jueves, 19 de septiembre de 2019

Almacén sentimental


De siempre hacer limpieza es práctica conveniente; pero desde hace tiempo parece casi una cuestión moral. Circula con éxito un método cuyo objetivo es desembarazarse de casi todo: guardar solo treinta libros, tirar la mitad de los calcetines, eliminar la ropa que no te hace feliz, etc. “La contemplación del vacío os hará libres”, es la clave, aunque al final esa aparente simplificación sea una pieza más en la cadena de consumo, y te invite a vaciar el armario para volver a rellenarlo, porque el nivel del vaso, a medio plazo, suele ser el mismo. Compra, desecha, compra, de eso se trata, aunque se camufle con el purgatorio del reciclado, que es un purgatorio imperfecto, porque apenas una minoría de nuestras camisas y juguetes servirán para otra cosa que no sea hacer crecer la montaña de residuos. Tirar, ahora tan ensalzado, no deja de ser un lujo de ricos, porque los pobres hacen basuras muy pequeñas, y hasta guardan las cajas para improvisar armarios.

Más allá de las cifras y toneladas, del dinero y del consumo, los apóstoles del orden dicen que hay que empezar por la ropa, luego los libros y, lo último, los “elementos sentimentales”. La sentimentalidad es cosa variable, hay gente alérgica al papel y que sin embargo guarda una batidora averiada porque le da pena desprenderse de un objeto tan reluciente. Una se resiste a tirar esos elementos sentimentales, sea un recorte de revista, o un calcetín de bebé, porque teme que con él desaparezca el recuerdo que despierta. Así que la casa, y hasta el cajón del trabajo cuando llevas un tiempo, se convierte en un almacén, a la espera de que llegue el día de poner orden a todo esto, que es pretensión inútil, porque la vida te lleva a salto de mata. Lo mismo que dicen que cultura es lo que queda cuando no te acuerdas de los libros que has leído, la vida es lo que resuena en el fondo de tu almacén, y es así seas el propietario del Palacio de Liria o de las descabaladas pertenencias de un pobrecillo con el mal de Diógenes.

Para entender el verdadero valor del orden hay que visitar, más de una vez si es posible, la exposición “Almacén. El lugar de los invisibles”, que puede verse todavía en el Palacio de Villena, en el Museo de Escultura. Allí no están las obras más notables de su colección, esas que ocupan lugar de privilegio en guías turísticas, procesiones y libros de texto. Están las tallas del montón, las que se pasan los años en la oscuridad del depósito y, aun así, son atendidas con mimo, gracias a ese papel de “desagravio y de asilo” que cumple el museo, como dice el catálogo. No son exclusivas, al contrario; al margen de algún pequeño detalle, en la ropa o en la postura, los santos son casi clónicos, y comparten motivos y ornamentación los marcos, las columnas y tableros que un día adornaron templos y conventos. Como nuestros trastos, estas obras no son las mejores, sus proporciones no son perfectas, y algunas están incompletas o astilladas, pero el equipo del museo ha sabido captar lo esencial que hay en ese grupo de obras de banquillo, ordenarlas y ensamblarlas de manera que formen un equipo hermoso y brillante.

Claro que los trastos de nuestros almacenes no son barrocos, y que todos juntos no valen un euro. Habrá un día que alguien se los llevará, y unos acabarán en el contenedor de papel, otros en el de envases y algunos en el batiburrillo de “resto”, porque no sabrán ni dónde ponerlos. Nuestros cacharros no tienen un argumento claro, no hay una biblia que explique a las futuras generaciones qué sentido tenían para nosotros. Somos más bien como esos “santos sin identificar”, que aparecen en la exposición, porque a santos todos hemos sido invitados, aunque a veces los caminos sean incomprensibles. Ojalá pudiéramos, como en esta maravillosa exposición, explicar qué es lo que une a todos nuestros recuerdos y cachivaches, qué tienen en común para que, al menos durante unos minutos, entendamos el sentido del almacén –desvencijado, pero único–, que cada uno arrastra.

* Artículo publicado en El Día de Valladolid


viernes, 6 de septiembre de 2019

Los turistas pobres


Una voz se lamenta por la radio de lo poco que gastan la mayoría de los turistas cuando visitan Segovia. Que si no hacen noche, que si apenas compran nada. Qué más quisieran, pienso yo. Igual me engañan, pero la mayoría es gente bastante normal, a la que seguro que no sobra mucho dinero. Incluso yo diría que se gastan demasiado, porque muchos son parejas con niños en cabestrillo, que hoy tienen trabajo y mañana quién sabe, y a ver cómo pagan casa, libros y clases de inglés.

Pero siguen viniendo, y bastantes, aunque solo se admita cuando la ciudad está colapsada y se triplican los turnos para comer. Vienen porque están cansados de las energías y convicción que exige esto de ganarse la vida, aunque estén en el paro, que es más duro y desalentador. Cogen la carretera y, si no hay caravana, al rato ya están en Segovia. Unas horas de ruptura con lo de siempre, un selfie en el Acueducto, calle Real arriba, meta en el Alcázar y vuelta por donde han venido.

Sí, muchos vienen a comer, y repasan desde las once las cartas que muestran en la puerta los restaurantes, y hacen cuentas, y reservan, y dan vueltas hasta que el reloj marca la hora de la cita. Pero otros tantos no prueban el cochinillo, no por no gastar sino por no dejar a deber, porque terminan el mes con dificultad. El sábado es el día con más turistas pobres en Segovia. Si no suena correcto “pobres” -aunque no veo por qué, debería dar más vergüenza ser rico-, pongamos ciudadanos con escasa capacidad adquisitiva. Es el único día que muchos de ellos pueden venir. Él libra en la empresa en la que echa las horas que marca el contrato y todas las que sean posibles; ella puede dejar a la señora que cuida 22 horas al día acompañada por algún pariente. Y vienen corriendo a pasar el día aquí, en la ciudad pequeña con castillo y cosas bonitas que ver.

Como no buscan mesa, pasean sin prisa. Miran el Acueducto, la Catedral, el Alcázar, pero es raro que entren, porque 5 por cuatro de familia son veinte euros por monumento, calculen. Una parada en alguna zona de sombra, que pocas hay, un bocadillo, puede que una botella de agua en un bar, para tener excusa y entrar en el baño. Un helado para los niños. A lo mejor, una pijada en una franquicia de baratillo, en la que pueden entrar sin sentirse fuera de sitio. Y ya. Vuelta a Madrid, al trabajo de mil horas, y que no falte, a los hijos de ocho a ocho en el colegio, y a los problemas que trae esto de progresar, como diría el Mochuelo, en el libro de Delibes.

A los turistas de necesidad, porque esas pocas horas elegidas son tan necesarias para vivir como respirar, alguno habrá que les reprochen que se gasten un euro en el helado, y no en un kilo de garbanzos. A ese le digo: cómete tú los garbanzos una tarde de sábado de agosto, y deja a la gente recobrar el aliento. El lunes saldrá el sol por donde quiera, y ellos contarán al vecino dónde fueron el fin de semana: “Estuvimos en Segovia ¿tú sabes? Es muy bella, la ciudad, pequeñita…”.
Está bien que vengan turistas pudientes, sí, que mantengan prósperos y estables negocios que paguen bien a sus empleados. Pero los ricos pueden inventar una ciudad a su gusto en cualquier parte, encerrarse en mundos a medida y con atmósfera acondicionada, e incluso crear parques y cascadas en el desierto de Dubái, que hay que jorobarse. En cambio, los humildes solo tienen el campo para correr y Segovia para mirar, para apreciar algo bello en sus proporciones y colores, aunque no sean expertos en románico, ni reciten versos alejandrinos.

Cuidar la ciudad con respeto, pensando en esos turistas que no comen, ni se sientan en terrazas, ni compran casi nada. Pensando en lo que es imprescindible, lo que permanece, más allá de nosotros. Justo lo contrario de esas palabras horrendas: poner en valor, que suele significar robar el verdadero valor que las cosas tienen. Pido mucho, lo sé.