domingo, 27 de marzo de 2011

Elegir colegio


Estos días los colegios de Valladolid organizan visitas y atienden a los padres que pueden estar interesados en matricular a sus hijitos al curso que viene. Antes las familias llevaban a su vástago al maestro y le decían: “a ver qué puede usted hacer con este cencerro”. Ahora, los padres somos más bien roussonianos, pensamos que nuestro niño tiene toda clase virtudes extraordinarias y que el sistema escolar le cercenará sus potencialidades innatas. Empiezas a repasar la lista de centros escolares, buscando la clave que determine tu elección. Principales: centros en los que hay que pagar mucho (en Valladolid hay apenas un par de privados cien por cien) y centros en los que en principio no hay que pagar nada o sólo un poco (los públicos y los concertados). Otra diferencia, colegios católicos (los concertados, mayoritariamente de órdenes religiosas, además de dos centros del Opus Dei) y los laicos (los públicos, y también los privados). La última consideración, las instalaciones, bastante mejor cuando no mucho mejor dotadas en los colegios concertados y privados.

Los centros privados tienen la ventaja de ser los únicos verdaderamente bilingües de Valladolid, y bilingüe quiere decir que la primera vez que el niño oiga hablar de ecuaciones será en inglés o en francés, es decir, que toda la materia se impartirá en otro idioma. Tampoco se nos escapa que si puedes pagar un privado tienes la garantía de que los compañeros de tu hijo son todos hijos de otra gente que también puede pagar un privado. Y eso ya es un club bastante exclusivo.

El resto de colegios, que son la inmensa mayoría, los pagamos entre todos con nuestros impuestos, y en teoría puede ir cualquiera. Los más demandados en Valladolid son el Lourdes, la Salle, San Agustín… todos concertados. No creo que obedezca esa preferencia al compromiso religioso de los padres, aunque pueda ser así en algunos casos. Ni creo que se deba a que consideren que la educación es mejor: hay una obviedad, y es que el profesorado de la pública ha superado las oposiciones que validan sus conocimientos y refuerzan sus derechos y, en general, está mejor pagado. Lo que no quiere decir que no haya excelentes –y también pésimos, pero muchos menos– profesores en cualquier tipo de centro, claro está.

Otro argumento es el del porcentaje de inmigrantes, que es mayor en los colegios públicos, a pesar de que deberían ser asumidos de forma homogénea por todos los centros que pagamos entre todos, públicos y concertados. Los inmigrantes llaman menos a las puertas de los concertados, porque aunque en principio son gratuitos temen no poder asumir costes derivados de uniformes, cuotas voluntarias o actividades paralelas que se programen.

Algo que me sorprende es que la demanda de concertados sea mayor que la de los públicos aun en zonas donde no existe un porcentaje significativo de inmigración que pudiera tambalear el ritmo de aprendizaje de la clase. Puede parecer caprichoso pagar un médico privado cuando puedes estar perfectamente atendido en el Sacyl, pero en la educación esto pasa muy a menudo. Desde luego la educación pública tiene un problema de marketing tremendo (algo que en general ocurre con los bienes públicos), cosa que no sucede con la concertada: basta con pasearse por la espartana fiesta del cole de un público, frente a los festejos con pañuelos multicolores, superactividades e incluso himnos que refuerzan el sentimiento de pertenencia en los coles concertados.

Los padres de ahora dejan a los niños que lloren y se levanten solos cuando empiezan a andar y se caen al suelo, pero a la hora de elegir colegio muchos prefieren que estudien entre iguales con polos de la misma marca o, en su caso, entre otros más ricos que ellos, para que crezcan como flores de invernadero. Quieren que estudien inglés, francés o incluso chino e hindú, por si acaso tuvieran que emigrar, pero no a buscar trabajo en cualquier parte, como la mayoría de los que vienen a nuestro país, sino en plan diplomático o similar.

Lo comprendo, yo también soy madre y me da miedo el frío del invierno y el calor del verano. Pero el frío y el calor están en todas partes, y en el botellón participan con el mismo entusiasmo los adolescentes de los concertados y los de los institutos públicos. Mientras intentamos que nuestros hijos crezcan en un mundo sin esquinas, un mundo que no existe y del que sin duda seríamos expulsados nosotros mismos, por desobedientes, incrédulos y revoltosos, ellos van dejando de ser nuestros hijos para ser hijos de su tiempo.

En un colegio público de esos de ladrillo rojo que se construyeron en los años treinta en Valladolid, en los últimos meses mis hijos han aprendido que hay compañeros que no han podido llevar a tiempo el material escolar que el cole pedía, porque en sus casas no tenían dinero; supieron que hay padres en el paro y niños que solicitaron una beca para asistir al comedor todos los días; dijeron adiós a compañeros que nacieron aquí de padres inmigrantes que perdieron su trabajo, y les han contado que en sus países de origen les han puesto en cursos inferiores, porque sólo saben hablar español; hay niños a los que un día les recoge su padre y otro, su madre, y tienen dos casas, y hay otros que viven con la abuela, porque el padre siempre está viajando. Tienen compañeros que dicen que Dios no existe, y otros que van a la iglesia evangélica; tienen colegas que están todo el rato moviéndose, y otros que han repetido y que, aunque lo intenten, no terminan de comprender los enunciados de los problemas. Así es la vida, hijos, y hay que esforzarse, en cualquier circunstancia.



miércoles, 16 de marzo de 2011

Historias prójimas

El sábado 14 de marzo de 1964, un incendio quemó la casa en la que vivían mis padres y mis abuelos. Por entonces el Adelantado de Segovia era un periódico vespertino, y no salía los domingos, así que no fue hasta el lunes 16 cuando se publicó la noticia: “Un violento incendio destruyó el sábado dos viviendas. La fuerza del viento contribuyó a que las llamas se extendieran con mayor rapidez. No dio tiempo a salvar ningún mueble, ni prendas de ropa. Los inquilinos perdieron, por tanto, todos sus enseres”.

Ha sido hace pocos días cuando, gracias a la hemeroteca del diario, he leído esa noticia tal como se publicó. Las letras de molde dan una nueva dimensión a una historia que he escuchado mil veces de boca de mis padres, que nunca han pasado por alto el aniversario del suceso, el mes de marzo de cada año. El fuego hizo una muesca en la medición del tiempo familiar: “Con esta manta saqué a tu hermana en brazos cuando se quemó la casa” o “esta toalla fue la primera que compramos después del incendio”, eran frases habituales que marcaban el antes y el después.

Cada periódico está repleto de esas historias. De gente que era más o menos anónima hasta que un día perdió bienes, el empleo, la salud, o algo realmente irreparable, la vida. De detalles que sólo por un día dejan de ser domésticos y en los que apenas se detiene el lector, pero que han dado un vuelco a la existencia de sus involuntarios protagonistas. La noticia con la que abría ese Adelantado de 1964 era que el domingo se había registrado un seísmo modesto a 260 kilómetros de Granada. La felicidad del archivero y el historiador es que las preocupaciones de entonces ya no duelen como las de ahora, porque el tiempo ya ha hecho su trabajo.

En el periódico de hoy veo una fotografía de una tienda japonesa, que ha habilitado en la calle una regleta de enchufes para que la gente recargue el móvil, y no necesito imágenes que violenten la desolación de las víctimas para comprender mejor el drama. ¿Ha intentado explicar a un niño qué es el prójimo? Que todos seamos hermanos me parece de una familiaridad impracticable, pero casi seguro que somos prójimos, compañeros de intemperie.

Transcurrido mucho tiempo desde el día que marca el antes y el después, una mañana cualquiera el que lo pierde casi todo se encuentra a sí mismo haciendo alguna cosa innecesaria. Se toma un café, se compra una revista. Y en los archivos vuelven al trabajo.


miércoles, 9 de marzo de 2011

Ansúrez y Bravo

Valladolid, cierto es, no siempre fue más grande que Segovia. Pero lo que no es verdad es que su crecimiento –al menos en su mayor parte– se lo deba a la Junta. El Duero marcó durante un par de siglos la frontera entre la España cristiana y árabe, y Pucela se quedó en tierra de nadie. Valladolid llega al siglo X con poco más de 2.000 habitantes y Alfonso VI, que veía la cosa ya consolidada por Toledo, le dijo a Pedro Ansúrez, colega y conde de confianza: “mira Pedro, ya sé que Valladolid está hecho un solar, que por no tener no tiene ni torreón de defensa, pero vamos a tiempos de paz y es una tierra muy llana con un par de ríos majos y, bueno, está en todo el medio, vayas de norte a sur o de este a oeste… Habla con tu mujer y a ver qué se os ocurre”. Tal cual se lo dijo (bueno, en castellano muy antiguo), y Pedro se lo contó a su esposa, Eylo, un nombre bonito y raro, que por la Baja Edad Media estaba de moda, como Mayor, Ordoño, Alvar, Urraca y Rui.

El conde era súbdito leal, y la condesa, virtuosa; tenían el talento, el dinero y, sobre todo, el poder para conseguir su propósito. Trasladaron a los pobladores de sus dominios al norte del Duero, como Carrión y Saldaña, al despoblado sur, a Valladolid especialmente, pero también a Iscar y a Cuéllar. Para que Valladolid abandonara su aire hortelano, construyéronse un palacio, del que nada queda; una colegiata, de la que apenas queda, y la iglesia de Santa María de la Antigua, de la que hoy queda el nombre, ya que la actual se construyó bastante después. Como en tantas de estas historias, no se sabe si fue verdad o no que la condesa se puso a construir el puente Mayor, el primero en la capital del Pisuerga, cuando su marido estaba de viaje, y dicen que cuando regresó Pedro cogió un cabreo supino porque le parecía que el puente era muy estrecho, y hubo que reconstruirlo con ancho doble.

Gracias al ahínco de Ansúrez, el plano urbano de Valladolid creció en poco tiempo, pasando de ser una especie de pequeña patata frita a una esparcida loncha de beicon, y logró así sentar las bases de la que llegaría a ser capital de la Corona de Castilla. Ansúrez hizo su trabajo, en un tiempo en el que se podía hacer ese trabajo: si hoy en vez de ciudadanos hubiera vasallos, con un solo barrio de Madrid se llenarían las Tierras Altas sorianas.

Pero las repoblaciones del conde no son hoy materia de conversación de los vallisoletanos: Ansúrez es, simplemente, el tipo que tiene una estatua en la Plaza Mayor. Un bronce que le traza como un héroe romántico y airado, y que no se parece demasiado al retrato más antiguo del conde, en el que aparece con gesto risueño y rasgos delicados.

A sus pies los vallisoletanos se sientan a pasar el rato, y su relación con el viudo de Eylo es tan cariñosa que en las fiestas de San Lorenzo le anudan al cuello el pañuelo morado de las peñas, y cuando protesta cualquier colectivo en la plaza Mayor le plantan la pancarta correspondiente. Y el conde acata muerto las decisiones de la masa, igual que en vida la masa acató las suyas.

En Segovia no tenemos un repoblador oficial, como sí lo tienen en Valladolid, o en Burgos, con el Conde Porcelos, o en León, con Ordoño I. Pero tenemos la estatua de Juan Bravo, expuesta a las manías de la gente o a los adornos de cada estación. Diferencias: el pedestal de Juanito es de granito de Guadarrama, y el de Pedro, de caliza de Campaspero; aunque los dos llevan faldas, la del conde es más larga, y su pelo también; los dos sujetan con una mano la espada y con la otra el pendón de Castilla. Y, curioso, el pie que adelanta Bravo es el izquierdo, y Ansúrez, el derecho. Por detalles más tontos se han iniciado guerras civiles.