sábado, 28 de diciembre de 2013

Los martes a las cinco

La cita es los martes a las cinco, en la parroquia. Antes de que abran ya hay una mujer, que aguarda con las manos en los bolsillos. Tras la ropa oscura y la melena descuidada está el rostro de una chiquilla. Solo levanta la mirada cuando llega la voluntaria de Cáritas, a la que muestra un sobre doblado. Contiene palabras que no comprende del todo, pero sabe que significan “no”. Cuando salga del salón parroquial, la chica cansada llevará una bolsa grande con legumbres, arroz, cola-cao, aceite y una barra de de turrón, porque los feligreses se han acordado de que, si es Navidad, lo es para todos. Necesita la comida, pero sobre todo quiere que alguien escuche su historia, la de una mujer todavía muy joven que ya no siente rabia, ni despecho. Se siente derrotada.

En este barrio, que no es el más rico pero ni mucho menos el más pobre de la ciudad, el grupo de voluntarios está en contacto con cerca de sesenta familias que viven con grandes dificultades. Han hecho un mapa para atender a cada una al menos una vez al mes: hay una veintena de calles, así que programan de cuatro a seis calles cada martes, lo que significa una media de doce familias por tarde. De cinco a ocho, en una sala con una gran mesa rodeada de sillas de todos los tamaños y colores, hablan sobre lo que ha pasado desde su último encuentro. Que han recorrido los polígonos sin encontrar trabajo. Que necesitan pagar la medicación del niño, que tiene asma. Que han vuelto a beber más de la cuenta. Que no pueden asumir los recibos de la luz o del gas (la calefacción ninguno puede permitírsela, así que este invierno se han repartido más mantas que nunca). Un par de ellos responden al estereotipo de marginado que es incapaz de someterse a la disciplina de vivir en sociedad. Pero el resto quería ser como los demás y en algún momento todo se torció. Gente obrera, que no ha levantado cabeza desde la debacle de la construcción. Pensionistas con hijos y nietos a su cargo, que trabajan más que nunca. Hombres separados que han roto con todo, profundamente solos. Madres con hijos, que les acompañan mientras son pequeños, y que desaparecen y se avergüenzan de su situación cuando llegan a la adolescencia. Mujeres inmigrantes sin nada pero que quieren seguir viviendo aquí, en un país en el que nadie puede decirlas que valen menos que un hombre.

Cada uno de ellos aguarda su turno para llevarse alimentos en su vacío carro de la compra, y para que una voz les recuerde que la pobreza no puede arrebatarles la dignidad. El otro día las cifras del paro mejoraron una milésima en el barrio, porque una mujer que hace ya demasiado tiempo perdió su trabajo de administrativa tenía un contrato de limpiadora. Aunque sea por pocas semanas y doce horas al día, estaba contenta. Por eso entran dudas de que la botella esté medio llena o medio vacía dependiendo solo de cómo lo vea una; salvo que seas rico, el trabajo ayuda mucho. Sólo en los cuentos infantiles la pobreza se resuelve llenando el estómago. Pobreza es también no tener calor, ni teléfono, ni medios para poder desplazarse; pobreza es vivir en una casa con goteras y con el baño estropeado.

Hay martes que los voluntarios se van a casa tocados. Ojalá pudieran arreglar los problemas con la misma facilidad que reparten cartones de leche y paquetes de galletas. Escuchan a las sesenta familias que lo pasan peor en un barrio de una ciudad de un país lleno de gente que no ve futuro más allá de la crisis. Pero el futuro está ahí, el martes que viene. Un nuevo día para intentar ayudar.



PD.- Gracias al equipo de la parroquia vallisoletana de Sto Tomás, por guiarme en este artículo.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Los naranjos del Alcázar

Antes de que cerrara definitivamente Vallés, compré a precio de saldo algunos de los libros que quedaban en las estanterías del levadizo del local. Uno de ellos era de cuentos infantiles, de la editorial Toray, en una colorista edición ilustrada por María Pascual. Una de las narraciones se titula Los naranjos del Alcázar, y transcurre en el Alcázar de Segovia, en los tiempos en los que era morada de Alfonso X. Cuenta en sus páginas que el rey Sabio recibió de un mercader árabe como regalo dos pequeños naranjos, que trasladó a Segovia, para disfrutar en primavera de la belleza y perfume de las flores de azahar. A partir de ahí, se cruza en el relato la historia de amor entre la hija del jardinero real y un joven y tímido paje, que, tras alguna vicisitudes y como cabe esperar de todo cuento infantil que se precie, acaba en casamiento.

Despejado el destino de sus protagonistas, la pregunta que surge es si la historia que cuenta fue verdadera, o al menos verosímil. En el Alcázar han crecido rosales y picoteado pavos reales pero ¿hay, hubo o pudo haber naranjos? “Lamento comunicarle que no ha habido ni hay ningún naranjo en el Alcázar”. Esa fue la respuesta, concisa y precisa, remitida amablemente desde el Patronato del Alcázar. Ningún vivo recuerda tal circunstancia. Claro que podría, al menos, existir alguna referencia, alguna leyenda que lo mencionara. Podría existir, porque, como señala Antonio Ruiz, que se conoce el Alcázar del derecho y del revés, Alfonso X pasaba muchas temporadas en Segovia, y era una persona “sumamente curiosa”. Un hombre como él, que tenía a su equipo de traductores para absorber la sabiduría de los pueblos “infieles” podría también haber querido traer a su alcázar un pedazo de la belleza de los patios de las mezquitas, aunque sólo fuera un par de tiestos con pequeños naranjos amargos. Y pudo hacerlo, y esos naranjos pudieron atravesar el frío invierno de la meseta y soportar las mañanas de escarcha si el jardinero del rey, que no sabemos si tenía una hija enamorada de un tímido paje, supo buscar el lugar adecuado para que en primavera floreciera el azahar. Porque resulta que a pocos metros, en el Romeral de San Marcos, ha aguantado mucho tiempo un citrus, protegido como en un invernadero natural gracias al abrigo prehistórico de una cueva caliza y los rayos de sol del mediodía.

Sí, la historia que recogía este cuento escrito en Barcelona hace más de cuarenta años y que nunca había escuchado antes podía ser real. Pero también podría ser sólo fruto de la imaginación del autor. El libro no daba demasiadas pistas. En letra pequeña, mucho más pequeña que el nombre de la autora de los dibujos, ponía: Cuentos de siempre. Adaptados por Eugenio Sotillos. Sotillos había sido jefe de redacción en Toray en los años sesenta, en plena efervescencia del tebeo. Cuentan lo que trabajaron con él que era una “esponja” que asimilaba todo lo que veía o leía; también, que muchas veces a partir de un título elegido al azar su imaginación construía el guión entero.

Cuando los tiempos del tebeo quedaron atrás, Sotillos, que no esperó para escuchar mis preguntas y falleció hace algo más de un año, siguió escribiendo textos de todo tipo, entre ellos adaptaciones para cuentos. Entre ellos, Los naranjos del Alcázar. Puede ser que se inventara la historia de cabo a rabo, o puede que lo que Eugenio escribió un día, a cambio de un jornal, ocurriera así en realidad. Porque con Alfonso X tampoco he podido hablar.




Gracias: a todos los que responden a mis peregrinas preguntas, y en especial a Manel Domínguez, que compartió los despachos de Toray con Eugenio Sotillos en los años sesenta y que ha compartido también conmigo sus recuerdos.

Las ilustraciones son del libro mencionado, editado por Toray en 1985 (era la décima edición).

Introduzco (el 27 de febrero de 2014) un mensaje que he recibido que aporta nueva información sobre lo que cuento en el artículo. Información que amablemente me ha trasladado Juan Manuel Santamaría y que a continuación reproduzco:

"El Ateneo segoviano convocó un concurso literario, el año 1931, al que Eduardo Navarro Cámara presentó varias leyendas en verso, una de ellas La flor de azahar. Y no pasó nada más, pues nadie se hizo eco de ella ni la transmitió en forma alguna hasta que Gustavo Manrique de Lara, residente en Barcelona y autor de varias antologías, la incluyó en una, publicada el año 1971.

Contaba que Fernando III el Santo, al conquistar Sevilla, se trajo como botín unos naranjos que fueron la envidia de cuantos los vieron. El embajador de Francia le pidió alguno para su rey, pero no los consiguió. Se los pidió luego a su hijo Alfonso X, pero tampoco. Sobornó a un paje enamorado de la hija del jardinero y una noche robaron macetón. Alfonso les sorprendió, les mandó detener, les interrogó y, al saber que el robo se hacía por amor, corrió con los gastos de la boda condenándoles a una penitencia, que llevase en la ceremonia un ramito de flores de azahar. Y de ahí nació la costumbre... De Manrique de Lara la tomó Sotillos..."