Es pronto, y el restaurante está todavía tranquilo. A la
izquierda, en una mesa grande, la excursión de varios matrimonios mayores, y a
la derecha, una pareja con sus dos hijos. A los diez minutos los niños se
aburren, suben y bajan, cruzan como balas por la puerta por la que salen los
camareros con los platos humeantes. Cuando llega la cuenta, la pareja se queja:
han pedido un menú de degustación para dos, pero claro, los niños también han
comido, y dicen que la cantidad se quedaba corta. El camarero, aún sin motivo,
se disculpa mientras les despide. Mientras recoge la mesa comenta a su
compañera: “Es que como les contestes que no era un menú para cuatro o si les
pides que los niños se estén quietos enseguida te ponen a caldo en Internet”.
Nos vamos porque a las cuatro es la visita guiada, así que
esperamos junto al portalón, con el sol cayendo de plano. Al otro lado de la
calle, un chico con traje azul se fuma un cigarro. Dos minutos antes de la hora
cruza y entra cabizbajo por la puerta, todavía cerrada para nosotros. Detrás
vamos todos: algo más de veinte turistas, familias con niños, parejas de
mediana edad, cuatro alemanes de pelo muy blanco. El guía nos pica el boleto y,
ya en el claustro, comienza la explicación. Es minucioso y aporta detalles,
quizás demasiado técnicos. Su tono es monótono y le cuesta sostenernos la
mirada, así que pronto le escucho solo a trozos, como si encendieras y apagaras
la radio, y me concentro en la belleza de los capiteles. Temía que fueran los
niños pero no, es un compañero ya mayorcito el plasta del grupo. Pasa por
delante de todos, con los brazos en alto, para captar con la cámara de su móvil
cada uno de los detalles que el guía va mencionando. Detalles que están
fotografiados, y mucho mejor, en postales, en libros, en la web. Pero la
avaricia fotográfica no tiene límites, y hay turistas que sudan para llevarse miles
de imágenes en la memoria del móvil, que seguramente ni siquiera serán
descargadas. El iPhone será su tumba.
Entramos en la cripta. El sudoroso guía nos advierte que no
pueden grabarse vídeos. Da igual. El pesado se aleja un poco y sigue grabando, porque
es muy valiente. Nadie le dice nada. Pasamos ya al museo y, mientras recorremos
las vitrinas, hacemos una pregunta a nuestro cicerone, que contesta satisfecho
de poder explayarse. Le damos las gracias. Entonces se pone rojo y muy bajito
nos pregunta: “¿Tenéis cuenta en Tripadvisor? Perdonad que os lo pida, pero me
gustaría que puntuarais bien la visita. Es que ha habido algún turista que nos
ha criticado porque dice que somos aburridos, y los jefes nos han dado un toque”.
Le contesto que claro, en fin, no es fácil ser riguroso, aportar datos
históricos y no resultar aburrido, sobre todo para algunos. Tampoco puedo hacer
mucho más: yo no tengo cuenta en Tripadvisor, aunque como tantos, lo consulte
con frecuencia.
Que sí, que hay estafadores en todas partes, y también en la
hostelería. Pero estos juegan en otra liga. Los eternos cabreados, sí, esos a
los que normalmente no hacemos mucho caso, centran sus energías en desprestigiar
a un trabajador al que muchas veces pagan por horas. Todo depende de cómo les
caiga a unos cuantos que móvil en mano se sienten poderosos, y muy dispuestos a
humillar al primero que contradice su peculiar forma de moverse y de ver el
mundo. Tranquilos, que lo que cuento no pasó en Segovia, fue en otra parte.
Pero los turistas tienen la manía de moverse mucho. Incluso puede que alguno de
los vengadores de Tripadvisor lo exportemos nosotros.