lunes, 16 de enero de 2017

La muerte de nadie

Otra vez he olvidado un aniversario. No de santo ni hombre de artes, ni ser distinguido para el que reclamen calles y reconocimientos. Fue un don nadie, solo un hombre más que murió en un día frío lejos de casa. Aquello ocurrió a finales de 1916, así que ya se ha cumplido su centenario, sin ruido ni homenajes. Cierto que su caso no es especial, porque hoy siguen muriendo cientos, miles de personas de la misma forma, sin anotaciones al margen. Cuerpos de gente que fue, de la que muchas veces no consta ni el nombre. Puede que alguien, con el tiempo, se pregunte qué habrá sido de ellos. Y ya.
Nuestro hombre falleció de una hemorragia meníngea a las 4 de la madrugada del 21 de noviembre de 1916, en la casa destinada a la hospitalidad para pobres de Cerezo de Abajo, donde fue sepultado. Alguien añadió en la partida de defunción que era natural de Canalejas, Valladolid, que tenía 78 años y que se llamaba Marcos: los datos que daba El Adelantado en la pequeña crónica que se publicó.
No era difícil morirse en 1916. Entre hambres y epidemias, la esperanza de vida rondaba los 45 años; superar la niñez era una hazaña, y llegar a viejo, siendo pobre, una pesadilla. Faltaban unos pocos años para que se aprobara el sistema de pensiones, y muchos más para que se generalizara. ¿De dónde venía Marcos, adónde iba ese otoño casi invierno cuando la muerte llegó? Puede que viniera de Madrid, de buscarse la vida allí, la ventaja del pobre es que puede trasladar su miseria a cualquier sitio. Cerezo fue durante mucho tiempo cruce de caminos, paso obligado para los que iban de la capital al norte de España. Dejando atrás Somosierra, atravesando encinares y robledales, Marcos estaba a pocas jornadas de su casa, setenta kilómetros más o menos. Por entonces Canalejas estaba creciendo, triplicaba los 300 vecinos de hoy. Algún familiar le quedaría allí, o al menos seguiría en pie la ermita del Olmar. Algo que tuviera que ver con uno. Con suerte algo que se pudiera comer.
Pero no. A setenta kilómetros de su casa se murió un pordiosero, que tenía 78 años, esperanzas, un origen y un nombre, Marcos, que alguien se tomó la molestia de registrar sobre un papel. Este es un centenario pobre, muy pobre, que no atraerá turistas ni traerá bellos discursos. Solo unas pocas palabras.

Nota: Gracias a Mar Peñas, del Archivo Episcopal, por recuperar la partida de defunción de Marcos. Gracias también a Araceli de la Torre, desde Canalejas de Peñafiel. Y gracias a Guillermo Herrero por rescatar cada día del archivo de El Adelantado las noticias de nuestro pasado.


lunes, 9 de enero de 2017

El cuento de Carasucia

Busca un cuento para regalar a su nieto. Es un hombre alto y corpulento, setenta y tantos años, ojos claros y manos grandes, con un tabardo mostaza, poco abrigado para un día como éste. Entra en todas las tiendas que muestran libros en el escaparate. Esta es una más: “¿tiene Carasucia?” Es un cuento que leí de niño”. La dependienta niega con la cabeza, ese título no le suena. El hombre mira por encima la pila de libros, pero no los toca, solo da las gracias y se marcha. A pocos metros hay una juguetería grande, hoy rebosante de gente. Hay miles de juegos, libros gruesos con dibujos preciosos; historias de príncipes, princesas y duendecillos, cuentos de superación, en las que en apenas veinte páginas los problemas –sea la soledad, el egoísmo, el miedo, la timidez o el chupete– se disuelven y todo es por un segundo perfecto e igual.
Carasucia cuenta la historia de un niño bueno e inteligente, y en eso se parece a los protagonistas de tantos cuentos, pero en este caso extraño el protagonista tiene a gala no asearse demasiado. Cabría pensar con esas premisas que la historia discurrirá por aquí y por allá, para al final alcanzar que nuestro héroe logre su objetivo: tener la cara limpia y perfumada. Pues no. Pese a su cara sucia, que no se lava porque no está entre sus prioridades, estaba “el niño más listo y trabajador que pudiera imaginarse”. Carasucia, que no tiene otro nombre, porque así le llaman sus propios padres, era capaz de hazañas imposibles para los adultos, como convencer a los pajarillos para que no picotearan en el sembrado, animar al burro a que cargara la paja sobre el lomo o calmar a un perrillo que muerde con saña los pantalones de su padre. Y todo ello lo logra con ligereza, con palabras suaves que casi hipnotizan a los bichos. “Ja, ja, ja, con que Carasucia! ¡Como si fuera algo malo! Cuántos niños habrá que se laven tres y hasta cuatro veces al día y no sirven para nada”, se reconforta nuestro amigo.
Todavía más sorprendente es que los papás de Carasucia, un cuento que se hizo popular en los años cincuenta, y que fue emitido por el cuadro de actores de Radio Madrid, no le daban una colleja, ni les importaba demasiado que su hijo fuera por ahí luciendo berretes. Solo se ponen serios cuando llega la hora de los deberes: “a aprender la aritmética, apoblemarte, apoblemarte, para que te hagas un hombre de provecho”, le dice la madre.
Gracias a Internet, porque en papel tampoco yo encontré el cuento, conozco a este héroe que no era ejemplar, ni encerraba príncipe ni triunfador alguno dentro. Esta es la historia que escuchó y no olvidó el hombre de la tienda cuando era niño, y que ahora quisiera leer a su nieto. “No basta en este mundo tener la cara limpia, amiguitos, si el alma y la inteligencia no lo están también”. Buen consejo.