sábado, 19 de junio de 2010

El mejor castellano del país

Una se va al Congo y resulta que no hace más que encontrar similitudes entre las costumbres de los aborígenes y las nuestras. Sin embargo, puedes estar toda tu vida sin salir de tu pueblo y llegar a la precipitada conclusión de que el castellano que comparten quinientos o mil vecinos es diferente del que hablan los del pueblo de al lado, y encima recogerlo en un estudio de cientos de páginas. Así somos, tan parecidos que nos esforzamos en hallar cada día doscientas diferencias insalvables entre el prójimo y uno mismo.

Una cosa que me intimidaba bastante cuando llegué a Valladolid era tener que convivir con estas gentes de las que se dice que hablan el mejor castellano del país; de hecho, la lengua es uno de los principales recursos turísticos que se ha “puesto en valor” (horror) en los últimos tiempos en la provincia. Así que durante algún tiempo les escuchaba con la boca y sobre todos las orejas abiertas, para empaparme de sabiduría lingüística. Salvo la impresión de que no eludían pronunciar ninguna letra y que terminaban las frases con un gesto de “ahí queda eso” (da igual que hablaran de los neutrinos o del precio del kilo de filetes), no logré encontrar diferencias notables. La sorpresa llegó el día en el que, compartiendo una cerveza con aceitunas, alguien dijo no sé qué del “tito”. “¿Qué tito, el pipo?”, repliqué. Y me tuve que comer mis palabras, porque en el diccionario venía, efectivamente, tito, y no pipo, como los irresponsables de nuestros padres segovianos nos enseñaron a llamar las semillas de las frutas. El tito me dio la prueba que necesitaba: esta gente sabía lo que decía, mejor sería morderme la lengua y los leísmos. Esto, unido al comentario, varias veces escuchado, de que los segovianos hablamos como “si dejáramos caer las frases”, en plan jardineros sin tierra ni convicción, acrecentó mi complejo de inferioridad lingüística provincial.

Poco a poco comprobé que estos herederos directos de la sandalia de San Millán de la Cogolla, nietos de Cervantes y vecinos de Delibes, dan también sus patadas al diccionario. Te acercas a un parque y oyes a una abuela chillar “Rodriguito, que lo caes”. Y eso no significa que Rodriguito se deje caer a sí mismo en cuerpo y alma, es que al niño se le escurre el donete. Dicen “terrible” o “barbaridad”, tanto para lo bueno como para lo malo, así que lo acompañan de gestos precisos o no sabes si contestar “Qué bien” o “Qué horror”. También tienen la manía de decir “fui a Segovia y comí un cochinito”, crueldad intolerable, porque "cochinito" es ese tan entrañable de la canción infantil que soñaba con sus hermanitos “en ayudar a su buena mamá”, y de ningún modo acababa en la bandeja de un horno.

Así como cuando pienso en Segovia pienso en la palabra “majo”, Valladolid lo asocio a “pelele” (no por fastidiar, sino porque es un despectivo que usan bastante), León a “paisanín”, Palencia a “chiguito”, Salamanca a “mi niña”, y así y “asín”. Me da que aún esforzándonos por proteger nuestros minúsculos cotos lingüísticos –Dios no lo quiera– nada conseguiríamos. Eso sí: puedes perderte en cualquier pueblecito de terracampino y escuchar en el bar a uno pidiendo a otro que no le suelte el “espiche”, en puro spanglish contertulio. Pues claro que sí, hombre, que no hay retórica que valga más que tener de verdad algo que decir.

miércoles, 16 de junio de 2010

Una colada optimista

Una línea para una foto. En este caso es protagonista la “colada” de la vecina, pero podía haber sido también Pedro, el del bar, vestido desde las siete con la camiseta reglamentaria. O Ana, que trabaja aquí al lado, tecleando el ordenador con la bufanda de la Selección puesta. La cita es a las cuatro, hoy. Pese a todo, somos como niños, menos mal.

domingo, 13 de junio de 2010

Haz lo que digo

Es duro ser músico en Segovia. Salta a los medios de comunicación por fin un grupo de la tierra y es porque recoge en una canción el catálogo completo de tópicos sobre la monarquía, que a estos chicos, tal vez por su juventud, les debían sonar nuevos y rompedores. No tengo claro si hacen hip hop, punk o ballenato, la única letra que he leído deja bastante que desear en lo relativo a métrica, rima y metáfora, y en youtube sólo hablan del “ardor de estómago” que padecen los estudiantes en vísperas de selectividad.

Me parece que estos chavalillos todavía no habían llegado a la lección de “Haz lo que digo, no lo que hago”. Es posible que ya se la hubieran explicado, pero ya se sabe que los jóvenes parecen sordos, y más estos, que han debido escuchar música en el Ipod a muchos decibelios. Total, poco más dicen en su letra que los chascarrillos de sobremesa familiar, tarareados mil veces por padres, abuelos y vecinos. Pero estos chicos querían hacer la revolución, y posiblemente llegaron a la conclusión de que para eso no hacía falta mover un dedo, que bastaba con rebuznar lo más alto posible. Me imagino las risas nerviosas cuando grabaron este tema y les aseguraron que se editaría: increíble, colegas.

Madurar consiste principalmente en tensar la cuerda hasta que te da en las narices (o hasta que otro te dice que “No”, pero eso funciona sólo a veces). Los que tenemos hijos pequeños practicamos la censura a diario, a veces en exceso, otras en defecto. Aun así, llega un día que salen por su cuenta con sus amiguitos y amigotes, y en Valladolid corren a la zona del Cuadro o a la plaza de Coca, a mirar y ser mirados, a aprender a reconocerse en y distinguirse de la manada. También quieren que les quieran, y eso les hace todavía más vulnerables. Puede que vayan a discotecas light, de coca-colas y sanfrancisos (¿existen todavía?), o puede que compren en el súper de la esquina ginebra, fantas y “chetos” y se esparzan como caracoles por las orillas del río, para coger un “pedo” fulminante. Esos son los hábitos de chavales pijoaparte, émulos de papás “peras” (esos confirmo que siguen existiendo) con polos pastel, y de colgadillos de barrio en camiseta de tirantes; de chicas “pepé” con brillo nacarado en los labios y pantalones de montar a caballo, y de adolescentes retraídas vestidas de negro. Generación tras generación hacen ese tipo de chorradas, y de repente, un día cualquiera, se hace mayores y desaparecen de las calles, dejando el estruendo a la siguiente generación.

Y los mayores, estos tipos que no tienen ni idea de nada, que nada entienden ni quieren entender, no pueden hacer otra cosa que dejar que deambulen hasta que se les acabe el impulso errático de la adolescencia. Una cosa sí se puede hacer: intentar que lleguen a los veinticinco sin antecedentes penales (ahí el ayuntamiento no ha estado muy fino), y, muy encarecidamente, rogarles que lean tres o cuatro libros y escuchen un par de recopilaciones de grandes éxitos de los sesenta y setenta, con letras traducidas, para que se enteren de que lo de hacer la revolución es otra cosa.


lunes, 7 de junio de 2010

Verano sin sombra

Los plátanos de sombra de Valladolid están enfermos. Al principio pensé que era el calor repentino o quizás el viento quienes habían precipitado las hojas antes de tiempo. Pero no. La culpa es delgnomia veneta, un hongo sin tratamiento químico posible y que sólo se irá con una poda radical. Dicen que son 10.000 los plátanos afectados en la ciudad, que es como decir que está amenazada la sombra de cientos de paseos y de bancos en los que los vallisoletanos se paran a descansar. Parece que están afectados los plátanos de toda España, pero más los de Madrid para arriba, porque el calor ralentiza la enfermedad. Y lo cierto es que en este paréntesis de bochorno me ha dado la impresión de que las hojas han caído más despacio.

Miro para arriba y veo decenas de plátanos afectados. Se entremezclan las hojas verdes con otras que se oscurecen y retuercen como si hubieran ardido. Para la gente que vive en la calle –los jubilados, los niños, los despistados sin oficio ni beneficio que no se rinden a los encantos del sofá y la tele y salen a la calle–, el gnomia veneta es un cruel ataque a la normalidad. La sombra es un disfrute simple y universal, gratuito y necesario. La sombra de los árboles permite que el verano sea soportable para los que no tienen ni tendrán aire acondicionado. Y en este año de crisis y caos, de recortes y cabreos, ha tenido que venir el hongo ése. Sólo nos falta que las pirañas se apoderen del Pisuerga.