viernes, 26 de agosto de 2022

Sujetar la pancarta

En los noventa entrevisté a un niño que me contó que de mayor quería ser sindicalista, como su padre, para defender a los trabajadores. No sé qué habrá sido del chaval, que era simpático y espabilado. Me pregunto si hoy habrá algún niño que se atreva a responder eso mismo. Para algunos, un sindicalista es un jeta, o en el mejor de los casos, un señor que come gambas. Aunque la bolsa de congeladas no sea demasiado cara, desde luego menos que una sandía, se ve que los sindicalistas tienen fijación con las gambas: los patronos deben ser frugales y vegetarianos.


Algo que me sorprendió cuando llegué a Valladolid fue la fuerte identidad obrera. Barrios enteros se construyeron para alojar a las familias que vinieron, muchas de los pueblos, a trabajar en la industria del automóvil. Gente que no tenía nada y que trabajó duro para ganarse un jornal y, poco a poco, sus derechos, contenidos en esa palabra mágica: “convenio”.  Conquistas comunes que, en las ciudades pequeñas, sin industria y con empresas familiares y atomizadas, casi no se conocían. Los afiliados de entonces hoy ya no están, y, en este mundo de yo-me-mí-conmigo poco queda de ese orgullo de pertenencia a un gremio. Pocos se sienten identificados como “trabajadores”, si acaso con su segmento profesional, con sus específicas reivindicaciones, que a veces chocan entre sí. Las de los pensionistas, con la mayor esperanza de vida conocida, con las de los mileuristas, con dificultades para sumar años de cotización; las de los interinos, con las de los que opositan. Las de los empleados públicos y sus trienios, con los de las empresas privadas, en las que sumar antigüedad es pecado… No sé si la lucha de clases está obsoleta, pero desde luego la lucha de unos contra otros está de plena actualidad. El discurso de los sindicatos vadea entre todo ello, tratando de agradar o al menos no molestar a sus clientes fijos, que suelen ser precisamente los que tienen más estabilidad, y eso les impide proyectar palabras que ilusione al resto, que es la mayoría.

Tampoco les ayuda, y de eso no tienen la culpa, que unos cuantos políticos jueguen cada día a hundir el sistema y a prometer la tierra de la leche y la miel. En medio de sus rebuznos, las reivindicaciones de los sindicatos son un prodigio de moderación y sentido común -también suenan aburridas y demasiado previsibles-, porque ellos sí saben que con las cosas de comer no se juega y que, si tiramos todo por la borda, los únicos con salvavidas no son precisamente los del jornal.

Este descrédito de los representantes de los trabajadores nos llega en el peor momento, tras la crisis del 2008, la pandemia y el remate de Ucrania. Algunos ya han tenido que pedir préstamos para hacer frente a la compra del supermercado, y a la vuelta está septiembre. Mientras sudábamos en este verano tórrido nos avisaban de que en invierno pagaremos el doble por mantener el radiador medio templado. Con esas contradicciones viene el futuro inmediato, para los trabajadores y también para los que aspiran a serlo. No se trata de unos pocos sectores afectados, sino de muchos, aunque los más tocados ni siquiera estén lo bastante organizados como para pedir turno y convocar una concentración en la Plaza de Colón, el manifestódromo de Valladolid.

La luz decía Antonio Gamoneda que era de todos los hombres, y que la tierra también lo sería algún día, pero últimamente caminamos en sentido contrario y la luz es más que nunca de Iberdrola. Las cuentas no salen y la gente pedirá soluciones, y si no hay camino dimisiones, que en realidad es un blanco más fácil. Habrá manifestaciones, tal vez no muy numerosas, porque lo de sujetar la pancarta cuesta, y más ahora que perdimos la costumbre de la presencialidad y algunos prefieren protestar en el coche, para ir cómodos, abultar más y hacer ruido. Pero las quejas que hay que contabilizar son las de los ciudadanos de a pie, una por persona, como los votos, no sea que la furia de unos pocos silencie el sufrimiento del resto. Ahí, en dar voz a la mayoría, deberían estar los sindicatos. Desperezarse de sus rollos habituales, no desgañitarse entrando en provocaciones estériles, dejar de otorgarse patentes de corso y ganarse su jornal, que consiste en dar la cara por los trabajadores, que tienen demasiado miedo para defenderse a sí mismos.

 

 

martes, 23 de agosto de 2022

La maldición de la belleza


Llevaba años sin pasar más de una noche seguida en Segovia. Compruebo que sigue importándome mucho, aunque no entienda bien lo que está pasando y hacia dónde va esta ciudad tan pequeña, que vive ensimismada en su belleza. Hace tiempo que odio cuando, al comentar que soy de aquí, el interlocutor responde “Me encanta Segovia, es preciosa”, o algo parecido. La belleza encierra siempre una condena, y desde luego la ciudad la está pagando. Este verano me he encontrado con mi gente de siempre, gente que me importa de verdad y se quedó aquí. El sol no reluce hoy en ninguna parte, pero la queja es coincidente. Nada se mueve. Ese es el resumen. Por eso lo de la maldición de la belleza: si se trata de conservar, que nada cambie puede parecer una virtud. Pero entremedias de lo romano y lo románico, hay ciudadanos, que tienen una vida, que posiblemente no pasará a la posteridad, pero vida, al fin y al cabo.

Es simbólico el cambio de los jardines del Alcázar. Busco la arena junto a los bancos en los que me sentaba con mis padres de niña, en la que me entretenía dibujando con un palito. Ahora todo está cubierto de piedra, y sí, la entrada es lisa y despejada, más cómoda y accesible para los miles de visitantes que recibe. Trona un altavoz, y les habla a ellos, no a mí, que ya voy sobrando en este orden orwelliano. Esa sensación de orfandad, cuando el sitio en el que naciste está, pero no es, se amplía a la Plaza, a esos bancos en los que se sentaba la gente mayor que vivía en pisos hoy cerrados o remozados para acoger turistas o estudiantes, con alquileres desorbitados. La Plaza ya es territorio comanche, y la Calle Real en su conjunto, donde ya huele más a gofre que a asado.

Los segovianos han retrocedido y creado nuevos asentamientos más allá de intramuros. Fernández Ladreda, ahora Avenida del Acueducto, es el nuevo centro. Los barrios del ensanche, donde se asentaron los funcionarios y pequeños empresarios en los setenta, hoy también tienen pocos niños. Las parejas jóvenes marcharon aún más allá. Segovia ya no es la Plaza, eso es Old Segovia. Segovia ahora toma cañas en las terrazas de San Millán, de José Zorrilla, de Nueva Segovia o en el extrarradio. Si quiero encontrarme con antiguos compañeros de instituto, imposible verlos a menos de dos kilómetros de la Catedral. El epicentro social es el Mercadona de La Lastrilla o de Nueva Segovia, ahí sí que hay segovianos normales, corrientes y dolientes.

En los pisos con precio más asequible (aunque nunca lo es), se van asentado nuestros nuevos vecinos, más segovianos ya que yo misma, que vienen de aquí y de allá. Son muchos, y me sorprende no conocer todavía a ningún concejal ni portavoz que los represente. Escucho la radio y parece que nada ha cambiado, pero ya no hay nada igual, nada.

Echo en falta dejar de hablar de lo que fue y ponerse a hablar de lo que es. La estampida de segovianos, y posible retorno. Los nuevos segovianos. Y en medio, Segovia. ¿De quién es Segovia? Porque no me creo eso de que sea Patrimonio de la Humanidad. ¿De los pobres de Malawi, de las mujeres afganas, de Biden y Putin? En un pequeño porcentaje, y solo moralmente, no en euros, ¿es de los segovianos? Sí, supongo que lo es, o debería de serlo. El centro parece sacrificado a su destino. Pero llorando por lo perdido se ha dejado que acampen los que tienen claro cómo beneficiarse de él. A mí me gustaría asistir a un debate con los dueños de Segovia. El Alcázar tiene dueños; la Catedral, también; los locales en los que se asienta nuestra hostelería y los inestables comercios de la Calle Real son de gente e instituciones, y no de mucha gente e instituciones, apenas un puñado; los usos de los espacios más bonitos de la ciudad están determinados en buena parte por la hostelería, quiero decir por los dueños, no por los camareros; la universidad, especialmente la privada, está creando una tensión insólita en la vivienda, que es inaccesible para habitantes permanentes y que acabará en manos de inversionistas. A lo mejor estaría bien saber si todos ellos, o al menos alguno, tienen algún plan para la ciudad, o si solo se trata de arramplar con lo que puedan y luego ya veremos.

A lo mejor era también interesante y democrático escuchar a los que viven en los huecos menos deslumbrantes y se dedican a ganarse un sueldo sosteniendo la tramoya de este gran parque temático en el que la ciudad se ha ido convirtiendo. Porque Segovia será de unos pocos, pero a Segovia la mueven, como ya se vio en la pandemia, camareros, limpiadores, dependientas, cuidadoras de ancianos, albañiles, mecánicos, maestros, enfermeras… y hasta los denostados funcionarios. También la sostienen con sus impuestos, y son los que votan, por cierto.

Ese muro entre la Segovia de escaparate y la de andar por casa debe ser mínimo, casi imperceptible. Si los segovianos se sienten incómodos y ajenos en su propia Plaza Mayor tenemos un problema, por muy mona que quede en las fotos de los turistas. A veces pienso que los visionarios de aquel Panorámico, hoy presa de la maleza, no andaban tan desencaminados. Solo que lo proyectaron al revés: al casco antiguo se lo ha merendado el turismo, y a este paso van a ser los segovianos los que tendrán que utilizar el Panorámico para reunirse en algo parecido a su ciudad.