viernes, 27 de noviembre de 2009

Del pan al pincho

Cuenta Gamoneda en sus deprimentes y magníficas memorias de infancia que en la posguerra el escasísimo pan blanco que llegaba a León lo llamaban de Valladolid, para diferenciarlo del correoso y basto que se suministraba a golpe de cupón en los tiempos del hambre. Los vallisoletanos tienen, pues, motivos históricos para enorgullecerse de su pan. El típico de por aquí es el lechuguino, el típico panete de cuadraditos, que en algunos sitios te lo venden con un sello marcado. Aunque, como en todas partes, lo que más se venden son las barras normales –aquí las llaman de riche– y en los últimos tiempos, baguetes, que pronto será el pan común para el orbe occidental.

Están tan contentos con su pan que hasta han preparado un museo en Mayorga sobre el tema, primo hermano del Museo del Vino de Peñafiel. Como en muchos otros sitios, el tema gastronómico pisa fuerte, el equipo de baloncesto de Pucela se llama “Blancos de Rueda” y el de rugby “Quesos Entrepinares”, y hasta el espárrago tiene su propia feria de exaltación, en Tudela de Duero. Siendo de Segovia no se puede decir que no esté acostumbrada a asumir que para mucha gente olemos a cordero y cochinillo, pero aún así no deja de maravillarme que, día sí, día también, responsables políticos, actores, escritores y hasta deportistas de elite se fotografíen junto a un stand de embutidos, tomando un chato o comiendo patatas revolconas. “Somos como vosotros, comemos”, parecen decirnos, y una siente una especie de hermanamiento culinario, al que no puede negarse, puesto que hay algo obvio: yo también como.

Antes de cocina se hablaba en espacios para señoras tipo Elena Francis. Ahora son los tiempos de la gastronomía, y les toca hablar a señores cocineros con chaquetas desestructuradas y una lingüística compleja. Hace unos días se celebró en Valladolid un concurso nacional en el que competían 66 pinchos deliciosos y de larguísimos nombres e ingredientes. Al final, ganó el Mini Baby Bell de Camembert Truffe, pincho que el jurado, que todavía no conoce mis espaguetis con tomate, encontró “genialmente sencillo”. Nepalíes, japoneses y neozelandeses coincidían en resaltar “el poder imparable de la tapa” y uno de ellos sentenciaba muy serio que “la tapa triunfará en ciudades grandes de Estados Unidos”.

A mí estas entusiastas declaraciones me dieron que pensar: primero, que Obama lo tiene claro; segundo, que a algunos cocineros, a pesar de tener tan bello trabajo, les falta el sentido del humor; tercero, que se ve que por aquí no hay hambre. Porque el hambre, como decía la amiga pequeñita de Mafalda, es pura y simple. Como el mendrugo de pan de Gamoneda.

martes, 3 de noviembre de 2009

Piojos y virus

Es un hecho: los niños de los colegios privados, concertados y públicos de Valladolid, Castilla y León y más allá han tenido o pueden tener piojos. Hoy hay modernísimos productos de farmacia de largos prospectos, no el “ZZ” (¿de qué me sonarán a mí estas siglas?) de antaño, pero antes de largarse por donde ha venido el pequeño bichito desmonta con chulería nuestra civilización y nos traslada de golpe a ese cuadro de Velázquez de la abuela despiojando al nieto. Ya es bastante frustrante llevar a los niños cada lunes limpitos, seguramente sobre alimentados, abrigados con gore-tex y con las tareas hechas, para que a la tarde te los encuentres con 39 de fiebre y diarreas varias. Pero es que tener piojos, aunque sea un problema liviano, queda muy vulgar. Hoy por hoy, los virus están muchísimo mejor vistos y lucen más contemporáneos, porque ya se sabe que los cogen hasta los discos duros. “Es que el niño/ordenador ha fallado porque estaba pachucho, algún virusillo…” Ah, este año es importante puntualizar que no se trata de Gripe A, porque los padres tenemos la antena en alerta permanente, y una palabra mal medida puede generar la estampida en la cola de entrada al colegio.

Lo que a los padres nos trae a mal traer es el miedo, un monstruo que crece a partir de septiembre, porque nuestra insulsa fantasía de vacaciones y fin de semana de tener a los niños cien por cien bajo control es eso, una fantasía absurda y malsana. Lo sabes, pero no puedes evitarlo, y si los niños fueran madelmanes y nancys –o gormitis y bratzs– los tendrías inmunizados y desinfectados permanentemente. Pero los muy impertinentes están vivos, van al cole, respiran, tosen, hablan, abren grifos y giran picaportes, prácticas todas ellas de riesgo. Y eso que este año les han mandado comprar un neceser con un jaboncillo y toalla para lavarse cuando vuelven de revolcarse en el polideportivo, y les recuerdan que no hay que beber a morro de los lavabos. Eso no impide que los virus que, como los pokémon, tienen poderes especiales, salgan victoriosos. No dejan dormir ni a los niños ni a los padres, y se acaban marchando, ibuprofeno mediante, cuando les parece o, en su defecto, cuando acaba el curso y apunta el verano.

Dado que la enseñanza es obligatoria hasta los dieciséis y puede que se extienda hasta los treinta si la crisis económica se prolonga, no hay otro remedio que permitir que nuestra progenie se exponga cada mañana en su aula a todo tipo de virus, incluidos, por fortuna, los del crecimiento y autonomía personal. Los padres lo tenemos asumido, de acuerdo, pero por lo de los piojos no paso. Señorías sanitarias, ¿para cuándo la vacuna piojera?