sábado, 30 de julio de 2011

El mercado de los jueves

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Una mujer ha colocado un buen montón de ajos y una balanza doméstica sobre una mesa de camping. A cada rato, grita: “aprovechaos hoy del ajo, chicas”. Este descarado eslogan intimida a las posibles clientas, que aprietan el paso, sin mirar apenas la blanca mercancía. A pocos pasos, un par de camiones muestran un damero de cajas de bollos, galletas y tortas cubiertas de azúcar. Encurtidos, cortezas y gominolas; botones, cintas y lanas; zapatos y zapatillas que si vas a casa y no te valen los puedes cambiar al jueves siguiente; mostradores de bragas supertalla y de minitangas imposibles; vestidos-bata para señoras y camisetas modernillas, todo se agolpa en el pasillo que rodea la elipse de la Plaza Mayor.

Hay expectación en los puestos más revueltos, cubiertos con prendas de ropa o quizás retales de tela, quién sabe, todo a un euro. Junto al ayuntamiento cuelgan pellejos de conejo y de zorro de segunda mano para economías modestas que consideran que sin pieles no hay domingo bueno, batas de cola para amantes del flamenco y una pila de bermudas que un hombre vende a cinco euros, y que además asegura que “tienen música”.

Tebeos arrugados, números antiguos del “Burda”, cintas de casete y elepés a un euro, y cosas extravagantes como un reposaguitarras, un aparato para hacer estiramientos o un cencerro dan el “toque rastro” muy del gusto del visitante accidental. Los hay muy tontos que cada jueves pasan por la Plaza como si no se enteraran de lo que allí está ocurriendo, atravesando los puestos en plan egipcio. Pero los que estamos en el ajo y en los ajos nos damos cuenta de que miran de reojo, y que para disimular hacen como si se interesaran por algún libro usado, que puede ser un incunable o bien una castaña, según.

Aunque lo anteriormente descrito pudiera indicar lo contrario, en esencia el mercado de los jueves alimenta a esa gente del montón que, en plan Numancia, sobrevive en el casco viejo de la ciudad. Gente que, en las cocinas de los pisos normales, no en viviendas de lujo rehabilitadas, cuece verduras y legumbres olla exprés y tiene la manía de reponer cada semana las piezas de su frutero.

Sólo por unas horas, la plaza deja de ser ese precioso decorado al que –no le queda otra– está condenada y los vecinos se amotinan para exigir lo suyo. ¡Ciruelas claudias de Ávila! ¡Melones como la miel! ¡Aceitunas barranqueras! ¡Patatas pequeñas para ensaladilla! ¡Calabacines de la provincia! Y las gentes llenan los carros y las bolsas, a veces con tantos kilos que los más viejos del lugar tienen que pararse un rato para tomar aire, antes de escurrirse por las callejuelas y dejar la Plaza plácidamente ordenadita, hasta el jueves siguiente.




lunes, 25 de julio de 2011

Librerías de barrio

librerías de barrio
Entre los recomendados de la lista de libros que nos pasó la profesora de Literatura para el verano de 1982 estaba “Viento del Este, Viento del Oeste”. Sólo un año antes todavía leía historias de los tres investigadores y unas que editaba Molino para adolescentes que hacían sus primeros pinitos como arqueólogas, publicistas o jinetes mientras descubrían algún que otro misterio. No recuerdo bien el resto de los libros de la lista –me suena de aquella época Juan Salvador Gaviota, Heminway, Delibes, Unamuno, Clarín, tal vez Galdós–, porque el primero que leí fue el de Pearl S. Buck, y me enganchó tanto que dediqué el verano a leer el resto de los que había en la Biblioteca Pública de la misma autora: La buena tierra, Peonía… En todos ellos había mujeres con pies diminutos atrapados en vendas, concubinas celosas e infelices, campesinos pobres y señores ambiciosos, y bebés regordetes vestidos con ropas de color rojo carmín. Como entonces no había Internet, cuando abrí las páginas de “Viento del Este” no sabía ni quién era el autor ni de qué iba la trama, ni siquiera que hablaba sobre China. El volumen de la biblioteca tenía unas cubiertas enteladas de color granate suave, con el título impreso en letras doradas. El otro día busqué el ejemplar en las estanterías de la biblioteca, pero claro, ha pasado demasiado tiempo y ha sido sustituido por una edición de bolsillo con un título en tipografía chinesca que da bastantes pistas sobre su contenido. En una esquina de la portada indica “nosecuántos miles de ejemplares vendidos”, no sé bien si para distinguir o vulgarizar la obra.

En esa fascinación de los doce o trece años por este best seller, y también por los libros de Agatha Christie, leídos y releídos tantas tardes de verano de un tirón, están buena parte de mis preferencias actuales, que yo diría que es una mezcla de las piezas lacadas y el té de las cinco. Por alguna carambola comencé a escuchar Radio 3, y más tarde me hice socia del cine-club de la Uned, y del desaparecido Lumière. Y esos escritores, directores, músicos que admiraba a la vez citaban otros autores que les gustaban, y siguiendo aquellas pistas aprendí a encontrar canciones, imágenes y palabras que me ayudaron a crecer y que, definitivamente, hacen que mi vida sea mejor.

Me fijo siempre en los escaparates de las librerías de barrio. En Valladolid hay muchas: cuanto más grande es la ciudad, menos sentido tiene ir a las calles del centro para aprovisionarse de lo esencial, y tener herramientas para escribir y leer sigue siendo esencial. La mayoría de las papelerías sobrevive, como las mercerías, vendiendo pequeñas cosas, que a veces cuestan unos céntimos: cuadernos, gomas, bolígrafos y cartulinas. También siguen adelante gracias a la venta de libros de texto, si pueden hacer frente a la apisonadora de la competencia de las grandes superficies. Pero aún las más pequeñas cuentan con su selección literaria. Contra los kioscos de las estaciones de tren, que se aprovisionan exclusivamente de esa selección de los libros más vendidos por los que apuestan las grandes editoriales, las pequeñas librerías de barrio hacen sus propias composiciones sobre la literatura necesaria para sus vecinos porque ¿quién conoce mejor que ellos lo que quieren leer los clientes de la zona?

En el enano escaparate de estas tiendas si un libro está es que se ha ganado a pulso su presencia. Si aguanta un Pérez-Reverte, un volumen de anécdotas de la historia, un Javier Marías y un Punset es porque alguien de barrio lo ha comprado y leído, y posiblemente hasta comentado con el librero que le ha gustado. Si permanecen ediciones de clásicos es porque en los colegios cercanos los siguen mandado leer, y tampoco pueden faltar diccionarios, algunos ensayos sobre historia, manuales de salud, cocina y botánica, biografías, un buen surtido de libros para niños que no sean demasiado caros ni demasiado vanguardistas… De pronto aparecen uno o dos volúmenes de alguna editorial minoritaria que el librero sabe que funciona, porque hay un vecino rarito que de vez en cuando cae por ahí. Y puntualmente cada venta es repuesta, una a una, porque en las librerías de barrio no pueden permitirse tener esos tacos de decenas de ejemplares de la misma obra. Aquí se vende best seller (o más bien, “solid” seller), pero al detalle Y así te das cuenta que el best seller no va a comprarlo un rebaño entero, sino la chica que trabaja en la peluquería de al lado, porque el autobús que le lleva hasta Laguna tarda mucho, o el señor que se quedó viudo y ahora pasa mucho tiempo sentado en el parque. Y si leer a Pearl S. Buck te lleva a la literatura underground china, pues vale. Pero si te lleva a leer otro libro de Pearl S. Buck, pues vale también. - See more at: http://www.eladelantado.com/blogsAutorId.asp?id=39&tit=Conexi%F3n%20Campo%20Grande&post=1721#sthash.gNZWKzTm.dpuf

viernes, 15 de julio de 2011

Amores del McDonald’s

Domingo en el McDonald’s. Hace calor y todavía no ha anochecido. En el McAuto, coches de parejas con niños hacen cola para llevarse la bolsa de papel marrón hamburguesero que evitará tener que cocinar la cena antipática del domingo. Dentro, también hay atasco de chicos y chicas de edades entre la adolescencia y la selectividad, que alargan el fin de semana comentando cansinos las aventuras del sábado. Algunos han cuajado en pareja al ritmo de los exámenes finales, y aprovechan la cola para investigar un poco más sobre los besos. Esta noche los príncipes del McDonald’s son un chico y una chica muy guapos, que debe hacer más tiempo que se ennoviaron, porque no hacen ningún esfuerzo por dirigirse la palabra. Devoran sus menús XL y a ojean de vez en cuando la pantalla de sus móviles, y cuando sólo quedan en la bandeja unas hojas de lechuga manchadas en ketchup, se marchan en silencio.

En las mesas aguantan grupos de chicas –las pijas, extrañamente seguras de sí mismas; las raritas y tímidas, sintiéndose fuera de sitio; las que parecen anodinas y les dio por ponerse un piercing a fin de curso y todavía tienen la nariz enrojecida –, casi todas vestidas con pantalones muy cortos y cabellos muy largos. Una se lamenta de las compañeras de clase que tiene, “que son todas unas chonis”, y comenta sus escasas posibilidades de ligue “porque la mitad de los chicos son gais y la otra mitad más tontos que una piedra y no se puede hablar de nada con ellos”.

Un grupo con ellas y ellos comparte hamburguesas de a 1 euro y sopesan cuánto bebió no sé quién la noche anterior, que por cierto tenía 100 euros y no invitó a nadie, y también se preguntan si no se cuál se meterá algo, porque comenzó a hacer musculación hace un año y está ya como el capitán América. Entregados a contar anécdotas, por un momento se olvidan de esos cuerpos que les limitan y persiguen, que parece que no acaban nunca de poner en su sitio, como si dentro de los gigantones en los que se han convertido resistieran acobardados los niños que fueron hace bien poco.

Mientras hablan de si estudiarán ciencias ambientales, nutrición o criminología, según, lo único que realmente les apetece es enamorarse y colgar uno más de los candados que decenas de parejas vallisoletanas enganchan a la valla del puente del Museo de la Ciencia, tirando después la llave sobre el Pisuerga. Ya lo hicieron Salo y Eli, Roberto y Belén, Sara y Dori, Solete y Lunita, Eli y Casper, Cookies y Pimpim, Manuel y André… Nada original, de acuerdo, pero a ellos las promesas de amor eterno les deben de sonar a nuevo. El otro día leí en la puerta de un baño de la piscina una frase bien tierna: “No puedo olvidarme de ti, porque cuando empiezo a olvidarte me olvido de que te tengo que olvidar”. La mismita que decoraba la puerta de otro baño, en el instituto Andrés Laguna, hace casi ¡treinta años!