Una vez alguien me dijo que lo que no se lee antes de los 25
ya no merece la pena. Es una sentencia extraña, que solo he entendido muchos
años después. Puedes leer libros, pero no los vas a sentir igual, con la
sorpresa y profundidad de la primera etapa. Y quien dice libros, dice
canciones. Hay una construcción especial de la sensibilidad en esos pocos años.
Con 15, hubiera retado a un duelo a los fans de Hombres G, grupo del que, por
cierto, he leído que es declarado seguidor Mañueco. Por entonces, la ligereza de
los G colisionaba con el sentimiento trágico de la vida que con frecuencia
acompaña a la adolescencia. Encontré mejor refugio en la voz melancólica de German
Coppini, aconsejándote que no salieras a la calle cuando había gente. Al final,
cada cual buscaba un refugio en el que sentirse menos solo, fuera con banda
sonora de Perales o de Leño.
A lo largo de los años he seguido escuchando canciones, exactamente
5.298 minutos este año, como me confirma el envío que estos días recibimos
todos los usuarios de Spotify. Aunque fue entre los 12 y los 22, más o menos, el
periodo en el que construí los sonidos que me iban a acompañar para los restos.
Cuando eres pequeña esperas que de mayor te pongas rulos y bailes pasodobles,
pero no (podéis estar tranquilos los jóvenes), no llega un día en el que te
hace clic la cabeza y empiezas a cantar el porompompero. No hay más que ir a un
concierto de rock para ver que nunca eres el más mayor, siempre otro es más
resistente.
Por eso me sorprende que Óscar Puente, que nació el mismo
año que yo, se emocione tanto con Taylor Swift. Una afición que curiosamente comparte
con Pedro Sánchez y que les ha unido como a mí a otros seguidores de Bowie. Bien
es cierto que Sánchez es muy variable, porque hace no tanto era muy fan de los
Planetas y ahora lo es de Aitana y Rosalía. Feijóo, como Carnero, dice que es
más de Beatles, así no falla. En su lista de favoritos, Abascal menciona a Taburete
y Los Manolos, pero descuadra que incluya a Pet Shop Boys. Igual Gallardo diría
que algunos “no han entendido nada”, como el otro día cuando sonó Amaral en un
acto contra la amnistía. Donde unos vemos solo canciones otros ven arengas, como
lo de “escucho a Wagner y me entran ganas de invadir Polonia”, que decía Woody
Allen. Tal vez estos gustos musicales de los políticos no sean tan espontáneos,
sino otra oportunidad para tirar la caña al caladero de posibles votantes. A un
presidente del Gobierno o a varios, era el asesor de turno el que le sugería
qué novela comprar cuando tenía que inaugurar la feria del libro.
Las canciones que de verdad te conmueven son las que primeras
que pondrías en el móvil si, tras meses deambulando por la calle, por fin
tuvieras una casita y un sillón para pasar tranquila la tarde. Esas canciones
crecen cuando vuelves a ellas, porque enganchan con tu vida. El algoritmo de Spotify
lo sabe y, aunque te aventures a temas nuevos, siempre acaba ofreciéndote un
atajo, que se llama “escucha tu música”. En mi lista hay canciones tan y todavía
más viejas que yo. Cuando asoma el fin del año, Spotify te avisa un mes antes, como
si estuvieras a tiempo de desgravarte de la carga de la nostalgia. Pero con la
música no hay forma. Ya lo dijeron Lennon y McCartney, “Hay lugares que
recordaré toda mi vida, aunque algunos han cambiado”.
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