lunes, 25 de diciembre de 2023

La carta del vidente

Voy al estanco una vez al año, a por sellos. Esta Navidad Correos sacó una serie con un roscón dibujado, pero no la tienen. Me llevo unos en los que aparece un señor con gafas, los mismos que me vendieron el año pasado, y que todavía no han terminado de vender. Pienso que, en esta tarde fría de uno de los días más cortos del año, se estarán enviando al menos mil bizum por cada felicitación que llega a la boca del buzón. Todavía alguno dice que es poco ecológico enviar cartas, mientras se acumulan las pilas de cajas de cartón junto a los contenedores.

También un puñadito de cartas con direcciones escritas a mano se abren camino hasta mi buzón, ya resignado a su tristón papel de receptor de notificaciones del Sacyl. Nada que ver con la fiesta de sobres y papeles que se apelotonaban años atrás. Hoy hasta se echan de menos los folletos de publicidad, las únicas revistas de entretenimiento que llegan a la mayoría de las casas. El portal casi siempre está desierto, y hasta hay una cámara que supervisa desde lo alto de una columna posibles movimientos extraños. Pero dan igual las medidas de seguridad: cada Navidad, el profesor Aïdara, o Dumbuya, Darro, o cualquier otro nombre que adopte esa temporada, deposita en los buzones su extraña felicitación. Quizás utilice la sugestión o atraviese la materia, pero para él no hay puertas.

En el papelito explica someramente su currículo, ‘vidente y futurólogo africano’, y su cartera de servicios, ‘ayuda a resolver tus problemas’.  Desde lo concreto, como recuperar la pareja, mejorar los negocios, solucionar líos familiares o dejar el alcohol, hasta lo intangible, como limpiar el mal de ojo. No es difícil que el profesor vidente dé en el clavo porque, ¿quién no tiene uno o varios de esos problemas? ¿quién no lleva sobre sus hombros una pesadumbre inexplicable, que muy bien pudiera provenir de un hechizo enemigo?

Algo no va bien, algo nos duele. Incluso puede que estos días duela más, porque hay más tiempo para parar y escuchar al cuerpo, y también para sentirnos solos. Como informe médico puede que resulte un poco primitivo, pero el diagnóstico de Dumbuya es perfecto. Y todo comprimido en un simple cuadradito de 10x14 cm. Si aprovecha bien el papel, salen ocho diagnósticos por folio, y con tres hojas cubre a todo el portal.

Me pregunto quién será el emisario, o emisaria, de Dumbuya en mi calle. Seguramente lleva deportivos y vaqueros, y no una túnica con brocados. Igual ni es africano. Después de tantos años, estará dado de alta como autónomo, o hasta puede haber montado una franquicia, porque la misma tarjeta que reparte en Valladolid llega al resto de ciudades. Tampoco aclara si se trata de un servicio a domicilio, o solo telefónico, como aquellos curanderos que para quitarte un clavo del dedo enterraban bajo tierra un papel con tu nombre escrito.

Dumbuya, como todos los charlatanes, sabe que somos un saco de problemas, y tienen siempre a mano un vistoso catálogo de soluciones fáciles y rápidas. Dumbuya es un pillo que ofrece resultados “al 100%” a unos pobres desesperados que se agarran a un clavo ardiendo, y hasta se dejan timar a cambio de un poco de esperanza.

https://www.elnortedecastilla.es/opinion/teresa-sanz-nieto-carta-vidente-20231225091142-nt.html


lunes, 18 de diciembre de 2023

El cesto de Navidad

Antes que Ana de las tejas verdes, Lucy Montgomery escribió El cesto de la tía Cirila, un cuento de navidad. Como Ana, su personaje más famoso, Lucy era huérfana de madre, y su padre emigró y la dejó siendo un bebé en casa de sus abuelos. Una vida austera, en la que su imaginación, la lectura y los estudios, en los que avanzó rápidamente, fueron su salvavidas. Se especializó en Literatura, trabajó de maestra y en un par de periódicos, y, tras el fallecimiento de su abuela, formó su propia familia, con un pastor presbiteriano.


Desde su publicación, en 1908, la historia de Ana, criada por un par de ancianos en un lugar hermoso y perdido, pelirroja y parlanchina, un bicho raro y puro en medio del corsé de la “normalidad”, fue un éxito. Lucy escribió después varias entregas más de Tejas Verdes, además de numerosas novelas, relatos y poemas. Lo que escribió antes de Ana casi no se cita. Entre esas páginas está El cesto de la tía Cirila, uno de los cuentos que más veces leí a mis hijos cuando eran pequeños.

La protagonista es Lucy Rose, una adolescente que tiene que viajar en tren a ver a unos parientes con su tía Cirila, con la que vive en un pueblo, justo el día antes de Navidad. La chica está avergonzada porque su tía se obceca en ir a la ciudad con una canasta vieja, bien repleta con todo lo que obtiene de su propia granja: mermeladas, manzanas, pastelillos de carne, gelatina, un pollo asado, crema de leche, ciruelas en conserva… hasta pañuelitos bordados y ramos de flores. ¿Cómo ir de visita con las manos vacías? Con el capazo y con su sobrina, roja como un tomate, subió Cirila al tren. Y en esto que un temporal bloquea las vías, y hay que pasar la Nochebuena en un vagón con un grupo de desconocidos en medio de la nada… Y entonces el cesto que abochornaba a Lucy, porque dejaba a las claras su procedencia en unos tiempos en lo que lo del pueblo era algo caduco, se convierte en algo mucho más valioso. El cuento está por ahí, en internet, si quieren saber cómo termina. 

Seguro que la autora del cuento sintió como su protagonista vergüenza por cosas que hacían sus mayores. ¿Quién no ha sentido eso y ha querido ir 25 pasos por delante de su madre, o de su abuelo? ¿Quién no ha renegado de llevarse una bolsa de rosquillas o un táper de croquetas? ¿Y quién no ha echado de menos luego esos remedios mágicos y ese apoyo incondicional? Pero para todos hay un momento de epifanía, como para Lucy fue ese tren, en el que tienes que recurrir a esa mochila de provisiones y cariño para seguir adelante. Y, como en todo buen relato navideño, está presente la fraternidad: la satisfacción de dar a los otros, sean manzanas, palabras o tiempo.

Hay algo inocente y, para los ásperos de la meseta, hasta blandengue, en los cuentos de Navidad. Hasta un escritor de pobres como Dickens es benevolente y permite al usurero Scrooge redimirse, tras toda una vida de crueldad y de haber sembrado la desgracia en muchos de sus deudores. Capra directamente se agencia un ángel para evitar el suicidio de George. Hasta Paul Auster admite que un ladronzuelo comparta la comida de Pascua con una anciana solitaria que le confunde con su nieto. Decía Buñuel que lo que más le sorprendía de los americanos era su ingenuidad. Aquí, en vez de Qué bello es vivir, rodamos Plácido. Da miedo arrojarse a la esperanza, pero solo desde la ingenuidad se acaricia el milagro.

La Navidad no es un estado, sino un fogonazo, como la estrella de la que habla San Mateo, y que hoy hubiera sido imposible distinguir, deslucida por la marabunta de luces Led repartidas por Valladolid. Decimos “Feliz Navidad” cuando muy pocos piensan ya en el niño de Belén, pero tampoco es una mentira. Decimos “Feliz Navidad” cuando podríamos decir “sé que estás ahí, y que no es fácil, que te vaya lo mejor posible”. Lo podríamos decir el día 25, o quizás un mes después, o en el mes de julio. Pero preferimos no abusar de cariñosos, y hacer como si nada los 364 días restantes.

La Navidad es una marca tan potente que, pese a los envites, no es solo en esa cosa hortera y ruidosa que aparece por la televisión. La vida pública es más tonta que la privada, como apuntaba Chesterton. De puertas para dentro, pocas fechas están más cargadas de significado y nos conectan más con lo que somos, con lo que fuimos, con los que están y los que ya no. Todos esos a quienes amamos y que cargaron nuestro canasto de las mejores provisiones, las que no se compran con dinero. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

Las canciones de nuestra vida

La música es importante. Tanto, que cuando un sintecho sueña con la perfección, imagina estar en el sofá de su propia casa, escuchando a David Bowie. Así lo escribía Víctor Vela en estas páginas, en una entrevista a personas sin hogar de Valladolid. “Bowie es Dios”, decía aquel hombre. Sí, los mendigos cuya presencia nos incomoda por la calle también tuvieron niñez, fueron amados y peinados a raya por sus madres y luego vivieron su adolescencia, llena de fuego y esperanza. Una noche, serían finales de los ochenta, vine desde Segovia con unos amigos de garbeo a Valladolid, a una terraza de la que no recuerdo ni el nombre, pero sí que sonaba Young Americans. Y de pronto Valladolid me pareció una ciudad interesante, no el lugar tristón y aislado en el terruño que imaginaba. La música hace que tengas algo en común con ese hombre perdido por una sucesión de malas decisiones, alcohol y por qué no, perra suerte; un hombre que hoy deambula y ojalá encuentre su espacio muy pronto.

Una vez alguien me dijo que lo que no se lee antes de los 25 ya no merece la pena. Es una sentencia extraña, que solo he entendido muchos años después. Puedes leer libros, pero no los vas a sentir igual, con la sorpresa y profundidad de la primera etapa. Y quien dice libros, dice canciones. Hay una construcción especial de la sensibilidad en esos pocos años. Con 15, hubiera retado a un duelo a los fans de Hombres G, grupo del que, por cierto, he leído que es declarado seguidor Mañueco. Por entonces, la ligereza de los G colisionaba con el sentimiento trágico de la vida que con frecuencia acompaña a la adolescencia. Encontré mejor refugio en la voz melancólica de German Coppini, aconsejándote que no salieras a la calle cuando había gente. Al final, cada cual buscaba un refugio en el que sentirse menos solo, fuera con banda sonora de Perales o de Leño.

A lo largo de los años he seguido escuchando canciones, exactamente 5.298 minutos este año, como me confirma el envío que estos días recibimos todos los usuarios de Spotify. Aunque fue entre los 12 y los 22, más o menos, el periodo en el que construí los sonidos que me iban a acompañar para los restos. Cuando eres pequeña esperas que de mayor te pongas rulos y bailes pasodobles, pero no (podéis estar tranquilos los jóvenes), no llega un día en el que te hace clic la cabeza y empiezas a cantar el porompompero. No hay más que ir a un concierto de rock para ver que nunca eres el más mayor, siempre otro es más resistente.

Por eso me sorprende que Óscar Puente, que nació el mismo año que yo, se emocione tanto con Taylor Swift. Una afición que curiosamente comparte con Pedro Sánchez y que les ha unido como a mí a otros seguidores de Bowie. Bien es cierto que Sánchez es muy variable, porque hace no tanto era muy fan de los Planetas y ahora lo es de Aitana y Rosalía. Feijóo, como Carnero, dice que es más de Beatles, así no falla. En su lista de favoritos, Abascal menciona a Taburete y Los Manolos, pero descuadra que incluya a Pet Shop Boys. Igual Gallardo diría que algunos “no han entendido nada”, como el otro día cuando sonó Amaral en un acto contra la amnistía. Donde unos vemos solo canciones otros ven arengas, como lo de “escucho a Wagner y me entran ganas de invadir Polonia”, que decía Woody Allen. Tal vez estos gustos musicales de los políticos no sean tan espontáneos, sino otra oportunidad para tirar la caña al caladero de posibles votantes. A un presidente del Gobierno ­o a varios­, era el asesor de turno el que le sugería qué novela comprar cuando tenía que inaugurar la feria del libro.

Las canciones que de verdad te conmueven son las que primeras que pondrías en el móvil si, tras meses deambulando por la calle, por fin tuvieras una casita y un sillón para pasar tranquila la tarde. Esas canciones crecen cuando vuelves a ellas, porque enganchan con tu vida. El algoritmo de Spotify lo sabe y, aunque te aventures a temas nuevos, siempre acaba ofreciéndote un atajo, que se llama “escucha tu música”. En mi lista hay canciones tan y todavía más viejas que yo. Cuando asoma el fin del año, Spotify te avisa un mes antes, como si estuvieras a tiempo de desgravarte de la carga de la nostalgia. Pero con la música no hay forma. Ya lo dijeron Lennon y McCartney, “Hay lugares que recordaré toda mi vida, aunque algunos han cambiado”.