jueves, 25 de noviembre de 2010

Cocina por obligación

Odio cocinar. Vale, matizo: supongo que no más que el resto de las tareas domésticas. Limpiar el polvo, fregotear los baños, planchar la ropa, ordenar los trastos… ninguna de esas prácticas me hacen sentir mejor persona ni más realizada. Bueno, sí, me siento mejor cuando las termino, punto. Que la limpieza sea un rollo está admitido, pero no así la cocina. Visito un par de las librerías más grandes de Valladolid, y observo que dedican espacios enormes a la gastronomía y ninguno al modo más eficaz de limpiar retretes, por poner un ejemplo. “No haga zapping, haga la cena”; “El cocinero de Azaña: gastronomía de la República”; “Naranjas, el arte de prepararlas y comerlas”; “Geopolítica del gusto”; “Breviario de la fabada”; “La mejor receta para cada seta”; “Manuel de alimentación práctica para empresarios y estudiantes” o “Yogur: la sostenible ligereza del gusto”, son algunos de los miles de títulos que llenan las estanterías.

Son la prueba de que en el siglo XX cocinar o incluso comer se ha convertido en una tarea complicadísima que para ser culminada con éxito requiere de una vasta cultura. Mi abuela sabía cocinar porque era capaz de saber si una judía estaba ya cocida simplemente tocándola, y no como yo, que tengo que probarlas medio crudas, medio cocidas y pasadas para asegurarme de que hay que cortar el fuego. Pero no sé si mi abuela sabría cocinar hoy por hoy, dado que hasta comerse una naranja es un tema peliagudo que con toda probabilidad estamos haciendo mal.

Cojo un libro que promete: “Casi crudo”. Pero, decepción, la elaboración de los platos es más complicada aún que el de “Sferificaciones y macarrones”. Sin guía posible, me voy a hacer la compra. En el arcón de los congelados, un hombre coge un paquete de bacalao y le comenta algo a su pareja. “¿Pero qué te has creído, que soy Arguiñano? Que cocine tu madre”, le contesta ella. La apoyo. A las mujeres de antes no les quedaba otra que esforzarse en la cocina para conseguir que, al menos de vez en cuando, alguien les felicitara por su trabajo, como ocurría con las labores primorosas. Pero ahora cocinar es una tarea más en la agenda. Por la mañana puedes hablar de reducir costes en la empresa, y por la tarde te toca hacer albóndigas. A ver: con 45 albóndigas gorditas, llenas tres fiambreras (¿necesitábamos usar esa palabreja, tupperware?), o sea, tres días de comida congelada asegurada.

Hay muchas publicaciones, mucha cocina de autor, mucho programa y blog especializado, pero en la cola del súper la gente compra más precocinados que manadas de puerros. Echo a faltar un título en las librerías: “Cocina por obligación”. Ese lo compraría. Y a lo mejor Arguiñano también, porque seguro que más de un día no le apetece remover con la cuchara de palo.


lunes, 22 de noviembre de 2010

Domingo percebe

El domingo es un día fastidioso. Con viento frío, mucho más. Pero ayer salió el sol, y me encontré con un pulpo y un percebe, que estaban sentados en un banco del Paseo Zorrilla, y me animé bastante. El percebe es uno de los bichos más raros de la naturaleza, es difícil imaginar una cosa viva más fea, y por eso hay quien utiliza la palabra como insulto. “Percebe” está al nivel semántico del “ciruelo” con que Miliki desprestigiaba a los niños que metían la pata en su circo, o con el “membrillo” de los Héroes del Silencio. Descalifican, pero menos. Casi gustan.

martes, 16 de noviembre de 2010

El oro y su diente


Es privilegio divino, de las hadas y de los genios de lámpara, poder conjugar el imperativo del verbo ser. “Sea”, dijo la madrina, y la niña quedó cubierta por una lluvia de oro y de piedras preciosas, y no hacía falta más explicación porque quedabas convencida de que desde entonces su vida sería un sendero brillante y feliz. Luego escuchabas el cuento de Midas, ese pobre rey con tacto implacable, y el oro se convertía en una cárcel fría que le alejaba de morder una manzana o, la máxima crueldad, de los besos de su hija. Antes de que comprendiéramos la noción de infinito o aceptáramos que los bancos no tenían dentro el dinero que dicen guardar, nos hicimos amigos del oro. En el pasimisí había que elegir entre plata y oro, y casi siempre ganaba el segundo, aunque un día un niño que leía muchísimo y que quería ser explorador nos dijo que el platino valía más que el oro, y que había una cosa que se llamaba plutonio que valía más todavía, y nos dejó sin argumentos.

En estos años atrás que fuimos tan ricos el oro apenas relucía, se había vuelto opaco y tenía la forma de los ositos de Tous. Enseñar el oro a lingotazos era cosa de nuevos ricos o pobres que necesitaban cubrirse de brillo para sentirse poderosos ante la intemperie. Pero con la crisis el oro asoma su diente. En apenas dos años se han multiplicado los parados y esos establecimientos rotulados en negro y amarillo, como una zona de obra, que anuncian con grandes letras que compran oro. Antes los tasadores se refugiaban en pisos, buscando la discreción, pero ya no. En el Paseo Zorrilla, en un local donde antes vendían patatas fritas, hoy tasan alianzas y medallas de comunión. En la Plaza Mayor otro perista comparte soportal con el café Lion D’Or. “Empeñar es normal, te puede pasar a ti”, brama a los transeúntes el negro y amarillo.

El otro día me acerqué a la oficina de una caja de ahorros local que organizaba una subasta de joyas de su monte de piedad. Abrí la puerta y me topé con una mujer mayor, de piel curtida y vestida de negro, que esperaba a ser atendida, acompañada por una chica joven. Hicieron un gesto con la mano, invitándome a entrar: “Puedes pasar tú primero”. Me disculpé, y cerré la puerta. Ellas eran algunas de esas personas sin rostro que entregaban sus joyas a cambio de dinero, personas que no habría visto si no me hubiera equivocado de entrada.

A la vuelta del edificio estaba la sala con las cinco vitrinas que contenían las piezas a subastar. Un par de matrimonios, un señor mayor, y una madre y sus dos hijas recorrían la exposición. “Es una piedra turbia, pero no está rayada”, comentaba una de las mujeres, que parecía experta en alhajas. Allí, esperando una buena transacción, estaba el colgante de Merche, el broche de Tere, el anillo de Mamá, la pulsera de Josefina, el corazón de Ana, una placa dedicada a no sé qué doctor, un llavero carísimo de un aficionado al Real Madrid. Había elefantes, herraduras, cangrejos, ángeles. Todo de oro, de puro oro. Oro eres.