Estos días que tanto se ha escrito sobre Luis Argüello, un detalle se repetía: que era de vocación tardía. Hacía tiempo que no escuchaba esas palabras, que antes eran comunes en las casas, al referirse a un párroco u otro. “Ese es de vocación tardía”. Durante décadas fue bastante frecuente que uno de los hijos de familias por entonces muy numerosas entrara de niño en el seminario. Una parte permanecía allí hasta su ordenación, y la mayoría abandonaba, pero esos años de estudio en el Seminario eran una oportunidad, sobre todo cuando faltaba dinero en casa. Los “de vocación tardía” eran rara avis. E incluso se mencionaba el detalle con cierta desconfianza, como si el hecho de que hubieran tardado en elegir su misión en la vida los relegara de categoría.
Mencionaba el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal
que, más que vocaciones sacerdotales, lo que faltan hoy son vocaciones de
“matrimonios abiertos a la vida”. Una manera brillante de salirse por la
tangente, aunque también una realidad. Acatar hoy un “para siempre” es cosa muy
complicada, y no hay garantías de éxito, aunque elijas una catedral para
intercambiar los anillos. Claro está que, si hubiera muchos matrimonios, y
muchos hijos, y además católicos, alguno elegiría la vida religiosa. Sin embargo,
no recuerdo cuando era niña, hace casi cincuenta años, que ninguna dijera que
tenía vocación de esposa, como alternativa a la de monja contemplativa. Supongo
que, si te preguntaban, contestabas que sí, que de mayor te casarías y tendrías
familia. Aunque ya entonces nos reíamos de Susanita, la de Mafalda, para la que
futuro equivalía exclusivamente a “¡hijitos!”.
Todavía se venden esas barajas de cartas de familias, en las
que los hijos y los nietos de los zapateros son zapateros, los del lechero,
lecheros y los del sastre, sastres y modistas. Añoramos los viejos oficios y
ese mundo de orden, aunque la libertad de elección nos defina como humanos y
nos aleje del determinismo del gato, que no tiene otra que saltar detrás de un
pájaro.
Los niños de Castilla y León dicen que de mayores quieren
ser futbolistas, policías y bomberos, y las niñas profesoras, artistas y
veterinarias, sean lo que sean sus padres y madres. Luego meten a todos en el
tobogán de tubo del Campo Grande y los centrifugan, y a los 14 tienen que
decidir si van por Ciencias o por Sociales (Letras está defenestrado, ¿para qué
sirve eso?). En el proceso, las vocaciones infantiles van decayendo a medida
que se les va distribuyendo según las calificaciones, y con el tiempo ya ni se
preguntan qué quieren ser de mayores: ¡lo que pueda! Con poco más de veinte
años, ya están en perfecto estado de revista para ser el resto de su vida una
pieza útil para el mercado laboral. Hace poco, un responsable de Harvard se
lamentaba de que hoy, si a sus estudiantes les daban a elegir entre superar
grandes retos u obtener buenas calificaciones, se quedaban con lo segundo. El
título como sustituto del conocimiento, y los alumnos como clientes.
Ahora que nos quieren jubilar a los setenta, yo creo que la
vocación tardía debería ser la norma, y no la excepción. Deberíamos seguir
preguntándonos durante mucho más tiempo, quizás siempre, qué queremos ser de
mayores, modificando la ruta cuando sea necesario. La experiencia no es lo que
nos han contado, no es un rosario de éxitos y ascensos, sino un buen montón de
errores y dudas. Hay afortunados que encuentran un oficio vocacional; otros
sienten vocación por el trabajo en sí, por cumplir fielmente su tarea, y otros
solo soportan la jornada, qué se le va a hacer. También hay quien fabrica su
propia vocación en su tiempo libre, porque las aficiones conviene cuidarlas,
para no convertirte en un auténtico borrico de sofá.
David Trueba, escritor, cineasta y niño que veraneó en
Tierra de Campos, publicó hace tiempo un librito precioso que se titula Ganarse
la vida. Una expresión que suele reducirse a lo monetario, pero que va mucho
más allá: “ganarse la vida tendría que ser la aspiración mayor de una persona,
pero ganársela en el sentido de honrarla, de estar a la altura del regalo”.
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