viernes, 16 de diciembre de 2022

Hora punta en Santiago

Hora punta en la calle Santiago. No es cuestión de resistirse, así que me dejo llevar por la turba. Empieza a sonar “Alguien en la multitud, podría ser el que necesitas conocer”, de la banda sonora La La Land, y una coreografía gigantesca te arrastra en volandas por la calle. Todos tratamos de averiguar de dónde procede esa música, como los ratones de Hamelin. Cuando llegas al origen, en el centro de Santiago, te das cuenta de que solo hay altavoces. Somos nosotros mismos, los adolescentes y sus selfies, los matrimonios y las señoras mayores, los que conformamos el espectáculo. Es algo irreal, como las luces que paralizan el movimiento en las discotecas. La música nos impulsa sin freno hacia la Plaza Mayor. Allí, como en un estuario, la multitud se desperdiga. El meollo está en Santiago, esa es la calle de las promesas. En la Plaza, en casetas bien alineadas, artesanos y comerciantes muestran lo que tienen. Pasan frío y yo quisiera que vendieran mucho, aunque no sobre dinero en los bolsillos y consumir sea una cosa mala para el medio ambiente. Ahí sigue el tiovivo, como cada año, pero los niños con manoplas y caras frías ya no son los míos. El Belén es lo único que permanece quieto, a los pies del Ayuntamiento, ajeno a las alegrías mundanas. Estos días escucharemos eso de que la Navidad ya no es lo que era, que es banal y estúpida. Pero lo que pedían los apóstoles es “Auméntanos la fe”, no “Auméntanos las tradiciones”. Lo que hemos perdido es la fe, con solo un grano de mostaza sería suficiente para que no nos ofendiera un papá Noel de plástico. Yo siento algo especial en una iglesia, pero muchos no, y comprendo esta nueva navidad, esta alegría breve quizás cimentada en barro, en brillos horteras y memes ñoños, ajenos a lo que éramos los castellanos en otros tiempos, en los que no se podía elegir porque solo había pobreza. De pequeña jugaba a enterrar bajo la tierra un trozo de vidrio de una botella rota, verde o ámbar, y ponía debajo el envoltorio plateado de un chicle. Luego, con el dedo, descubría una ventanita del tesoro. En medio del barro, el cristal plateado refulgía como una piedra preciosa. No muy diferente función cumplen estos días las luces de la ciudad. A mí me parecen demasiadas, porque solo necesito una luz pequeña en medio de oscuridad. Pero para otros, el ritual navideño es el paseo por una calle de luz como es estos días Santiago, envueltos en una magia extraña que, pese a todo, no son solo vatios. No me creo que las luces supongan solo una traducción directa en compras o en consumiciones en la barra de un bar, aunque desde luego el ambiente repercuta. Desde este decorado, la ciudad ofrece su resistencia contra el embudo de la vida, que a veces parece una sucesión de paseos a Mercadona, una cola en la ventanilla del centro de salud o engullir tonterías en el móvil. Los que el sábado pasan por Santiago y forman parte de la coreografía, son los mismos que por la mañana han ido a la compra, han repasado los precios, y han llegado a la línea de cajas con temor, como quien va al confesionario a asumir una penitencia en forma de ticket. El otro día, en el pasillo del súper una mujer gritaba desesperada: “¡No compro más!”. Detrás de la bolsa de magdalenas, de la malla de naranjas, de la bandeja de pechugas de pollo, hay renuncias dolorosas. Esa misma gente que por la mañana se ocupa de racionar los alimentos que compra, por la tarde pasea por Santiago. Y unas horas más tarde, ya en casa, se mete pronto en la cama porque ya está bien de seguir teniendo los pies fríos con la calefacción a medias. Con el tablón que llevamos, encuentro un nuevo significado en aquello de “pan y circo”. Pan necesitamos todos, hoy y siempre. Circo -y no hablo de cabras equilibristas, sino del que sirve para aparcar los problemas y traer esperanza-, también necesitamos, para poder afrontar la vida. Quizás estas navidades de la inflación estemos sin quererlo más cerca de las de antes, porque buena parte de esa nostalgia por las pascuas de antaño tiene mucho que ver con la vivencia de la escasez, que contrastaba con la abundancia de la mesa de Navidad. Como el brillo del cristal roto entre la tierra.



viernes, 4 de noviembre de 2022

La detective y su método

Antes que periodista quise ser detective. Mamé el oficio leyendo casos de los Oyster, y después de Agatha Christie. Miss Maple era mi preferida. Hay algo doméstico y liviano en las mujeres investigadoras con lo que yo conecto. Ya sé que los grandes del género suelen ser hombres: Holmes, el Padre Brown comisario Maigret, Philip Marlowe. Las mujeres detectives, muchas veces relegadas a series de entretenimiento, suelen aparecer como excéntricas. Miss Marple es una viejecita encantadora, aficionada a los rosales y al té con bollos glaseados. La Sra. Fletcher mecanografía con dos dedos novelas de éxito, madrugando para hacer jooging sin despeinarse por Cabot Cove. Ambas son cordiales y respetables, suponemos que fueron amadas y posiblemente amaron, pero solo platónicamente, porque están entregadas a su peculiar sacerdocio de encontrar los culpables de los asesinatos que llegan hasta su puerta.


En el género el crepúsculo ha llegado cuando, además de investigar casos, la detective tiene que ocuparse de con quién dejan a su hijo cuando le toca de noche. La versión cruda sería la de la policía que interpreta Kate Winslet en Mare of Easttown, consumida por sus propios errores como madre y pareja, y a la vez implacable en su búsqueda de la verdad, tratando de comprender un mundo loco y sufriente del que ella misma se siente parte. Si la querida Jessica nunca abandonó la moqueta para encontrar al culpable y asegurar que en Acción de gracias las familias coman pavo, con Kate el delito es sólo la espuma del mundo desordenado, de una sociedad de solitarios que habitan compartimentos estancos de ciudades atomizadas, inhóspitas y caóticas, en las que el sueño americano reposa en el contenedor de basura.

Hay un librillo maravilloso, Divinos detectives, publicado hace poco por Ramón del Castillo, que ahonda en los motivos por los que nos atraen estas historias. También nosotros asistimos en nuestro barrio a misterios e injusticias sin freno, pero es difícil identificar a los culpables y sus motivos. Los casos de la vida real difícilmente se resuelven, y menos aún en un par de horas o a lo sumo una decena de capítulos, nunca podemos regresar a una vida totalmente apacible y sin incertidumbres.

No es muy diferente este interés por lo policíaco del que lleva al lector a clicar en las noticias sucesos. Cada día asoman casos horribles en los que, tanto como la pérdida absurda de una vida, asombra y desquebraja nuestro interior el precipicio al que se asoma ese humano que despedaza las leyes de la vida. No es extraño que el periodista sea con frecuencia una pieza esencial y a veces vehículo de la novela negra. No es extraño que la vocación de investigador termine en una sala de redacción. Ambos profesionales hacen, básicamente, las preguntas adecuadas. Ambos tienen algo de moralistas, aunque su gesto no deba delatarlo, porque los dramas hay que tratarlos con respeto y, aunque no atraiga a tantos lectores, con el menor morbo posible. Ambos deben cuidar de no perder su instinto de buscar la verdad, atendiendo sin denuedo a las víctimas.

El periodismo no es tan apasionante como creíamos en la facultad, así que supongo que tampoco lo es la profesión detectivesca para los que la eligieron. Leo en internet que cobran en Valladolid entre 40 y 70 euros hora “más gastos”, como diría Marlowe. La cartera de servicios que ofrecen, que será la que demanda la clientela, incluye seguimientos por infidelidades o a hijos que no consigues conocer, bajas fingidas, localización de personas, bullying. En general se contrata a un detective para que confirme lo que ya crees. Tal vez confirmen tus sospechas, o quizás te lleven la contraria, porque a veces los inocentes parecen culpables, y a la viceversa.

En el método detectivesco, bien lo sabemos los seguidores del género, se trabaja con hechos probados, no con prejuicios. Da igual que el culpable tenga 500.000 seguidores en redes sociales, que sea de tu partido o del de enfrente: los culpables se reparten por igual a ambos lados. Lo fetén es atenerse a las pruebas y no emitir juicios precipitados. El problema, como ya apuntó Chesterton, es que la ficción muchas veces gusta más que la realidad, y además es más barata.

lunes, 3 de octubre de 2022

Cosas inútiles e interesantes

El otoño llega una mañana que hay cola en el centro cívico. Mujeres con cazadora vaquera de entretiempo, también hombres, aguardan su turno. Las plazas más codiciadas son las de yoga, que se adjudican por sorteo. Pero hay decenas de talleres, de memoria, idiomas, pintura, bolillos, de cocina, baile, coro, mandalas, ajedrez, meditación, paseos saludables, corte y confección… Leo: “Tardes geográficas Everest, con charlas sobre la Vuelta al Mundo, el Camino del Cid o las misiones espaciales”, para viajar como Verne, con la imaginación y las palabras. Otro: “Taller con C-Alma: practicaremos la atención plena y la escucha interior, para ganar en serenidad, concentración y alegría”. Más: “Taller de creación literaria. Para pasar un rato a solas, para no estar solo. Porque no sé quién soy, porque estoy harto de ser yo”.


Decía Bertrand Russell que, dado que hasta en las vidas más afortunadas hay momentos en que las cosas se tuercen, conviene tener todos los intereses posibles. No intereses bursátiles, sino el sano hábito de interesarse por cosas “inútiles”, en el buen sentido de la palabra. Russell, un señor inteligente y estudiado como pocos, lamentaba ya en 1930 que la educación se hubiera convertido en el entrenamiento de habilidades específicas; eso que ahora llaman “competencias” como medio para lograr un trabajo que no sabemos si será o si llegará, por muy competentes que seamos. Por el contrario, señalaba, la educación “cada vez se preocupa menos de ensanchar la mente y el corazón mediante el examen imparcial del mundo”.

Advertía sobre esas trampas al solitario que nos prepara la mente, siempre dando vueltas a cuatro cosas que nos traen por la calle de la amargura, y sobre lo importante que es conservar tu caja de juguetes, tu patio de recreo particular donde refugiarte cuando afuera, en el mundo de los mayores, aúllan los lobos, y se nos erizan los pelos del lomo porque no sabemos si somos nosotros las ovejas.

Bertrand recomendaba perseverar en el entusiasmo y en tener todos los intereses posibles. Cuantas más cosas te gustan más oportunidades de disfrute, aunque, como la vida es corta, no hay otra que elegir un puñado. Y en ese sentido, mejor adiestrarse con las que tengas más oportunidades de disfrutar, porque astronauta es una posibilidad, sí, pero muy remota y bastante cara. En ese sentido, él decía que la lectura era un placer superior al fútbol, porque leer se puede casi en toda circunstancia, y ver un partido solo a veces. Russell no era tan repipi como para sermonear sobre qué gustos son más refinados o convenientes: “Para el que le gustan, las fresas son buenas, para el que no le gustan, no lo son. Pero al que le gustan tiene un placer que otro no tiene, está mejor adaptado al mundo en que ambos deben vivir”.

Para los que tenemos la suerte de disfrutar entre papeles, un carné de la biblioteca te encumbra “capitán general”, como decía mi padre. Puedes toquetear los libros, las revistas, y en la ventanilla te atienden y te sirven con respeto, y sin mediar un euro. Y eso que en los casi cincuenta años de usuaria he acumulado una larga lista de penalizaciones por retraso. Pero da igual, te vuelven a acoger, una y otra vez. Y no solo a mí, que pago los impuestos que me corresponden, y muy feliz de que se gasten en que el centro cívico y su biblioteca enciendan la luz cada mañana. Un día, todavía en lo más amargo de la pandemia, todos embozados y asustados ante la posibilidad de compartir el aire de una habitación, reabrieron las puertas del centro cívico. Sin actividades, los pasillos estaban vacíos, y los corchos de las paredes limpios. En una esquina estaba sentado un chico de fuera, con los ojos cerrados, la cazadora puesta y la mochila en los pies, esperando a entrar en la sala de lectura, tal vez para hacer una consulta en internet, porque más gente de la que pensamos no tiene conexión. Levantarse, hacer la cama, y un plan pequeño para cada mañana, vivir, sin más.

Ahora en la biblioteca sigue conservándose el silencio, qué lujo leer sin distracciones, pero por los pasillos estos días comenzarán a escucharse sevillanas, y en los lavabos se limpiarán pinceles de acuarela y manos con arcilla. Se cruzarán señores con corbata que leen el Muy Interesante y también gentes en chándal, mucho chándal. Personas que se interesan por cosas, porque a nosotros mismos ya nos tenemos muy vistos.

viernes, 26 de agosto de 2022

Sujetar la pancarta

En los noventa entrevisté a un niño que me contó que de mayor quería ser sindicalista, como su padre, para defender a los trabajadores. No sé qué habrá sido del chaval, que era simpático y espabilado. Me pregunto si hoy habrá algún niño que se atreva a responder eso mismo. Para algunos, un sindicalista es un jeta, o en el mejor de los casos, un señor que come gambas. Aunque la bolsa de congeladas no sea demasiado cara, desde luego menos que una sandía, se ve que los sindicalistas tienen fijación con las gambas: los patronos deben ser frugales y vegetarianos.


Algo que me sorprendió cuando llegué a Valladolid fue la fuerte identidad obrera. Barrios enteros se construyeron para alojar a las familias que vinieron, muchas de los pueblos, a trabajar en la industria del automóvil. Gente que no tenía nada y que trabajó duro para ganarse un jornal y, poco a poco, sus derechos, contenidos en esa palabra mágica: “convenio”.  Conquistas comunes que, en las ciudades pequeñas, sin industria y con empresas familiares y atomizadas, casi no se conocían. Los afiliados de entonces hoy ya no están, y, en este mundo de yo-me-mí-conmigo poco queda de ese orgullo de pertenencia a un gremio. Pocos se sienten identificados como “trabajadores”, si acaso con su segmento profesional, con sus específicas reivindicaciones, que a veces chocan entre sí. Las de los pensionistas, con la mayor esperanza de vida conocida, con las de los mileuristas, con dificultades para sumar años de cotización; las de los interinos, con las de los que opositan. Las de los empleados públicos y sus trienios, con los de las empresas privadas, en las que sumar antigüedad es pecado… No sé si la lucha de clases está obsoleta, pero desde luego la lucha de unos contra otros está de plena actualidad. El discurso de los sindicatos vadea entre todo ello, tratando de agradar o al menos no molestar a sus clientes fijos, que suelen ser precisamente los que tienen más estabilidad, y eso les impide proyectar palabras que ilusione al resto, que es la mayoría.

Tampoco les ayuda, y de eso no tienen la culpa, que unos cuantos políticos jueguen cada día a hundir el sistema y a prometer la tierra de la leche y la miel. En medio de sus rebuznos, las reivindicaciones de los sindicatos son un prodigio de moderación y sentido común -también suenan aburridas y demasiado previsibles-, porque ellos sí saben que con las cosas de comer no se juega y que, si tiramos todo por la borda, los únicos con salvavidas no son precisamente los del jornal.

Este descrédito de los representantes de los trabajadores nos llega en el peor momento, tras la crisis del 2008, la pandemia y el remate de Ucrania. Algunos ya han tenido que pedir préstamos para hacer frente a la compra del supermercado, y a la vuelta está septiembre. Mientras sudábamos en este verano tórrido nos avisaban de que en invierno pagaremos el doble por mantener el radiador medio templado. Con esas contradicciones viene el futuro inmediato, para los trabajadores y también para los que aspiran a serlo. No se trata de unos pocos sectores afectados, sino de muchos, aunque los más tocados ni siquiera estén lo bastante organizados como para pedir turno y convocar una concentración en la Plaza de Colón, el manifestódromo de Valladolid.

La luz decía Antonio Gamoneda que era de todos los hombres, y que la tierra también lo sería algún día, pero últimamente caminamos en sentido contrario y la luz es más que nunca de Iberdrola. Las cuentas no salen y la gente pedirá soluciones, y si no hay camino dimisiones, que en realidad es un blanco más fácil. Habrá manifestaciones, tal vez no muy numerosas, porque lo de sujetar la pancarta cuesta, y más ahora que perdimos la costumbre de la presencialidad y algunos prefieren protestar en el coche, para ir cómodos, abultar más y hacer ruido. Pero las quejas que hay que contabilizar son las de los ciudadanos de a pie, una por persona, como los votos, no sea que la furia de unos pocos silencie el sufrimiento del resto. Ahí, en dar voz a la mayoría, deberían estar los sindicatos. Desperezarse de sus rollos habituales, no desgañitarse entrando en provocaciones estériles, dejar de otorgarse patentes de corso y ganarse su jornal, que consiste en dar la cara por los trabajadores, que tienen demasiado miedo para defenderse a sí mismos.