En cierto sentido, fue un alivio que por fin el presidente del Gobierno hablara y encomendara la penitencia: esto y lo otro. Ahora ya sabía qué hacer. En realidad ya lo estaba haciendo, porque desde hace algunos meses le da pudor pagar a plazos o hacer compras grandes. Sale a la calle, compra el periódico, echa la Primitiva. En la cola del supermercado, observa la compra de los que van delante, una pareja joven con un niño. Llevan cuatro botellas enormes de refresco, arroz, pasta, pan de molde, un pollo, tomate frito, una malla de naranjas, yogures, doce latas de cerveza y pañales. En el último momento, la mujer agarra un par de velas con olor a canela, un capricho que cuela entre la comida. El tipo se pregunta si la pareja tendrá trabajo, se pregunta si, cuando crezca, ese niño vivirá mejor que sus padres.
Aturdido, nuestro tipo normal embolsa su compra, y repara en el cliente que le sigue, un señor muy mayor que lleva pan, sopa de sobre, dos latas de comida para gatos y seis bolsas de perritos calientes. “Le faltan 36 salchichas para rellenar los perritos”, le comenta, sonriente, el cajero. “No, no, si los bollos son para los pájaros, es que les gustan más que el pan”, responde el señor, que se va caminando muy despacio, apoyado en el paraguas. Y el tipo normal sale detrás, observando la cojera del anciano de la tribu que conoció los tiempos en los que había hambre y no crisis. Y el tipo normal acelera el paso, respira fuerte y vuelve a sentir sólo miedo de su sombra, de su sombra normal, de la de todos los días.