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viernes, 14 de mayo de 2010

Un tipo normal

Pongamos que, como Camps, un ciudadano normal se siente como Juan Sin Miedo. Es decir, como un tipo que sólo tiene miedo de su propia sombra. Al fin y al cabo, la sombra de una persona honrada no puede ser más desasosegante que de la de cualquier político, sea honrado o de los otros. Vino el otoño pasado, pintado de crisis y de gripe A, y el tipo normal se preparó para sortear el tema, aunque los tiros se escuchaban lejanos. Después le dijeron que en su país se habían hecho mucho peor las cosas, y comenzó a sentirse culpable, porque tenía una hipoteca y pagaba de vez en cuando con visa. Más tarde aseguraron que la cosa no remontaba porque Europa no era competitiva, y nuestro amigo comprendió que definitivamente era responsable de todo lo que ocurría, porque la razón de la crisis no estaba en los bonos basura americanos de los que hablaba Leopoldo Abadía, sino en la vida corriente y moliente que todos llevaban, con sus médicos de cabecera, sus coberturas de desempleo y sus pensiones de viudedad.

En cierto sentido, fue un alivio que por fin el presidente del Gobierno hablara y encomendara la penitencia: esto y lo otro. Ahora ya sabía qué hacer. En realidad ya lo estaba haciendo, porque desde hace algunos meses le da pudor pagar a plazos o hacer compras grandes. Sale a la calle, compra el periódico, echa la Primitiva. En la cola del supermercado, observa la compra de los que van delante, una pareja joven con un niño. Llevan cuatro botellas enormes de refresco, arroz, pasta, pan de molde, un pollo, tomate frito, una malla de naranjas, yogures, doce latas de cerveza y pañales. En el último momento, la mujer agarra un par de velas con olor a canela, un capricho que cuela entre la comida. El tipo se pregunta si la pareja tendrá trabajo, se pregunta si, cuando crezca, ese niño vivirá mejor que sus padres.

Aturdido, nuestro tipo normal embolsa su compra, y repara en el cliente que le sigue, un señor muy mayor que lleva pan, sopa de sobre, dos latas de comida para gatos y seis bolsas de perritos calientes. “Le faltan 36 salchichas para rellenar los perritos”, le comenta, sonriente, el cajero. “No, no, si los bollos son para los pájaros, es que les gustan más que el pan”, responde el señor, que se va caminando muy despacio, apoyado en el paraguas. Y el tipo normal sale detrás, observando la cojera del anciano de la tribu que conoció los tiempos en los que había hambre y no crisis. Y el tipo normal acelera el paso, respira fuerte y vuelve a sentir sólo miedo de su sombra, de su sombra normal, de la de todos los días.