martes, 24 de abril de 2012

La sociedad castellana de excursiones

Una primavera, a poco de vivir en Valladolid, me encontré en las estanterías de la biblioteca de la Junta (aquí dicen la biblioteca “grande” para diferenciarla de las que se reparten en los centros cívicos del ayuntamiento) unos libros gordos e interesantes. En el lomo, con letras doradas sobre cubiertas granates, ponía “boletín de la sociedad castellana de excursiones”. Yo me adentré en las páginas no por incrementar mi cultura, sino por saldar esa cuenta pendiente que tengo desde la adolescencia de encontrar un club adecuado a mi personalidad. Un club que no tuviera por actividad principal ni el deporte, ni bailar merengues o jotas, ni la creencia desprovista de contradicciones, ni empinar el porrón o el botellón, ni la adoración gastronómica. Una sociedad castellana de excursionistas parecía algo bastante equilibrado para una persona genéticamente cansada como yo.

Estos señores, sin ser de la Junta (ni podían imaginarlo, porque su primera excursión fue a Palencia en marzo de 1903 y se disolvieron antes de los años veinte), se propusieron “fomentar el conocimiento de la región que comprende los antiguos reinos de Castilla y León”. Iban en coche, a pie o en borrico, si era a Zaratán, y, en general, procuraban que las excursiones fueran de sólo un día “para poder volver con toda comodidad al punto de residencia”. Entre los socios estaba el abogado Narciso Alonso Cortés, erudito y de los primeros que fue en velocípedo por la ciudad; José Martí y Monsó, un valenciano que era profesor de dibujo en la escuela de bellas artes; Juan Agapito y Revilla, un historiador que decía que “más vale una buena excursión que cien bibliotecas”; Pedro Carreño, que estuvo en la Guerra de Cuba, y escribía artículos, poesías y crónicas de toros; periodistas, horticultores, arqueólogos... vinculados al círculo de Santiago Alba, reformista liberal.

Como no vivían de esto y como todavía no se había encorsetado la literatura viajera nacional a base de guías y guías autocopiadas, estos pucelanos iban a Portillo, a Burgos, a Aguilar de Campoo o a Madrigal y contaban, puramente, lo que veían. Tan libres eran que no les importaba reconocer que la catedral de Valladolid, comparada con el resto, “disuena”, porque por entonces no les hubieran lapidado cazurros incapaces de diferenciar las cosas y los hechos de los afectos patrióticos.

Varias veces estuvieron los excursionistas vallisoletanos por Segovia; de la excursión del 25 y 26 de agosto de 1909 hizo reseña El Adelantado de Segovia y el Diario de Avisos, que por entonces también se publicaba en la provincia. Almorzaron en el Hotel Comercio, en la calle Reoyo (Isabel la Católica), se acercaron a San Esteban, para comprobar que por entonces estaba derruida su famosísima torre, y a las 13,20 cogieron un carruaje que les dejó en La Granja a las 14,35. Mientras el socio Francisco Sabadell se ocupaba de comparar la arquitectura y los jardines del Real Sitio con los de Versalles –y también de felicitar al obispo segoviano, por prohibir que la gente no escupiera en los templos, cosa que en el Valladolid de la época debía ser común–, Martí y Monsó se centraba en plasmar el ambiente granjeño: “¡Si vieras qué mujerío! Había chicas muy guapas, señoras muy gordas… Los demás tomábamos alguna cosa, porque es muy esencial estar siempre tomando algo”.

Con excelente formación y siendo buenos lectores de la literatura sobre España firmada por viajeros europeos,  los excursionistas llenaron cientos de páginas de los boletines con multitud de datos precisos, pero mi vista picotea en los irrelevantes. Como en esa excursión, en junio de 1914, a Peñalara, tras dormir en la Posada del Reino de San Ildefonso, “en cama limpia y confortable”, por una peseta. Y sobre todo en esta comitiva que sin botas de goretex almorzaba a unos metros de la cumbre un piscolabis regado con una botella de champán: “¡Qué bárbaro! Porque, señores, no es que el champagne cueste caro; es que, además, pesa 2 kilos una botella”, decía Carreño.

Me gusta leer a estos paisanos autonómicos tan civilizados, voluntariosos y vitalistas, tan capaces de ver y contar lo que sus ojos veían. Yo también hubiera querido ser excursionista en aquellos años, cuando en torno a un viaje de un día se era capaz de escribir veinte folios interesantes, y no ahora, que te marchas a Singapur y sólo te da para llenar 140 caracteres.