar sus negocios, cuando el principal problema es que Castilla no es Silicon Valley, y que muchos de ellos prefieren esperar a que escampe sin moverse demasiado, a ver si llega un ‘pitoniso’ que les permita ganar dinero haciendo lo mismo que sus abuelos.

Al final no se trata de tener un especialista para “estoquehoynofunciona”, sino de un equipo capaz de resolver “hoyesestoymañanalootro”. El sistema educativo no puede preparar a la persona idónea para solucionar un único problema que surgirá dentro de 15 días, pero muy bien puede -y lo hace- formar a quienes comprendan cómo solucionar problemas, sea en 2022 y hasta en 2042. Se trata de números, de palabras, de ideas: eso no cambia tanto ni precisa de quinientas asignaturas específicas y módulos peregrinos y seguramente pasajeros de emprendimiento y liderazgo. Por eso las empresas, el mercado, con su voracidad y urgencia, tienen que entrometerse lo menos posible en ese invernadero de plantitas que es el aprendizaje, dejarle que se nutra y avance a su ritmo, para que las mentes de los alumnos salgan lo más despejadas posibles. Porque el camino es muy largo y azaroso, a veces serán reyes y las más vasallos, y es seguro que van a necesitar preparar un zurrón con herramientas de todo tipo, incluso la osadía de inventar algunas nuevas.




domingo, 22 de abril de 2018

La prueba de Gombrich

Cuando E.H. Gombrich terminó los estudios de doctorado, confirmó que no podía ganarse la vida. Ya contaba con ello, porque en los años treinta en Viena había mucho paro, y más, cómo no, en profesiones intelectuales. Después de recorrer sin éxito otros caminos, alguien le ofreció traducir del inglés una historia del mundo para niños. El libro original le pareció tan horrendo que decidió escribirlo él mismo, con ayuda de una buena enciclopedia que tenía en casa. Y lo hizo, a capítulo por día, cuajando un divertido libro que pueden leer los adolescentes, y también los que no lo somos. Gombrich después se convirtió en uno de los más famosos historiadores de arte del mundo, pero siempre fue fiel al espíritu con el que escribió aquel primer y modesto libro: “todo puede expresarse en un lenguaje sencillo que un niño pueda entender”.

Pues bien, en esa historia que Ernesto escribió de una atacada, se recoge la anécdota de un viejo monje budista. El sabio se pregunta por qué todo el mundo está de acuerdo en que es ridículo y penoso que alguien diga de sí mismo: “Soy la persona más lista, más fuerte, más valiente y más dotada del mundo”, pero que, si en vez de decir “soy” dice “somos” y afirma que “nosotros” somos las personas más listas, más fuertes, más valientes y mejor dotadas del mundo, se le aplaude con entusiasmo en su patria y se le llama patriota. “Se puede sentir mucho apego por la patria sin necesidad de afirmar que en el resto del mundo solo vive una chusma inferior”, decía Gombrich.

Él sabía de los monstruos que despertaba exaltar esos sentimientos de orgullo y a la vez de desprecio al resto: observaba con preocupación en esos días el despegue de Hitler. Gombrich, de ascendencia judía, dejó su tierra natal y marchó a Londres antes de que los nazis ocuparan el poder.

Más allá de totalitarismos horrendos, el “nosotros” somos los mejores, y todos nuestras desdichas son culpa de los “otros”, es una cantinela que nunca deja de estar de moda. Porque a lo mejor no hablamos de patria, pero sí de provincia, de pueblo, de ciudad, de partido político, de profesiones, de mujeres y hombres, de jóvenes y mayores, y hasta de colegios, peñas y equipos de fútbol. La ideología por delante de las ideas. Las firmas y los lazos para demostrar que somos buenos ciudadanos, en lugar de directamente serlo, en nuestros actos cotidianos.

Nunca se ha hablado más que ahora de que uno tiene que estar orgulloso de lo que es: orgulloso de ser de un lugar, de tu trabajo, de ser madre, de ser joven o de ser viejo; hasta algunos dicen que están orgullosos de los errores que han cometido y que no cambiarían una coma de su ejemplar existencia. Yo no acabo de entender por qué tengo que estar más orgullosa de ser castellana que de Murcia, de ser mujer y no hombre, o de haber elegido el periodismo en vez de otra carrera, aún sabiendo de antemano que el trabajo iba a escasear. ¿De verdad soy mucho más maja por ser segoviana que una que nació en Valladolid? Sí, claro que suena estúpido, como le advertía aquel monje a Gombrich. Orgullo de vivir en este mundo, y tener consciencia de ello, como cualquier ser humano, eso sí que tengo. Lo demás, paparruchas. Nada íntimo e importante necesita campañas y voceros; no hay pueblos elegidos porque todos estamos perdidos por igual en esta confusión. Gombrich, que amaba el arte por encima de todas las cosas, se negaba a escribir con mayúscula la palabra, “porque arte con mayúscula tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo”. Sí, mejor vivir en un mundo de minúsculas. Si acaso conservemos las del nombre de cada cual, sin cargo ni nada.


*Sobre la vida de Gombrich: Lo que nos cuentan las imágenes, conversación con el periodista deDidier Eribon. Publicado en Elba.