Pienso en Robinson Crusoe. Pienso en el tipo que se fue a
por tabaco y no volvió, porque quiso, o tal vez sin querer. Hasta hace no
tanto, solo podías dejar de ser lo que eras y librarte del oficio familiar si
desaparecías y abandonabas para siempre todo lo que conocías. Aún así, tu
ausencia seguía ocupando una silla vacía; tu nombre era recordado, repetido con
odio, o con admiración, pero nadie tenía la oportunidad de seguirte el rastro.
Robinson Crusoe es la historia de un hombre que vivió dos veces. Un hombre totalmente
solo, en tiempos en los que estar solo era casi estar muerto, y solo un
náufrago o un forajido podían acatar tal destino. En la isla los músculos se
endurecían y la mente ideaba cómo sobrevivir pero, ¿con quién hablar? ¿cómo
querer despertar para encontrarse de nuevo con las mismas manos, con el mismo
miedo? Sí, Crusoe era un hombre de acción, pero su verdadera heroicidad fue
estar absolutamente solo a lo largo de más de veinte años.
Hoy no quedan islas paradisíacas para curtir náufragos; las
más exclusivas son carísimas, y a un barbudo en taparrabos lo echarían a
patadas. El planeta está taladrado por rutas aéreas, por gentes que van y
vienen buscando algo, rellenando un imaginario álbum de destinos por completar.
¿Es por fin éste el lugar al que pertenezco? se preguntan, sin recibir
respuesta, sin parar de hacer y deshacer maletas. Un peregrinaje cansado y en
condiciones adversas, pero ya desde el Olimpo los humanos nos pasamos media
vida evitando los problemas y la otra mitad consumiéndonos en pruebas absurdas
que nuestra voluntad elige. Cada vez más libres, cada vez más solos. Dejando el
rastro en el Facebook, como las piedrecitas de Pulgarcito, a ver si nos rescata
alguien y nos invita a chocolate caliente al calor de una chimenea. Claro que
para no tener a nadie con quién hablar no hay que irse muy lejos. Gentes solas
son hoy muchedumbre: aquí mismo, debajo de mi ventana.
Dicen que los ricos muy ricos ya no viven –ni cotizan–, en
ningún sitio. Se han montado una nación flotante, que pulula en la estratosfera
y solo está asida a tierra firme por unos cabos muy largos que la sujetan a los
diques de bancos de nombre exótico, a los que confían sus capitales. Salvo en
lo de Hacienda, los siguientes en liberarnos de toda raíz y esparcirnos somos
nosotros, todos los Viernes del mundo, expulsados de la tribu. Sí, nosotros, educando
a nuestros hijos únicos para que huyan de aquí; despegándonos de rutinas y
vecindarios para perdernos en un mundo sideral, a medio camino de Internet y un
país remoto. Segovianos esparcidos por el planeta, unidos por una foto del
Acueducto en el wasap. Y al cabo, ¿queríamos?