miércoles, 27 de enero de 2010

El tiempo congelado

Las fotos de Piedad Isla son como el tiempo de enero: hace frío, pero la luz anuncia que algo está cambiando. Para ganarse la vida, esta palentina hizo miles de fotos de los vecinos de su comarca, Cervera de Pisuerga, que ahora están inventariando, porque en ellas está escrita la historia reciente de un cachito de nuestro país. En ellas aparecen nuestros abuelos y padres, en una España que ha quedado registrada en blanco y negro, aunque tenía muchos más matices. Hasta el 12 de febrero puede verse una muestra del trabajo de Piedad, recientemente fallecida, en el vestíbulo de las Cortes de Castilla y León. A mí la foto que más que ha gustado es la de un matrimonio mayor. El señor, con chaleco, chaqueta de punto y boina, mira a su mujer, que está sentada haciendo ganchillo en una silla baja, con bata, mandil y alpargatas. Están en la cocina, que hasta hace no tanto tiempo era en la práctica la única habitación en uso de las casas. Una "cocina económica", los azulejos hasta la mitad de la pared –lo de “alicatada” hasta el techo era lujo de nuevo rico–, sin nevera, casi sin despensa y sin un trasto a la vista. Podían ser mis abuelos. Es el pasado, pero muy reciente.

lunes, 25 de enero de 2010

La tienda favorita de Charlie

En Valladolid, la tienda favorita de Charlie, el de la fábrica de chuches de la película de Tim Burton, está en García Lesmes, una travesía que sale de la calle Panaderos. Es un local como el de los ultramarinos de antes, con sencillas estanterías metálicas y un mostrador de madera, que tiene en la trastienda el obrador donde confeccionan la mercancía. Hay martillos y chupetes de caramelo de fresa, pirulís recubiertos de oblea, piruletas grandes, supergrandes y gigantes y todo tipo de caramelos clásicos y contundentes, para bocas infantiles con hambre.

En las bolsas de plástico pone “Caramelos Jeyma” (¿a qué confortable barra de bar me recuerda este nombre?), aunque a todos los efectos el autor del prodigio es Jesús Pedrosa, que hace cada jornada cientos de caramelos que son vendidos en esta pequeña tienda que huele tan bien, pero también en muchos otros sitios. Estos días, por ejemplo, está preparando un pedido para los tenderetes que montan en muchos pueblos el día de las águedas.

Dentro de unos meses Jesús cumple la edad reglamentaria de jubilación, y con él se acabará el dulce negocio. Yo estoy pensando en llevar a mis niños de excursión a ver su tienda, para que no se crean que los caramelos los hace Haribo, ese osito trepa que desde hace unos pocos años nos inunda con sus gominolas de importación.

viernes, 22 de enero de 2010

De espaldas al río

Hay mañanas en las que subes la persiana y de la casa de enfrente sólo ves luces diluidas entre el humo. Camino del trabajo, las nubes siguen ahí, envolviéndote. Pueden llegar las dos de la tarde y la niebla persiste, mojando como una lluvia suave a los peatones y, si hiela, cubriendo de blanco el paseo Zorrilla. “Ha cencellado”, dice la mujer que cada mañana se toma a tu lado el café con sacarina, y tú asientes con la cabeza, porque compartir la constatación del tiempo es cortés.

La niebla llega a Valladolid de la mano del Pisuerga. Con la niebla, el río ejerce mudo su poder sobre la ciudad, lo mismo que la sierra sopla sobre Segovia. También aquí se dice eso de que la ciudad vivía de espaldas a su río, cuando no hace tanto las riberas eran un sumidero en el que arrojar despojos. Hoy el cauce se respeta, hay un barquito en plan Missisipi, la Leyendadel Pisuerga, que lo atraviesa, e incluso existe una recoleta Casa del Río en la que se muestra la fauna y flora propia. Pero no deja Valladolid de estar de espaldas al río, porque es común vivir de espaldas a lo que nos es propio: veo a tan pocos pucelanos absortos en la contemplación de su río como segovianos mirando el Acueducto.

Pero hay días que el Pisuerga se desborda, y cubre de agua parda los paseos que le rodean, y en el merendero de las Moreras recogen los bártulos ante la posible inundación. Entonces sí, los ciudadanos hacen un hueco y acuden el domingo en tropel a observar al por lo común mudo río, a tantear si respira con normalidad. Poca cosa, nada que ver con el 2001, que alcanzó un nivel que está marcado con trazos y placas en varios puntos de la ribera. “¿Ve? Hasta aquí”, te explican, con aire experto, porque a los humanos nos sentimos más seguros cuando una cifra mide nuestros miedos, sean a la fiebre, los desbordamientos o los seísmos.

Baja el nivel, las autoridades se felicitan y volvemos a cruzar por los puentes como si debajo no hubiese agua, como si Valladolid no estuviese partida en dos por el río. También lo está por las vías de tren, y llevan varios años intentando que se soterre y se cosan a punto de cruz las dos partes, y si fuera posible en pos de la ordenación urbanística a lo mejor agarraban el río, lo metían dentro de un canelón gigante y lo trasladaban a un erial de Tierra de Campos. Algo así se intentó aquí con el Esgueva, y en Segovia con el Clamores. El río inquieta, como los gatos, tiene un silencio aparente y rebelde, y no sabes por dónde te va a salir.

El Pisuerga, un nombre que parece un apodo poco afortunado para el elegante Duero, da a Valladolid zonas tan desconcertantes como el final del tramo sur del Canal de Castilla, olvidado y silvestre para placer de los grafiteros, regala a la ciudad la belleza industrial del Puente Colgante, permite a los enamorados de cada primavera colgar de la pasarela del Museo de la Ciencia candados horteras para demostrarnos la pureza de su compromiso. También, en julio, acoge el río la procesión marinera de la Virgen del Carmen, en la que la comitiva, cofrades, párroco y el alcalde, surcan las aguas ofreciendo una insólita imagen. Al río, como el ratoncito ese del cuento que al final resulta que es el ser más poderoso del mundo, nada le asusta: sabe que tiene las de ganar.

miércoles, 13 de enero de 2010

Mi pueblo, en las Cortes

Si usted no se siente ni ciudadano del mundo, ni europeo, poco español, menos castellano-leonés y ni siquiera segoviense, sepa que el nombre de su pueblo, sea el que sea (se lo han mandado revisar a varios funcionarios) está en este panel. Si quiere comprobarlo sólo tiene que acercarse al edificio de las Cortes de Castilla y León, que ahora está en el mismo Valladolid, al otro lado del río. Cada una de las nueve provincias cuenta con su colorido marcador y su correspondiente escudo. Hay que reconocer que, en esta región, a número de provincias y de municipios no nos gana nadie (del número de habitantes no pone nada). Eso sí, si usted nació en una pedanía, no espere encontrarla: tendrá que pedir la hoja de reclamaciones en alguna ventanilla única.

domingo, 10 de enero de 2010

Vuelta a casa

Hasta los quince años, más o menos, pensaba que de adulta seguiría viviendo en mi barrio de siempre, en el casco antiguo, a ser posible en la calle Velarde, que era mi favorita. Años después, viví de alquiler en un piso bastante cercano a esa zona, aunque hoy, en perspectiva, no recuerdo aquel tiempo como especialmente feliz. Siempre me han inquietado esos pueblos pequeños y aislados en el páramo, con un núcleo de casas que se comunica, como una península, con un minúsculo y tapiado cementerio, destino de los paseos diarios de sus vecinos. Para muchos, un par de kilómetros cuadrados han sido todo el escenario de su existencia, lo que hoy puede causar espanto, cuando hay tanta gente que suspira por autorretrarse todos los veranos lo más lejos posible de su casa. Sin embargo, pocos, poquísimos se desprenden de sus raíces, y hay algo que te impulsa a regresar, con la ilusión de un indiano, y contemplar el camino recorrido.

Vivir de renta supongo que a algunos les parece inseguro, aunque yo, después de casi veinte años de experiencia en el tema, creo que la provisionalidad tiene bastantes ventajas –una no pequeña es saltarse las reuniones de propietarios– y se adapta bien a los meandros de esta vida tan breve. En Palencia compartí piso con dos chicas que no se hablaban entre sí, y tenía por vecinos arriba a un niño que cada mañana estampaba el tazón de cereales contra nuestra colada y abajo unas mujeres que cada noche juntaban a veinte vecinas para rezar un sonoro rosario. En Madrid estuve en el piso de una divorciada que vengó sus recuerdos alquilando el inmueble con todos los detalles de la vida matrimonial dentro, recuerdos de viaje, fotos y libros dedicados incluidos.

Cuando llegué a Valladolid viví con unas chicas que tenían un gato que me amargaba la existencia. Para poder tener un buzón para mí sola me instalé después en un “apartamento” que pasaría fácilmente por un cuarto de calderas, y luego fui a un piso soleado y medianamente normal, en el que comencé a conocer las beneficiosas rutinas de la vida doméstica. Recuerdo la primera visita a la casa en la que estoy ahora, el salón vacío, grande y luminoso, en el que inmediatamente imaginé corriendo feliz a mi primer hijo, un bebé por entonces. También mis caseros, cuando compraron este piso, soñaron con que sus hijos crecieran en ella, en su Valladolid natal, y sin embargo el trabajo les llevó, sin vuelta, a Madrid. Supongo que unos vivimos en los sueños de otros, y otros viven en los nuestros.

Tu casa marca tu orden y tu desorden, lo que has hecho y lo que está pendiente. Hacer las maletas exige una tarea física y también exige desprenderse de la mayoría de lo que tu casa guarda para elegir lo esencial, lo que te acompañará a otra parte. Creo que todos los que hemos vivido, estudiado y trabajado muchos años fuera hemos fantaseado con poder irnos sin maleta alguna, con las manos en los bolsillos, y no con esa especie de bola de presidio con ruedas. La maleta, aunque la escondas de tu vista debajo de la cama, te susurra por la noche: “Recuerda que las vacaciones se acaban, recuerda que tienes que volver a casa”. “¿A casa? ¿Pero es que Segovia ya no es mi casa?”, te preguntas, sin encontrar una respuesta convincente. De vuelta a Valladolid, deshaces las maletas, riegas las plantas y pones la cafetera. Suena el teléfono. “Sí, la carretera bien. Ya estamos en casa”.