“Segovia, verano de 1936. El abuelo arroja violentamente el periódico y suelta una palabrota”. Es la primera frase de Celia en la Revolución,
que Elena Fortún terminó de escribir en 1943. No se publicó hasta 1986 y
estaba descatalogado hasta que, hace un par de meses, ha vuelto a las
librerías. En sus páginas está la Guerra Civil desprovista de
estrategias militares y heroísmos, la guerra cotidiana, que arrastra
cualquier ilusión de orden en la vida de Celia, adolescente de familia
bien pero no rica, de padre republicano pero conservador. Es la guerra
de los que no se habían preguntado nunca si eran comunistas, o
fascistas.
“En la Academia están encerrados y no quieren salir. Y unos dicen que
pa arriba y otros dicen que pa abajo, y se tiran tiros con bala, y han
matao a uno en el Azoguejo”, dice Valeriana, su fiel asistenta. “Aquí
han vencido los sublevados, y en Madrid no... abuelo. Estamos
incomunicados”. A su abuelo, con el que vive junto a sus dos hermanitas
desde que murió su madre, le fusilan una madrugada. Y allá se va Celia
con Valeriana y las niñas, escapando en burro hacia Madrid. De noche
abandonarán la ciudad y el Acueducto, y la madrugada les recibirá
pasando Fuentemilanos y Otero, sintiendo la frescura de los regatos y el
sol de julio “que en Castilla quema en cuanto sale”.
En Madrid no le esperara la calma, sino la confusión (también fusilan a
su primo, falangista) y la necesidad, que pronto se convierte en forma
de vida. La revolución es cómo racionar la comida y aliñar unos tallos
de lechuga para que parezcan chuletas. La resistencia es, después de
muchos meses de peregrinación de casa en casa, ponerse una camisa blanca
planchada y reconocerse en el espejo como una mujer joven y bonita.
La historia de Celia no es la de su creadora, Elena Fortún. Pero sí
discurren paralelas. Elena Fortún ya estaba casada y había tenido dos
hijos, aunque uno de ellos murió antes de que estallara la guerra. Como
Celia, vive un tiempo en el exilio, en Argentina. Como su personaje,
está unida desde la infancia a Segovia. El padre de Elena, de nombre
real Encarnación Aragoneses, era de Abades, pueblo que visitó de niña, y
también pasó veranos en Ortigosa del Monte.
Cuenta Nuria Capdevila-Argüelles, una de las editoras de la Biblioteca
Elena Fortún, que Segovia era la paz para Encarna. Cuando estaba en
Buenos Aires, su querida amiga, Matilde Ras, le enviaba en los sobres
tomillo, cantueso y romero, para que su casa oliera a Segovia y a
Castilla. El aroma le llenaba de consuelo: “¡Cómo huele mi armario!
Abrirle y comenzar a caminar por la sierra de Guadarrama es todo uno. Me
pone alas en el alma. Mándame otro paquetito de tomillo y cantueso en
cuanto puedas”. Nuria menciona una carta conmovedora en la que cuenta su
regreso al campo segoviano, y su primer paseo por el campo, llorando el
dolor de la guerra, el exilio, el regreso y la muerte de su marido, en
Buenos Aires.
Como apunta la frase de Rilke que Encarna cita en uno de sus libros,
“En la vida no hay clases para principiantes. Enseguida nos exigen lo
más difícil”. Andando sobre la cuerda floja, por encima del dolor y la
pérdida, lo que permanece es ese olor a cantueso cosido en las
ensoñaciones y juegos de infancia. Elena Fortún sabía mucho de contar
cuentos, y estaba convencida de que si se lograba instalar en la mente
de los niños la poesía, ese manantial les alimentaría hasta la vejez.
Pasados los años, pasada la guerra, Encarna volvió a España y a escribir
más cuentos para amansar a los niños en las tardes de sol, a la sombra
de los árboles del Riofrío.
Notas:
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Celia en la Revolución está editado en Renacimiento, 2016
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Sobre las cartas de Elena Fortún y Matilde Ras: El camino es nuestro, edic. Nuria Capdevila-Argüelles y Mª Jesús Fraga. Fundación Banco Santander 2015
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Gracias a Nuria por su amabilidad y ayuda para recabar información sobre el vínculo segoviano de Elena Fortún.