sábado, 24 de diciembre de 2011

El niño que duerme

En diciembre y también en marzo, julio y octubre, los vallisoletanos pueden visitar su famoso belén napolitano. Durante todo el año hay grupos de colegiales que se acercan a verlo al palacio de Villena, justo al lado del Museo Nacional de Escultura. Pero sólo hay atascos entre Navidad y Reyes, cuando las familias hacen cola para visitarlo, en un circuito que comprende también el belén del Palacio de Pimentel, sede de la Diputación, el de la parroquia de las Angustias, y el de la sala de las Francesas.

Eso quiere decir que puedes acercarte casi cualquier tarde del año, quedarte sentada en el banco que hay enfrente de la vitrina y estudiar detenidamente la composición. Son decenas de figuras que recrean escenas más próximas a Oliver Twist que a la Judea de hace veintiún siglos, llenas de detalles y ornamentos, artificios que deberían ser aún más chocantes para los que las contemplaron en el siglo XIX, donde una naranja era casi tan extraordinaria como una perla. Pero hasta el belén de un todo a cien encierra un misterio dentro, y cuando te das la vuelta las figuras tienen vida propia y se ponen a bailar.

Junto al monumental, verdaderamente, belén, en una vitrina se muestra aislado un niño Jesús desnudito, agarrado a un corazón como si fuera a un cojí­n. Contra lo habitual en los nacimientos, en los que el niño suele tener unos inquietantes ojos abiertos, este Jesús está dormido, como un bebé normal. “Id bendiciéndoos los unos a los otros, mientras duermo un poco más”, parece decir, junto a un grupo de ángeles que sujetan su lecho. Bendigámonos, de nuevo, por Navidad.




domingo, 18 de diciembre de 2011

Por cien monedas de oro

Sin ser de mis cuentos predilectos, hay un momento del flautista de Hamelín que me viene a la cabeza con frecuencia. Es cuando el alcalde del pueblo, una vez los ratones han desaparecido arrastrados por la dulce melodía del instrumento, se niega a pagar al artista. “¿Cien monedas por tocar un poco la flauta? Nada de eso”, brama rotundo el edil. Como es un cuento, el flautista tiene una fenomenal y un tanto cruel forma de hacer cumplir el contrato, llevarse a todos los niños del pueblo, aunque al final todo se resuelven felizmente.

La moraleja, como ahora se subraya en esas incómodas ediciones que dan instrucciones a los padres para interpretar a sus hijos lo leído, parecía que era que uno debía de cumplir con la palabra dada. Hoy, sin embargo, cuando leo el cuento a mis hijos pienso en esa frase de desprecio del alcalde hacia el encantador poder del artista, que sabe embaucar y hacer olvidar todo lo demás a quienes le escuchan, sólo “tocando un poco la flauta”, esa minucia que no merece valor ni respeto.

Podría hablar de los derechos de autor, pero no veo cómo convencer de que la autoría vale algo a los que no están previamente convencidos. Hablaré de mi flautista de Hamelín, un chaval sin nombre de pila, como muchos personajes de los cuentos porque ¿a quién le importa cómo se llamaba Caperucita, o cómo bautizaron sus padres a Cenicienta? Sin embargo, mi flautista sí tiene una cara concreta: la que le dibujó María Pascual, una artista catalana que ha muerto a los 78 años este mes de diciembre, sin reverencias ni homenajes.

Me he puesto a buscar en las estanterías de casa libros suyos y, sumando los de Valladolid y los de Segovia, estoy por asegurar que es la autora que más se repite. Todos esos libros que ilustró, de cuentos de Perrault, de Grimm, de Wilde, fábulas de La Fontaine, leyendas de diferentes países, historias de Enid Blyton… le pertenecen sin haber escrito una sola línea. Entiendo la belleza de las ilustraciones de Doré, pero mi caperucita, la que creció conmigo, era una niña de mejillas lozanas, flequillo rubio y vestido azul celeste, porque así se la imaginó María Pascual.

No sé si se hizo rica con su prolífico trabajo, no abandonado durante años, porque han seguido saliendo ediciones de cuentos con sus dibujos. También guardo su colección de recortables, Las muñecas alegres, comprados los domingos en el kiosco que durante muchos años tuvo la estación de Renfe. Sólo una cosa podría reprocharle: que había más protagonistas rubias buenas que morenas buenas, algo que tal vez explique el alto porcentaje de rubias teñidas en la edad adulta… Ella misma, en las ediciones de los años ochenta de Toray, su sello de siempre, aparece en una fotografía con el pelo rubio, aunque cortito, nada que ver con las melenas maravillosas de sus heroínas. “Afectuosa para con los niños, amigable y sencilla en su conversación, siempre abierta el diálogo humano, siempre joven en sus ideas y su presencia. Esta admirable mujer, de breve melena rubia, que viste con moderna y discreta elegancia, es María Pascual”, se dice en el prólogo. Ella nos mira desde su mesa de trabajo, junto a sus botes con rotuladores y pinceles, con el flexo que la iluminaba mientras perfilaba hadas y princesas. Qué menos que cien monedas de oro merecía por su trabajo.



lunes, 12 de diciembre de 2011

Los atributos de las mujeres

En este gineceo sólo hay un hombre al que han permitido la entrada. Es un niño de dos o tres años, subido a un taburete con un volante de juguete, al que están cortando el pelo. Sus resoplidos apenas se escuchan, entre el ruido de agua, secadores y conversaciones. En la peluquería cuando dejas el abrigo, dejas la presunción, o al menos es muy difícil mantenerla en bata azul y sin ese escudo protector que es el pelo. Esas chicas seguramente con dolor de piernas, seguramente preocupadas por sus cosas, seguramente hartas de poner las manos bajo el grifo son las que, por un rato, tienen todo el poder. Cuesta abandonarse en el sillón de lavado, que a mí me queda siempre bajo y a otras demasiado alto, y dejarse amasar por dos champunadas con olor a fresa, pero acabas por cerrar los ojos y te dejas llevar; un poco tensa, como si hicieras algo malo.

Aunque no falten los rulos en el todo a cien, en los salones modernos están recluidos en un rincón, junto al secador de pie. Lo que se lleva es la tonalidad, el efecto, las capas, la nutrición, el volumen, y los trocitos de papel albal para los reflejos, que ya no se llaman mechas. Como todas lucimos igualmente horribles, ninguna se ríe de la compañera. Nos enfrascamos en lecturas de calado, como la entrevista a una estreñida de “una de las familias más antiguas” de Italia, que muestra su casa, con imponentes cuadros, magníficas porcelanas y frescos en bajorrelieve, y que, desagradecida ella, afirma que “la sencillez y la vida informal son más mi tipo”. Comentado también es el artículo “afrontar las navidades sin kilos de más”, porque tres son los temas predilectos de la peluquería: los hijos (ese se comenta de pasada, porque aquí somos mujeres, no mamás), las dietas y los dolores. Por ejemplo, a la señora de al lado, que iba a ir a urgencias pero había mucha cola y cambió al médico por el peine, le aconsejan que lo mejor para el dolor de barriga es una patata cocida machacada con aceite y limón.

Ya no me acuerdo de lo que hablaban las chicas que iban juntas al servicio de los bares (yo debía ser poco chica, porque iba sola), pero en la peluquería sólo hablan de hombres o las recién emparejadas, o las que están hasta la peineta. En general no es un trending topic, y su interés queda muy por debajo de cualquier receta o truco para camuflar las ojeras. Las señoras mayores, que acuden un día fijo –el lunes o el viernes o sábado, para aguantar la semana–, vacunadas de cualquier romanticismo, son las que mejor se entregan a la disciplina del arreglo, porque conocen sus inmediatos beneficios.

Debajo de la toalla, con el babi azul, se me ocurre que sin el adorno del pelo y la ropa una podría ser una mujer o cualquier otra cosa: un vendedor de seguros, sin ir más lejos. Pero cuando salimos del laboratorio todo cambia. La estirada que estaba a mi lado, que con el turbante se parecía tanto a “Rebeca”, se ha plantado unos tirabuzones rubios a lo Farrah Fawcett y ha elegido el morado para las uñas. Antes de pagar, se echa una miradilla triunfal en el espejo, y la peluquera le comenta que vaya melenón que se le está poniendo, que “ya se sabe que la cana engorda el cabello”.

Mientras barren los pelos de tres clientas, viene el padre del niño y atraviesa el gineceo a toda pastilla, como si pudiera perder la virilidad con una rociada de Elnett. Pues a lo mejor era lo que le hacía falta: un buen golpe de laca puede ser definitivo para la autoestima.


Postada: la foto es de un cartel muy bonito de una peluquería de Valladolid, pero que conste que nada tiene que ver con la historia que cuento.



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