martes, 22 de diciembre de 2009

El hombre de rojo

Por si quedaba alguna duda sobre el lugar en el que se abastece, Papá Noel aterrizó en Valladolid descolgándose por la fachada del Corte Inglés. Consumado alpinista, tras décadas deshollinando chimeneas anglosajonas, y sin posible jubilación a la vista, se ve que el hombre anda necesitado del aplauso, después de décadas haciendo su trabajo de forma anónima y callada. Este año desde luego se ha ganado el pudin, porque tuvo mala pata y se le enredó la barba con el arnés y a punto estuvo de aterrizar encima de los infantes, que no entendían por qué Santa tardaba tanto en bajar. Menos mal que había dos gnomos entreteniendo al gentío, haciendo chistes sobre chichones y salchichones que a los niños, que no conocieron a Fofó, les parecieron buenísimos. Todo acabó felizmente, con los tortazos de rigor para acaparar la lluvia de caramelos, que me recuerdan a los tumultos absurdos que forman los mayores cuando los agricultores reparten patatas.

Papá Noel es, como dicen en los departamentos de recursos humanos, flexible. Dado que trabaja en plan autónomo, con cuadrillas de temporales cuando hay apretón de pedidos, va remodelando su imagen a las necesidades del consumidor. Le hemos conocido anacoreta del Polo, casado y con hijos, ganadero cuidador de renos y bebedor de Coca-Cola: todo le encaja bien. Sin embargo, los Reyes Magos, que funcionan en plan sociedad limitada superexclusiva, son mucho menos adaptables. No hay forma de llevar a uno o a dos, parte de su identidad radica en que son inseparables, como el Gordo y el Flaco: si no están el blanco, el negro y el de en medio, peligra el equilibrio diplomático. Encima, su vida es lo contrario de un libro abierto, es que no se tiene ni repajolera idea de lo que hacen salvo la noche del día 5. El resto del tiempo desaparecen, y eso, en estos tiempos en los que el Google Earth pronto avisará cuando la vecina sacuda el mantel con migas encima de tu colada, es más que sospechoso.

Y qué decir del ropaje. Mientras que Sus Majestades visten con ricos damascos y sedas del Oriente, con plumas de pavo real y esmeraldas tamaño huevo de ornitorrinco, Papá Noel va con pijama rojo de franelilla y barba de algodón. Lógico que el “club rojo” crezca cada Navidad, y que el gorro con pompón corone estos días a niños y jóvenes de botellón.

Me acuerdo del impacto que me causó, siendo niña, un reportaje que salió en la televisión del recientemente coronado rey Juan Carlos, en el que se le veía compartiendo la mesa con el dulce principito y las infantas con coletas. De pronto, el Rey dijo a su familia: “la sopa está caliente”. Lo normal, vamos, pero en ese momento, en el que tener un rey me sonaba a cuento de Disney, me pareció hilarante y sorprendente: “¡Jopé, el Rey dice que le quema la sopa!”. Pues es lo que me pasa con Papá Noel: que me da la impresión de que pronto me despertará por la noche para pedirme que le dé un antiinflamatorio para el lumbago. Majete, pero demasiado humano.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Mujeres al café

Hace unos días leía un estudio encargado por la Diputación de Valladolid sobre las mujeres rurales. De todos los datos que ofrecía, el que más me llamó la atención es que un 12 por ciento de las féminas afirmaban que no podían ir al bar solas. Era la primera vez que veía escrito algo que sabe cualquiera que haya estado en un pueblo, y no sólo de Valladolid. En nuestros pueblos, y me refiero a los pueblos pequeños –por debajo de mil habitantes, que son casi todos–, las mujeres van poco al bar. De hecho, los bares no están pensados para ellas: en muchos apenas hay un par de mesas, reservadas para la partida (masculina) de la tarde, y en algunos, ni mesas, porque la barra es más rápida y soporta mejor los chatos.

Virginia Wolf quería que las mujeres conquistaran una habitación propia, algo que, teniendo en cuenta la media de metros cuadrados de nuestro país, obligaría a meter la bañera en la cocina. A mí me basta con conquistar mi derecho a barra, cuando por la mañana me inyecto el café con porra, que es de la resurrección de cada día. Bueno, también necesito mi derecho a mesa, cuando alguna tarde (tan pocas) quedo con las amigas para arreglar sus vidas y que ellas arreglen un poco la mía, o la pongan patas arriba, depende.

En Valladolid es fácil encontrar a primera hora a mujeres mayores organizando mentalmente su día –la compra, el médico, la gimnasia, el paseo– delante del café con leche y las tostadas del bar de debajo de su casa. Eso les obliga a peinarse, a vestirse, a comunicarse con los demás, a estar en el mundo: sabias obligaciones. A mí las señoras jubiladas haciendo su plan me encanta, y es la prueba de que los tiempos están cambiando, y sin remisión, como decía Loquillo.

Detrás del derecho a café está, bien lo sabe el FMI, el salario, o al menos la clara percepción de que nadie puede fiscalizar lo que gastas. Esto es totalmente revolucionario, y como todas las revoluciones, contagioso. Cuantas más mujeres trabajando, más cafés; cuantas más jubiladas que trabajaron, más cafés; cuantas más mujeres toman café solas, más mujeres –trabajadoras o no– se animan a hacerlo. Y cuantos más cafés con amigas, menos soledad y menos trabajo para los psiquiatras. Alguien tenía que salir perjudicado.