Una voz se lamenta por la radio de lo poco que gastan la
mayoría de los turistas cuando visitan Segovia. Que si no hacen noche, que si
apenas compran nada. Qué más quisieran, pienso yo. Igual me engañan, pero la
mayoría es gente bastante normal, a la que seguro que no sobra mucho dinero.
Incluso yo diría que se gastan demasiado, porque muchos son parejas con niños
en cabestrillo, que hoy tienen trabajo y mañana quién sabe, y a ver cómo pagan casa,
libros y clases de inglés.
Pero siguen viniendo, y bastantes, aunque solo se admita
cuando la ciudad está colapsada y se triplican los turnos para comer. Vienen
porque están cansados de las energías y convicción que exige esto de ganarse la
vida, aunque estén en el paro, que es más duro y desalentador. Cogen la carretera
y, si no hay caravana, al rato ya están en Segovia. Unas horas de ruptura con
lo de siempre, un selfie en el Acueducto, calle Real arriba, meta en el Alcázar
y vuelta por donde han venido.
Sí, muchos vienen a comer, y repasan desde las once las cartas
que muestran en la puerta los restaurantes, y hacen cuentas, y reservan, y dan
vueltas hasta que el reloj marca la hora de la cita. Pero otros tantos no
prueban el cochinillo, no por no gastar sino por no dejar a deber, porque
terminan el mes con dificultad. El sábado es el día con más turistas pobres en
Segovia. Si no suena correcto “pobres” -aunque no veo por qué, debería dar más
vergüenza ser rico-, pongamos ciudadanos con escasa capacidad adquisitiva. Es
el único día que muchos de ellos pueden venir. Él libra en la empresa en la que
echa las horas que marca el contrato y todas las que sean posibles; ella puede
dejar a la señora que cuida 22 horas al día acompañada por algún pariente. Y
vienen corriendo a pasar el día aquí, en la ciudad pequeña con castillo y cosas
bonitas que ver.
Como no buscan mesa, pasean sin prisa. Miran el Acueducto,
la Catedral, el Alcázar, pero es raro que entren, porque 5 por cuatro de
familia son veinte euros por monumento, calculen. Una parada en alguna zona de
sombra, que pocas hay, un bocadillo, puede que una botella de agua en un bar,
para tener excusa y entrar en el baño. Un helado para los niños. A lo mejor,
una pijada en una franquicia de baratillo, en la que pueden entrar sin sentirse
fuera de sitio. Y ya. Vuelta a Madrid, al trabajo de mil horas, y que no falte,
a los hijos de ocho a ocho en el colegio, y a los problemas que trae esto de
progresar, como diría el Mochuelo, en el libro de Delibes.
A los turistas de necesidad, porque esas pocas horas
elegidas son tan necesarias para vivir como respirar, alguno habrá que les
reprochen que se gasten un euro en el helado, y no en un kilo de garbanzos. A
ese le digo: cómete tú los garbanzos una tarde de sábado de agosto, y deja a la
gente recobrar el aliento. El lunes saldrá el sol por donde quiera, y ellos
contarán al vecino dónde fueron el fin de semana: “Estuvimos en Segovia ¿tú
sabes? Es muy bella, la ciudad, pequeñita…”.
Está bien que vengan turistas pudientes, sí, que mantengan
prósperos y estables negocios que paguen bien a sus empleados. Pero los ricos pueden
inventar una ciudad a su gusto en cualquier parte, encerrarse en mundos a
medida y con atmósfera acondicionada, e incluso crear parques y cascadas en el
desierto de Dubái, que hay que jorobarse. En cambio, los humildes solo tienen
el campo para correr y Segovia para mirar, para apreciar algo bello en sus
proporciones y colores, aunque no sean expertos en románico, ni reciten versos alejandrinos.
Cuidar la ciudad con respeto, pensando en esos turistas que
no comen, ni se sientan en terrazas, ni compran casi nada. Pensando en lo que
es imprescindible, lo que permanece, más allá de nosotros. Justo lo contrario
de esas palabras horrendas: poner en valor, que suele significar robar el
verdadero valor que las cosas tienen. Pido mucho, lo sé.
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