lunes, 25 de marzo de 2024

Donde no llega el tren veloz

En septiembre de 1993 el tren recorrió por última vez la línea Segovia-Medina del Campo. Nunca tuvo muchos viajeros, y en los últimos años funcionaba solo tres días a la semana, lunes, jueves y sábado. Renfe decía que la media diaria era de unos veinte viajeros. El penúltimo día de funcionamiento, acompañada de un fotógrafo, fui a hacer un reportaje. La mayor parte de los usuarios eran matrimonios mayores, que se acercaban a la capital al médico o hacer la compra, y luego, con bolsas hasta los topes, regresaban a sus pueblos. Todos habían conocido mejores tiempos del ferrocarril. Eso era el pasado y el futuro llegaría al día siguiente, cuando el tren dejara de pasar por su pueblo. Más que resignados, estaban conformados a su suerte, como si fuera culpa suya no tener carné de conducir: “Entonces no tenía dinero, y luego era ya tarde. Más de cien vecinos y solo dos de infantería, el resto va montado en su jaca”, se lamentaba uno de los pasajeros.

Alguno mencionaba, pero bajito, que Borrell, por entonces ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, podía haber soltado unas migajas para mantener aquella línea de pobres, en vez de apostarlo todo al recién nacido Ave, que un año antes había empezado la ruta Madrid-Sevilla. No recuerdo grandes protestas, ni pequeñas, por aquel cierre. Como aún no se había extendido la epidemia identitaria, no pensamos demasiado los segovianos en agravios comparativos a nuestra provincia, no menos olvidada que otras, pero amansada por ese brillo que a veces es solo barniz del turismo. Sí tengo en la memoria que por entonces se murmuraba que, cuando llegara a Segovia el tren mágico, la ciudad casi se duplicaría con 30.000 nuevos habitantes -mil arriba, mil abajo- por la diáspora de madrileños que nos elegirían como ciudad dormitorio. Huelga decir que el Ave llegó en 2002, y que nunca ocurrió nada parecido.

Como ese señor de infantería, yo no conduzco, así que conozco bastante bien el transporte público. Conozco ese tren veloz, que todavía me parece de lujo. Poder sentarme ahí entre esas personas tan eficientes, que o van trabajando o dormidas, mientras yo voy pensando en tonterías, y en media hora me planto en Segovia, en esa estación en medio de la nada que es Guiomar. Me parecía lógico que el billete no fuera barato, porque la mayoría de mis vecinos no coge nunca el Ave, como mucho el autobús urbano. Como también me parecía lógico que un billete de avión fuera caro, por idénticas razones… Desde hace tiempo dudo de mi lógica, porque escucho conversaciones de personas que viajan a Viena por menos de lo que te cuesta el bus de ida y vuelta a Cuéllar. Viajar es un chollo, dicen, hasta que te toca ir el martes, por ejemplo, a Zamora, y no digamos a Soria, y tienes que llegar tres horas antes o salir cuatro horas después de lo necesario, porque no hay otro horario. En Castilla, los que estamos curtidos en transporte público, y no solo en las rutas bonitas y rentables que quieren engullir los nuevos operadores privados, sabemos que la primera regla es adaptarse. Adaptarse a salir a la hora marcada, a llegar a una estación que no será preciosa -las dársenas sirven de paraguas para gentes sin rumbo- y a organizar tu día de acuerdo al regreso que marca tu billete. Creo que muchos que opinan sobre el tema, sobre todo políticos del área en cuestión, deberían probarlo. Viajar a cuerpo gentil, sin la protección de tu coche. Codo con codo con personas desconocidas que suben y bajan en pueblos que no conoces: mujeres mayores, trabajadores de fuera, estudiantes…

En la meseta, con habitantes repartidos en cientos de pueblos que en Madrid apenas sumarían una comunidad de vecinos, las soluciones tienen que ser minuciosas y honestas. Aquí no hay negocio, ni chollos. En algunos casos, el déficit es inevitable para mantener un servicio digno, así que se trata de no hacer tonterías con el dinero público, que es de todos y muy limitado. Pasamos demasiados años en la inopia, inaugurando polígonos y centros tecnológicos sin empresas que los habitaran, y hasta pistas de esquí sin nieve en medio de un cerro pelado. No es raro que ahora queramos que el repleto tren veloz sea casi gratis y a la vez mantener trenes de cercanías que sin apoyo no aguantarían. Aquellos señores que hace treinta años se quedaron sin tren comprendían que soplar y sorber era imposible. Ahora no sé cuánta verdad somos capaces de soportar.

 

 

lunes, 18 de marzo de 2024

El milagro de la violeta

Cuando todavía no es primavera, semanas antes de que los relojes cambien de hora, aparecen las violetas en la parcela de al lado del portal. Brotan como mala hierba, al lado de setos bien perfilados y rosales podados, que aguardan prudentes hasta que la escarcha desaparezca de las madrugadas. Sin mano de jardinero ni cuidado alguno las violetas saludan a veces antes de que acabe febrero, otras veces entrada la segunda quincena de marzo. Es difícil saber si incumplen alguna regla, si deberían respetar el día 21 como referencia para asomar los pétalos. El único ingrediente que necesitan es la lluvia, así ponen en marcha el cronómetro de la primavera, aunque luego caiga una helada y se queden consumidas, como si hubiera caído agosto de repente.

Mi madre nos enseñó a respetar a la violeta. Se le grabó a fuego aquella primavera de niña de posguerra en la que descubrió la flor por primera vez, alimentada por la humedad del Eresma, que recorría entonces como hoy el barrio segoviano de San Marcos. El milagro de la violeta, que no es la más bella de las flores, es su perfume perfecto y gratuito. Un perfume de lujo que ofrece donde está, sea a los pies del Alcázar o en el recodo de una boca de riego.

Las flores silvestres son así. También las margaritas y los dientes de león salpican ya estos días las medianas del Paseo Zorrilla, como si los tubos de escape y las preocupaciones de los peatones no fueran con ellas. “Ha venido mi prima”, nos decíamos en el colegio. “¿Qué prima?”. “¡La primavera!”. Y así es, ha venido y nadie sabe cómo ha sido, cómo ha logrado abstraerse de este mundo del que parece que sabemos mucho, demasiado, y no teníamos ni idea de cuándo vendrían las violetas este año.

Como diosecillos, siempre nos parece que la primavera llega demasiado pronto, o demasiado tarde. Que llueve justo en sábado, o que la cencella se equivoca porque cae en abril y achicharra el lilo. Nosotros, que nacimos un día cualquiera y nos iremos en otro igual de arbitrario, consultamos el calendario y el reloj y regañamos al mundo por empeñarse en contravenirnos.

Si con suerte cumplimos muchos años, como esas centenarias que se asoman de vez en cuando a las páginas del periódico, dirán que cumplimos primaveras, y no inviernos, ni otoños. “La esperanza de vida andará sobre las ochenta y tantas primaveras”, dicen las estadísticas. Cuando eres niño la primavera es una cosa larguísima, y el verano no digamos, pero con el paso del tiempo las estaciones se funden, y pensar en que te quedan con suerte dos docenas parece poquísimo.

Contaba Marcelo Mastroianni en sus memorias que los años no te hacen sensato, que si de viejo vas despacio no es por sensatez, sino por temor, porque no quieres caerte. Marcellino, como le llamaba Fellini, pensaba que la extraña sensatez de la vejez está en decir siempre que sí a la vida, hasta en sus momentos más difíciles y ante los problemas más duros. Que al final nos agarrábamos, como Don Quijote, a las ilusiones. Y eso dicen las violetas, aquí y ahora nazco, antes de que me descabece este tiempo perro que tan pronto trae sequía como lluvias a jarros. Florecer en un rincón cualquiera de la ciudad, sin esperar a que la primavera dé permiso.

lunes, 11 de marzo de 2024

Los ojos, el alma y la bolsa de oro

A cambio de una bolsa que proporcionaba infinitas monedas de oro, Peter Schlemihl regaló su sombra. ¿Qué valía una sombra, al lado de la riqueza, contante y sonante? Pero al hombre que se la cedió no le pareció un botín pequeño. Tras recoger y plegar cuidadosamente la sombra, se la metió en el bolsillo y se fue. Peter no tardó en darse cuenta de que su vida había cambiado para siempre, que todos se alejarían de un hombre sin sombra, hasta su amada. Despojado de eso que no valía nada, pero le hacía humano, tuvo que conformarse con vivir en soledad, y salir de su guarida solo en noches cerradas.

Dicen que Adelbert von Chamisso -botánico, zoólogo, militar, poeta romántico-, escribió este cuento para entretener a los niños de un amigo. El argumento se aproxima a otros relatos clásicos, desde ese Rey Midas que acaba transformando en oro a su propia hija, a la niña que entregó su alma a cambio de que un acueducto acercara el agua hasta la parte alta de Segovia. Al otro lado del deseo está siempre el Diablo, dispuesto a ofrecer su catálogo a cambio de lo que no sabemos siquiera que tenemos… hasta que lo perdemos.

Si existe, como algunos esperamos, el alma, ¿estará en el cerebro, en el corazón? Dicen que los ojos son su espejo, y puede que sea eso lo que escudriñaban con esas esferas metálicas con las que han estado escaneando los iris de cientos de vallisoletanos hasta hace unos pocos días en Río Shopping. A cambio, han recibido otro intangible, unas 80 criptodivisas.  Apuntan que el iris es el rasgo biométrico más preciso, por lo que con su grabación pueden suplantar tu identidad fácilmente, mucho más que con una foto, nombres o números. Calculaban que, desde mediados de diciembre, han estado registrando cada día unos 130 pares de ojos, ojos de Valladolid, y también de provincias limítrofes, que acuden al gran templo de reunión, de consumo y ocio que es hoy un centro comercial.

Hablo en pasado porque, hace pocos días, la Agencia Española de Protección de Datos ha bloqueado durante al menos tres meses las fotografías del iris. El problema, como siempre, es cómo se utilizarán esos datos: por ejemplo, si se emplean para seleccionar o bloquear tu acceso a lugares o servicios. La empresa argumenta justo lo contrario, que es un primer caso para diferenciar a los humanos de los que no lo son y “crear una red financiera y de identidad global basada en pruebas de personalidad”. Su eslogan es “La economía mundial pertenece a todos”. Pero a unos más que a otros, respondería Orwell.

Puede que éste sea un proceso imparable, y que todos los iris acaben recogidos, pero no por una empresa privada, sino en nuestros DNI digitales. Sorprende la docilidad con la que las personas nos entregamos al escaneo de lo más personal que tenemos, a cambio de apenas nada. También revela que nos entregamos entre indefensos y rendidos a la digitalización. La mayoría no comprendemos bien las consecuencias de los datos que entregamos, y nos conformamos con ir pasando pantallas. Hoy por hoy, somos capaces de no abrir la puerta al vecino y por el contrario dejar pasar a un equipo de la NASA que nos asegure que hemos sido elegidos por sorteo para formar parte del próximo lanzamiento a la Estación Espacial Internacional. Y hasta de acompañarlos con la escafandra puesta.

Como Peter, los cientos de personas que estas semanas abrieron bien sus ojos para que les perteneciera un pedacito de la economía mundial, lo hicieron libremente, aceptando las condiciones que les marcaron. La libertad tiene ese componente, que a veces nos damos cuenta tarde de que ojalá nos hubieran protegido de nosotros mismos, para poder seguir siendo libres. Hay algo poético en que esos ojos que llevamos como si nada sean irreproducibles. Que nuestra pupila tenga una forma única de cerrarse cuando tienes miedo, o cuando te atrae alguien. “Si es que quieres vivir entre los hombres, amigo mío, aprende en primer lugar a estimar tu sombra, y después el oro”, eso decía Peter Schemihl que, por cierto, murió sin sombra, porque el único modo de recuperarla hubiera sido entregando su alma a cambio, y a eso se negó en redondo.

 

 

 

 

lunes, 4 de marzo de 2024

Rentistas y prestamistas

Un hombre menudo con unos pantalones demasiado largos arrastra una bolsa de deporte. Avanza deprisa y frena en seco frente a la puerta de la tienda de empeños. Mira a través del cristal, incrédulo, pero no hay nada que hacer: ya ha cerrado. Se marcha con la bolsa medio abierta, de la que sobresale un aparato negro. En el escaparate de la tienda exponen otros cachivaches parecidos. Ordenadores portátiles, consolas, estuches con taladros, muchos móviles de penúltima generación. Dentro está el material voluminoso, desde las pantallas gigantes de televisión, a cintas de correr y patinetes. En un rincón muestran las pequeñas joyas de oro, las esclavas, las medallas, los pendientes regalados por el día de la Madre. También están los robots de cocina, con manuales de instrucciones todavía sin abrir. A un lado, lo más barato, un tostador y un par de baterías de cocina, como las que tocan en la tómbola.

Hay clientes casi fijos y otros casuales, y el trasiego es continuo. Todo con discreción porque, como promete el establecimiento, allí se va a por “dinero rápido”. Puede ser que quieras librarte de cosas que no utilizas, porque te regalaron dos “rumbas”, por ejemplo, pero lo normal es que necesites cash. Y la necesidad da respeto, porque todos tenemos pesadillas con la miseria. Es de hipócritas juzgar si los gastos de otros son prudentes. Sacudirse las moscas con reflexiones de cuñado tipo, ¿para qué necesitan un móvil, si no saben si a mediados de mes ya no podrán comprar filetes de pollo?

Leí hace poco una entrevista a un señor que sabía mucho de pobreza en el mundo, y decía que cada vez se sostenía peor la desigualdad. Eso que nos contaban de pequeños por el Domund, que en África no tenían nada, pero eran felices, no sabemos si algún día fue verdad, pero ya se acabó, ya no ignoran lo que ocurre fuera de su chamizo. El pollo es proteína, pero el móvil puede ser una ventana, una posibilidad virtual de ser casi igual a otros que pisan un suelo más firme que el tuyo. La gente necesita comer y también una ilusión, aunque a veces sea un crédito envenenado. Un crédito para irse cuatro días a la playa, como hacen los vecinos, como las familias de los compañeros de colegio de tus hijos. Porque tener un trabajo estable que te permita poder pagar una vivienda propia es, para muchos, una quimera.

Hoy el mayor éxito es tener pisos. Andy y Lucas lo explicaban en román paladino el otro día en El Hormiguero: habían invertido muy bien en ladrillo y ya se podían retirar tranquilamente. Los cantantes y los ‘youtubers’ prudentes invierten en ladrillo (los otros en criptomonedas), para vivir de las rentas, como los personajes de las novelas de Jane Austen: “el Sr. Darcy disponía de una renta de 20.000 libras”. Lo desean Andy y Lucas y tantos hijos de empresarios, que están esperando a vender lo que levantaron sus padres para dedicarse a la vida contemplativa. ¿Quién quiere crear puestos de trabajo, cuando puede cobrar dividendos y alquileres?

Como decía aquel lema de hace años buscan “un sitio para invertir”, sea un piso o una docena. Según la nueva ley, que por el momento en Castilla y León no se aplicará, con más de diez serás un “gran tenedor”. Dicen los constructores que hay que construir más, que la oferta es escasa, aunque en cualquier calle mires hacia arriba y se multipliquen las viviendas vacías. En unos años, habrá más acumulación en manos de unos pocos. Que los alquileres se disparen mientras la mitad de los pisos se compran para no vivir en ellos y se pagan a tocateja no sorprende. Lo que escandaliza son esos manirrotos que empeñan la consola que compraron por impulso, como si los Reyes Magos existieran.