Cuenta Gamoneda en sus deprimentes y magníficas memorias de infancia que en la posguerra el escasísimo pan blanco que llegaba a León lo llamaban de Valladolid, para diferenciarlo del correoso y basto que se suministraba a golpe de cupón en los tiempos del hambre. Los vallisoletanos tienen, pues, motivos históricos para enorgullecerse de su pan. El típico de por aquí es el lechuguino, el típico panete de cuadraditos, que en algunos sitios te lo venden con un sello marcado. Aunque, como en todas partes, lo que más se venden son las barras normales –aquí las llaman de riche– y en los últimos tiempos, baguetes, que pronto será el pan común para el orbe occidental.
Están tan contentos con su pan que hasta han preparado un museo en Mayorga sobre el tema, primo hermano del Museo del Vino de Peñafiel. Como en muchos otros sitios, el tema gastronómico pisa fuerte, el equipo de baloncesto de Pucela se llama “Blancos de Rueda” y el de rugby “Quesos Entrepinares”, y hasta el espárrago tiene su propia feria de exaltación, en Tudela de Duero. Siendo de Segovia no se puede decir que no esté acostumbrada a asumir que para mucha gente olemos a cordero y cochinillo, pero aún así no deja de maravillarme que, día sí, día también, responsables políticos, actores, escritores y hasta deportistas de elite se fotografíen junto a un stand de embutidos, tomando un chato o comiendo patatas revolconas. “Somos como vosotros, comemos”, parecen decirnos, y una siente una especie de hermanamiento culinario, al que no puede negarse, puesto que hay algo obvio: yo también como.
Antes de cocina se hablaba en espacios para señoras tipo Elena Francis. Ahora son los tiempos de la gastronomía, y les toca hablar a señores cocineros con chaquetas desestructuradas y una lingüística compleja. Hace unos días se celebró en Valladolid un concurso nacional en el que competían 66 pinchos deliciosos y de larguísimos nombres e ingredientes. Al final, ganó el Mini Baby Bell de Camembert Truffe, pincho que el jurado, que todavía no conoce mis espaguetis con tomate, encontró “genialmente sencillo”. Nepalíes, japoneses y neozelandeses coincidían en resaltar “el poder imparable de la tapa” y uno de ellos sentenciaba muy serio que “la tapa triunfará en ciudades grandes de Estados Unidos”.
A mí estas entusiastas declaraciones me dieron que pensar: primero, que Obama lo tiene claro; segundo, que a algunos cocineros, a pesar de tener tan bello trabajo, les falta el sentido del humor; tercero, que se ve que por aquí no hay hambre. Porque el hambre, como decía la amiga pequeñita de Mafalda, es pura y simple. Como el mendrugo de pan de Gamoneda.
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