lunes, 30 de octubre de 2023

Gafas contra los miedos

Los miopes aprendemos pronto que el primer gesto del día es alargar la mano a la mesilla. Las gafas son el tesoro que no conviene abandonar si caes en una isla desierta. Sin lentes, el mundo es una sucesión de sombras, y lo que no se ve da mucho miedo. Al Coco, que se sepa, nadie lo vio, pero ahí sigue, viviendo de las rentas. Sin embargo, no pueden las gafas aportar claridad para entender el planeta, que cada mañana se levanta antes que nosotros, y que permanece invariable en un único aspecto: estar manga por hombro.

Decía Gombrich que la defensa de la cordura nunca era fácil, porque el mundo no es un lugar para ello. El historiador de arte más influyente del siglo pasado, vienés y de familia judía, vivió dos guerras, y en la segunda tuvo que emigrar a Inglaterra, que fue ya para siempre su patria. Entre 1938 y 1945 trabajó como radioescucha en la BBC, traduciendo emisiones alemanas. Cada día, lo que unos presentaban como una victoria, los otros lo atribuían a una derrota. Hitler, como todos los visionarios, estaba convencido de que su valía era superior a la del resto, y que si los alemanes perdían alguna vez era exclusivamente porque los enemigos habían manipulado mejor. Así pues, lo importante era manejar a las masas, desde la irracionalidad y las emociones. Sobre todo, repitiendo mucho, repitiendo siempre lo mismo: que Inglaterra era una cruel institutriz bebedora de té; centro de plutócratas y traficante de esclavos; que Roosevelt era un criminal, y Churchill un borracho. Como el ‘ruega por nosotros’ del rosario, cualquier noticia, terminaba de la misma forma: la culpa era de la pérfida Albión.

Contaba Gombrich que el éxito mayor de la propaganda era que, una vez embrutecidos con la dosis suficiente, sus seguidores no necesitan si quiera que les den explicaciones: ellos ya entran solitos en ese círculo vicioso. Estrecho, pero cómodo, porque no necesitas ni gafas para tener todo muy claro: ‘ellos’ son la escoria, y ‘nosotros’ las personas decentes. “Soy, desde luego, bueno y razonable y trabajo tan firme como puedo; si mis deseos permanecen insatisfechos, se debe forzosamente a ellos, son los que me fastidian y ponen piedras en mi camino”. Así resumía el historiador la paranoia, tan cotidiana, que se instala en nuestra cabeza. ¿Quién no se ha lamido las heridas con ideas parecidas? Solo la ironía, sentirte ridículo frente a los demás, acalla estas ñoñerías. Salvo que tengas la pésima suerte de encontrarte con un grupo de defenestrados, con los que hagas causa común. Entonces ya se suman papeletas para el desastre.

Estas cosas que explicaba Gombrich como cosa pasada de sus tiempos de radioescucha están hoy de plena actualidad. El mundo es una maraña importante, y tentaciones dan de agarrarte a las emociones -odio incluido- que a las razones. Si vas de noche a las puertas del balneario de Medina del Campo a grabar declaraciones sobre los inmigrantes allí alojados, tu objetivo es amplificar la alerta, no entender las razones de que estén ahí, ni procurar medidas para despejar el miedo de los vecinos. Si te limitas a despreciar y etiquetar como racista a cualquiera que exprese dudas o haga preguntas, estás contribuyendo a complicar más la situación, porque dejas fuera a muchos ciudadanos, por lo menos tan buenos como tú, pero que no confían tan ciegamente en el mando. No calibraron en Madrid el impacto de la imagen de un balneario idílico que lleva años formando parte de la oferta del ‘Club de los sesenta’, habitado de pronto por chicos subsaharianos con sudadera y anorak de colores. Un caramelo para los que agitan los peores instintos con la inmigración, muchas veces los mismos que gruñen porque no encuentran mano de obra para mañana.

A mí me gustaría que hubiera venido, qué decir, Margarita Robles, a ponernos firmes, a explicar que Canarias no es solo el sitio donde el reloj marca una hora menos y se producen plátanos, sino un trozo de España. Y que no se podía contar antes porque entonces el parvulario político hubiera montado mociones y pancartas en contra. Y que habrá los controles necesarios, porque ni la pobreza, ni la riqueza, garantizan la santidad. Si algo saben las oenegés es no tratar a sus usuarios con condescendencia; si no, no harían bien su trabajo.

Pero no vino Margarita Robles, y nos quedamos solos, con la foto distópica del balneario y un quintal de propaganda. Con los que abren el miedo en canal, a ver qué pescan, y con los que nos llaman racistas si no acatamos que en las alturas saben siempre lo que nos conviene. Ellos y nosotros. Por ahora lo único que puedo constatar es que los que vienen son muy jóvenes. Oigo que enviarán psicólogos, pero espero que primero vayan intérpretes, para saber qué dicen y explicarles cómo son las cosas aquí. Entendernos es lo urgente.

 .


lunes, 23 de octubre de 2023

Un santo de andar por casa

Los emigrantes tenemos la manía de mirar el tiempo que va a hacer en donde nacimos, incluso antes del que hará en donde vivimos. Por ejemplo, en Segovia apuntan lloviznas y temperaturas frescas para el martes por la noche, aunque despejará el miércoles por la mañana. A los efectos debería importarme poco, pero el 25 de octubre es San Frutos pajarero, patrón de mi ciudad. De entre todos los días del año es el que más rabia me da no estar allí, muy por encima de las ‘fiestas grandes’, San Juan y San Pedro, más parecidas a las de todos los sitios. De la noche del 24 hasta la mañana del 25, la Plaza Mayor acoge una de las mayores concentraciones de segovianos de todo el año, junto al 31 de diciembre, en la carrera de San Silvestre. El resto del año los segovianos son egipcios que caminan de perfil en un centro histórico en el que, como dice un amigo, turistas y estudiantes ‘vip’ son los colonos, y los autóctonos la India ocupada.

San Frutos es un santo de segunda clase, como el ángel Clarence, de Qué bello es vivir. Su historia es calcada a la de otros muchos: hijo de familia de posibles, renuncia a su fortuna y se entrega a la oración en un lugar apartado, pero muy bello, las Hoces del Duratón. Sus milagros son imprecisos y su vida se resume en una plana de Wikipedia, y aún sobra, porque casi todos sus atributos son fruto de la leyenda. Su brillo como celebración es reciente, tan reciente que hasta yo recuerdo cómo, a principios de los ochenta, un grupo de segovianos, sin concejales ni nada, decidieron plantarse en la medianoche del 24 de octubre en la puerta de la Catedral, coronada por una imagen labrada en piedra del Santo, que parece estar a punto de pasar la hoja del libro que tiene en sus manos. Año a año la concurrencia se fue multiplicando, y poco después a alguien se le ocurrió que a esas horas iba bien comerse unas sopas de ajo, y otros pusieron la música. Por la mañana, ya dentro de la Catedral, suena el Villancico de San Frutos, cantado sencillamente, con suerte con tres ensayos contados. Y siempre emociona.

Es fantástico pensar que todo esto que hoy es sólido hace pocas décadas no existía. La propia imagen de San Frutos, convertido hoy en un simpático ecologista barbudo rodeado de gurriatos, sería falsa si no fuera porque es imposible rebatirla, porque nada sabemos sobre él. Rocambolesco es que su apodo, “el pajarero”, no obedezca a su pasión ornitológica, sino a que en esa jornada nuestros antepasados aprovechaban para cazar pájaros con liga, una práctica hoy no solo prohibida, sino inconcebible. San Frutos, pese a su santidad, es hoy una celebración popular, surgida desde abajo, desde el pueblo; la autoridad solo acompaña un paso por detrás, como es su obligación. No es un caso especial el de Segovia, aunque sea el que mejor conozco. Al final la tradición es, por naturaleza, mestiza, y si alguien pretende guardar su esencia la convierte en un fósil.

Lo mejor de San Frutos es que no es una celebración en la que se coma y se beba hasta reventar, que de esas ya sobran, sino una fábula, compartida por todos a la vez. ¿Por qué no va a pasar el eremita la hoja de su libro de piedra? Que sea mentira es un alivio, así no es necesario que un historiador certifique la dignidad de un pueblo que ya la tiene por sí mismo, sin que necesite añorar un supuesto pasado glorioso.

Otra virtud es que no está organizada para atraer turistas, así que se celebra en su día, aunque pille a la mitad de los segovianos esparcidos por Madrid y al resto por el resto del planeta, incluido Valladolid, donde vivimos unos cuantos miles. San Frutos es el 25 de octubre y se acabó, los forasteros se pueden apuntar pero que no esperen que les pongan la alfombra. Y como no se quiere hacer caja con los turistas, no hace falta disfrazarse de medievales, ni de barrocos, ni de Isabel ni Fernando. Se puede ir así, de calle, y si hace frío con un tabardo y calcetines gordos.

Por todo esto me da rabia no estar allí mañana por la noche, para ver -y yo lo veo claramente- el paso de la hoja. Y porque es un gusto haber crecido a la vez que la fiesta, a la que en ningún caso hay que mirar con excesiva veneración, sino con toda la confianza posible. Y para los que no son de Segovia, que no se preocupen, que ya lo dice el villancico: “patrono de esta Ciudad, común padre de la patria y socorro universal”. Que no hay distingos, vaya.

lunes, 16 de octubre de 2023

Las casas de los otros

En todas las casas en las que he vivido en Valladolid -un piso compartido, un trastero que llamaban apartamento, una vivienda de dos habitaciones y la actual, en la que han crecido mis hijos- me ha acompañado el cartel de Caro Diario. Sujeto con chinchetas al principio y, desde hace tiempo, sobre cartón pluma, el dibujo de Nanni Moretti sobre su vespa ha encontrado siempre su lugar en la pared. La esencia de la película, presentada en la Seminci hace casi treinta años, la representa un motorista que recorre sin rumbo los barrios de Roma y que se cuela en casas ajenas gracias a una mentira chiflada: que está buscando localizaciones para su próxima película, un musical sobre un pastelero trotskista de los años cincuenta.

Moretti confesaba que lo que más le gusta, incluso cuando va a otras ciudades, es mirar las casas. Pararse a observar los áticos donde le gustaría vivir, imaginarse cómo los restauraría, como sería despertarse en ellos y contemplar las vistas desde aquellas ventanas. Cosas imposibles, porque ni esas casas estaban en venta, ni podía pagar un solo metro cuadrado de la mayoría de ellas. No se sentía defraudado por no poseerlas, porque, al fin y al cabo, su deseo era emprender ese viaje imaginario, no establecerse allí. Durante el tiempo que Moretti ponía el ojo en una de esas preciosas casas le pertenecían por completo, incluso puede que más que a dueños que las habitaban con desinterés, o que casi no las habitaban, como es frecuente en las viviendas de lujo.

Moretti, como es un artista, transforma sus emociones en una película encantadora, y de paso nos lleva a nosotros en el asiento de su vespa. ¡Quién no ha elevado los ojos y soñado cómo sería vivir en otro lugar! Otro lugar suele ser las casas de los ricos, porque las de los pobres son las que aparecen en nuestras pesadillas, y en las peores ni siquiera hay muros, ni agua, ni luz, ni refugio, como la atroz realidad de los vecinos de Gaza. La vida no deja de ser un maratón para tratar de vivir en un país mejor, una ciudad mejor, un barrio mejor y una casa más cómoda que las de las generaciones que nos precedieron.

Antes la ostentación se consideraba de mal gusto, un pecado de arribistas paletos. Las casas de los ricos solo aparecían en las primeras páginas del ¡Hola!, bajo la sospecha de que en realidad estaban arruinados y necesitaban vender la mansión, si no, ¿para qué rebajarse a mostrar su intimidad? Nadie tenía una idea muy clara de lo que ocurría de puertas para dentro; en las familias medias se reservaba la mejor habitación “para las visitas”, aunque hubiese cuatro durmiendo en una alcoba. Eso ya es pasado, y ahora puedes conocer en internet la tipología completa de casas de cualquier ciudad, Valladolid incluida, visitando las web de las inmobiliarias. La mayoría de los pisos en venta son como las de nuestros padres, con muebles de los años setenta y sanitarios Roca, o como los nuestros, decorados sobre la marcha con módulos de Ikea. Pero luego están los ‘luxury’, viviendas llenas de cosas, lámparas de cristal, suelos brillantes, alfombras, muebles robustos, múltiples sillones, reproducciones griegas, cocinas relucientes sin comida y baños de mármol.

Del lujo lo más atractivo es poder elegirlo. Eso debe dar bastante tranquilidad, aunque, llegado a cierto nivel, no sea muy diferente una vida u otra. El salto enorme, sideral, es tener una vivienda decente o no tenerla. Pienso, por ejemplo, en lo que debe suponer para tantas personas, ojalá muchas, disponer de una vivienda protegida cuando nunca has tenido la oportunidad de tener las llaves de una propia. Una casita puede cambiar la vida, sentirte digno con tu pequeño trabajo, con tus estudios, saber que te esperan un par de habitaciones con cocina y baño. Poder cerrar la puerta y hacer proyectos. Personalmente, nunca he tenido una mesa tan bonita como la primera, una camilla de conglomerado cubierta con unas faldillas azules.

“Casas, jardines, deseos, sueños de los hombres son”, como canta Auserón. Ya se ve que al final hasta los ricos se cansan de sus mansiones, y las ponen a la venta. Recuerdo visitar un chalet enorme de un hombre que había trabajado como un perro para levantar su empresa. Su Rosebud era aquella construcción, con un dormitorio para cada uno de sus hijos, incluso alguno más para cuando llegaran los nietos, una bodega en el sótano con una mesa de billar, los mejores muebles, las ventanas de forja, piscina y cancha de tenis, y hasta un jardín con setos, tan diferente de la huerta en la que clavó el azadón en su juventud. Las visitas fueron cada vez más escasas y la soledad, que allí se sentía más grande, le llevó a vender el chalé y recogerse en un piso pequeño. Con frecuencia los sueños cumplidos pesan más que los pendientes y te hacen sentir más insatisfecho. La vida es efímera, y, al final, tú eres un transeúnte que, durante un breve espacio de tiempo, recorre las calles en vespa.

 

lunes, 9 de octubre de 2023

Esos perros flojos

Este verano tuvimos que dejar unos días a la perra en una residencia. Entró cabizbaja, con el hocico atento y las orejas hacia atrás, preparada para sortear un campo de minas. “Le va a venir bien estar aquí, estos perros flojos se asustan por nada y, ahora que es joven, tiene que acostumbrarse”, comentó el cuidador. Como en la guardería, el breve abandono se iba a convertir en un cursillo de supervivencia. Me agarré a su diagnóstico, más que nada porque lo necesitaba. Un perro no es un baúl que dejas en el guardamuebles, sino una criatura con ojos grandes que te despide por la noche y te da los buenos días por la mañana. Los expertos caninos rezuman de determinación y seguridad, son los machos alfa de la manada. A su lado, los dueños de perros -mascotas caseras, no guardianes de finca, ni de rehala- somos unos blandengues. Hay cierto cachondeo con los perreros: que si les damos latas de caviar, que si les ponemos botitas y un programa en la tele... “Esos de los perrihijos”, dicen, gentes que no deben haber cuidado ni al uno, ni al otro, porque hay que ser muy tarado para no diferenciar a un perro de un hijo. Se ríen de que, hasta los dueños más rudos, acaben hablando a su perro con voz de teleñeco. A mí me da ternura.

Leo que en Valladolid hay un perro por cada cuatro habitantes. Decir que hay menos niños que perros es como decir que la gente prefiere comprarse un coche, o pagar la hipoteca, a tener hijos. No son cosas comparables, ¿o es que alguno pudo elegir entre tener un bebé y un caniche, y escogió al primero para que llevara sus apellidos? Por fortuna, la mayoría se toma en serio lo de tener un hijo.

Hay una cosa cierta: la ciudad estaría tan tranquila sin tu perro, al único al que reporta satisfacción es a ti. También parece que al perro le gusta vivir contigo, aunque eso es difícil de medir. No expresa si prefiere vivir al límite y morir joven, o tener una vida posiblemente larga en tu compañía. Aplicamos nuestros parámetros a su bienestar, porque los queremos. Ellos hacen como que nos quieren, y con mucho empeño, aunque cuando tienen oportunidad se vuelvan silvestres, marranillos y despendolados.

En los parques caninos pasas más miedo con los que se creen que el perro es un marine a sus órdenes que con los que lo tratan como a un muñequito. Las muestras de afecto, a veces extravagantes, no condicionan la convivencia tanto como la de los otros, los que presumen de ‘perro rambo’. Porque al final, con la ley por delante o solo con la lógica, de lo que se trata es de criar un ‘perrovecino’ de ciudad media, moderadamente tranquila, con gente poco habladora y que no busca líos, como es Valladolid. Como para las personas, el primer mandamiento es no molestar. Y dejar el menor rastro posible, porque los demás vallisoletanos no tienen la culpa ni reciben ningún beneficio de que tú tengas perro. Algunos tiemblan cuando ven uno, aunque sea más manso que Niebla con Pichí en la boca. “Que es buenísimo mi perro, que no hace nada”, replican. Ya, pero no hay como tener perro para saber que tienen sus días. Hay mucho discípulo de Rousseau en el mundo canino, convencido de que todos los peludos son unos santos. Puede ser, pero algunos son difíciles de corregir: que se lo digan a Biden, que tendrá adiestrador particular en la Casa Blanca, pero ha tenido que echar a su pastor alemán porque muerde al servicio.

En los círculos perreros el tema estos días es la nueva ley. A nadie le gusta que le digan cómo se cuida de su perro, pero somos demasiados y, como los autos locos, necesitamos algún carril común, porque cada uno opinamos una cosa. Cuando dicen que los perros tienen más derechos que las personas, yo digo, pues sea usted perro, con su correa y aguantando el pis hasta que vuelva su amo. Su vida, de hocico a rabo, está en nuestras manos, y sus derechos, en realidad, nos los otorgamos a nosotros mismos.

Los vecinos de mi perra son, como ella, ‘perros flojos’. No han tenido que hurgar en la basura ni pelear por roer un hueso, no tienen que hacer cabriolas para encontrar una mano que les acaricie, ni beber en charcos. Son perros posmodernos, pelín hedonistas, que se entregan con pureza al carpe diem, sin arrepentirse del pasado, ni temer al futuro. Mientras tú cavilas, ellos tienen el día resuelto, la comida llegará, saldré a hacer pipi, dormiré cerca de esta. Como los lirios del campo.

La teoría de que ahora la mayoría de los perrunos tenemos ‘perros flojos’ me recuerda a los reproches con los ‘hijos flojos’. Esos sermones de gentes orgullosas de que les dieran un sopapo a tiempo -no sabemos qué pasó con los que recibieron a destiempo-. Pero no fue la fortaleza la que nos hizo soportar algunas cosas, sino la resignación. Los perros flojos son perros amados, y algún inconveniente puede que les reporte ese cariño, pero en todo caso menor que los que provoca la falta de amor. Por fortuna, los días de disciplina en nada cambiaron a mi perra, que sigue siendo tan floja como siempre. En eso los perros también nos superan, en olvidar lo que no les sirve para nada.

lunes, 2 de octubre de 2023

El chiflo del afilador

Hace unos días entró por la ventana el pitido de un chiflo. Sonaba muy cerca, pero no se veía ni al afilador, ni a su bicicleta. No salían clientes de los portales, quizás porque llovía, o tal vez porque ya nada se arregla, se sustituye sin más. Al rato, una furgoneta que estaba parada en doble fila arrancó, y el chiflo se alejó con ella. Con la política a veces pasa lo mismo que con el afilador: buscas a un artesano sobre ruedas y encuentras un simulacro, cuando no una franquicia. Puede que sea cosa de los años, que algunos estemos en la fase transición hacia el jarrón chino, pero casi nada de lo que ocurre se entiende a la primera.

Cuando vi a Óscar Puente subir a la tribuna de oradores pensé que era “uno de los nuestros”, como cuando el concursante de Cifras y Letras es del pueblo de al lado. Algo tribal, pero comprensible. Incluso les pasó a Carnero y Del Olmo: “oye, que nosotros ya le conocemos, menudo es”, vinieron a decir. De alguna forma, que el diputado raso Puente estuviera ahí era un reconocimiento para todos. La prueba de que el azar es determinante para que la misma persona sea concejal o ministro. Y lo mismo pasa con casi todas las profesiones: hay muchísima gente que nunca ha podido demostrar su valía.

El vecino Óscar estuvo allí y cumplió con solvencia su papel, que era decir lo que su jefe no quería, y de paso arengar a sus votantes. El mismo tono áspero que entusiasmó a muchos alejó a otros tantos. No por el contenido, que cuando el ujier abrió la puerta de San Jerónimo estaba todo dicho, sino porque la esencia de la exposición era remarcar que la distancia entre “ellos” y los “otros” era insalvable, sideral. Eso, que también lo hacen el resto de partidos, lo rechazo. Si nuestros representantes no quieren que no nos liemos a gorrazos hasta con la familia y los amigos, deberían ser los primeros en mantener una puerta abierta entre los once millones de españoles que, hoy, están a un lado, y los otros doce que están al otro. Aunque a algunos les apetezca, no podemos echar a la otra mitad. Por fortuna, ni siquiera pueden en Cataluña.

Cuando terminó de hablar abrí corriendo Twitter para saber si lo que yo pensaba estaba bien o estaba mal. Las redes están diseñadas para que la equidistancia te de urticaria, no caben los matices. El rodillo es tan fuerte que, si no estás previamente lobotomizado, para mantener tu voto tienes que dejar de escuchar a tu radio favorita. Es tal la burricie de los argumentos en contra de los “otros”, que acaban por convertirte en un abstencionista.

Al final, después del estruendo, he repasado si se habían aclarado un ápice las dudas que teníamos antes de esta semana de gloria. Y nada, ni una. Lo de la amnistía sigue sonando mal. Han probado con desacreditar a los disidentes, que nos han dicho que están gagás o que son unos desleales. Mientras, el área de redecoración está empezando a trabajar firme, buscando eufemismos que puedan enternecernos.

Algunos de los más entusiastas con el discurso de nuestro paisano lo calificaban de “espectacular”. Es un adjetivo que se ha puesto muy de moda, da igual que describa una novela, un volcán o una receta de cocina. Todo es espectáculo, sí. Hay que dar de comer a la bestia en la que se ha convertido el debate público, en el que parece que las batallas se ganan a base de zascas. Empezaron a subir el volumen unos que decían representar al “pueblo” y otros a los “españoles de bien”, y ahora todos gritan; incluso Puente apeló el otro día al “pueblo”, como si el pueblo les perteneciera. Estaría bien que alguien bajara el volumen, pero ¿quién se atreve? Porque ya no nos conformaríamos con el silencio amodorrado del bipartidismo de antaño.

Como hay tanto ruido, da casi igual que digas tonterías que cosas trascendentes. Como el chiflo del afilador, puede que todo sea un señuelo, una forma de ganar tiempo y aguantar el balón, como en el baloncesto. Unos pocos minutos de descuento dan para mucho. Al final, estás tan cansado que deseas que enceste el contrario y gane de una vez.