Mi
abuela sí que sabía decir tacos. Muy digna, sentada en el sillón de mimbre,
después de media hora hablando de esto y lo otro, de pronto saltaba: “Esa es
una gilipollas”. Y nos reíamos por lo imprevisto de la sentencia, pero acatando
que la defenestrada en cuestión era sin duda una gilipollas de libro. Mi abuela
escogía con cuidado los calificativos y solo muy de cuando en cuando sacaba
aquel del costurero, con la misma precisión del quien elige la perla más perfecta
en la cueva de Alí Babá.
Claro
que ahora la palabreja no tiene el mismo valor. Es un tema de frecuencia: si la
dices trece veces, a la catorce ya solo suena “llas”. Yo, que soy una gran
defensora del taco –y más si lo dicen las mujeres, esas frágiles florecillas–,
creo que habría que marcar un límite de uso. Porque lo mucho aburre, y además
despilfarras su fuerza. El taco tiene que llegar en la cúspide del planteamiento. A ver si
nos entendemos: si nada más empezar digo que aquel es un capullo –no un
capilla, como maquilla el corrector del móvil–, ya nadie se va a molestar en
escuchar por qué el hombre merece tal título. Primero, los merecimientos;
después, el ornamento.
El
otro día oí por la radio a alguien que protestaba echando mano de los
consabidos petardazos al diccionario, y pensé que hacía un flaco favor a su
causa: más bien lograba convertirte en partidaria de su contrincante. El
lenguaje es lo que tiene, que por menos de nada nos traiciona o, si es tu
aliado, compra injustamente voluntades, como cuando “el Bigotes” se escaquea de
responder a las preguntas del juez porque ha dejado la cebolla pochando en
Valdemoro: será un sinvergüenza pero, si te coge con la guardia baja, acabas
pagándole hasta las cervezas.
No
digo que haya que usar palabras extraordinarias, pero sí procurar que sean las
justas y necesarias. En el cole, para no meterse en líos, los niños dicen
“miér-coles” en lugar de “mier-da”, y cuando están muy indignados braman “hijo
de puré”. Y eso sí que afecta a cualquiera, porque ser hijo de la patata y la
zanahoria machacadas ya es desprecio, y además si te llaman eso es que te conceden
la gracia de no fulminarte por el momento. Vamos, que se la están envainando hasta
la próxima.
Yo
no sé de dónde nos viene esta vulgaridad del taco, y del lenguaje en general,
lleno de chimes y palabros sin fundamento alguno y que se repiten hasta el
sopor. Es un ataque a nuestra identidad castellana que no deberíamos permitir,
y se lo digo a las autoridades, si es que tienen autoridad en algo
verdaderamente importante. No necesitamos chalados que vengan a decirnos que
preparan platillos de cocina “espectaculares”, ni que nos vendan viajes a
remojar los pies que sean “experiencias”, ni tontolabas de la síntesis que solo
ven a su alrededor “cosas chulas”. Hay
que ser precisos y sobre todo sinceros, solo eso. Un ejemplo lingüístico a
seguir: mi carnicero. Le dice una clienta entusiasta que le ha salido el filete
“perfecto”. Él, sin levantar la vista del filo del cuchillo, contesta muy
serio: “¡Hombre! perfecto, perfecto… ”. Pues eso. Que para cortar un filete
hace falta oficio, no ser un crack.
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