lunes, 18 de marzo de 2024

El milagro de la violeta

Cuando todavía no es primavera, semanas antes de que los relojes cambien de hora, aparecen las violetas en la parcela de al lado del portal. Brotan como mala hierba, al lado de setos bien perfilados y rosales podados, que aguardan prudentes hasta que la escarcha desaparezca de las madrugadas. Sin mano de jardinero ni cuidado alguno las violetas saludan a veces antes de que acabe febrero, otras veces entrada la segunda quincena de marzo. Es difícil saber si incumplen alguna regla, si deberían respetar el día 21 como referencia para asomar los pétalos. El único ingrediente que necesitan es la lluvia, así ponen en marcha el cronómetro de la primavera, aunque luego caiga una helada y se queden consumidas, como si hubiera caído agosto de repente.

Mi madre nos enseñó a respetar a la violeta. Se le grabó a fuego aquella primavera de niña de posguerra en la que descubrió la flor por primera vez, alimentada por la humedad del Eresma, que recorría entonces como hoy el barrio segoviano de San Marcos. El milagro de la violeta, que no es la más bella de las flores, es su perfume perfecto y gratuito. Un perfume de lujo que ofrece donde está, sea a los pies del Alcázar o en el recodo de una boca de riego.

Las flores silvestres son así. También las margaritas y los dientes de león salpican ya estos días las medianas del Paseo Zorrilla, como si los tubos de escape y las preocupaciones de los peatones no fueran con ellas. “Ha venido mi prima”, nos decíamos en el colegio. “¿Qué prima?”. “¡La primavera!”. Y así es, ha venido y nadie sabe cómo ha sido, cómo ha logrado abstraerse de este mundo del que parece que sabemos mucho, demasiado, y no teníamos ni idea de cuándo vendrían las violetas este año.

Como diosecillos, siempre nos parece que la primavera llega demasiado pronto, o demasiado tarde. Que llueve justo en sábado, o que la cencella se equivoca porque cae en abril y achicharra el lilo. Nosotros, que nacimos un día cualquiera y nos iremos en otro igual de arbitrario, consultamos el calendario y el reloj y regañamos al mundo por empeñarse en contravenirnos.

Si con suerte cumplimos muchos años, como esas centenarias que se asoman de vez en cuando a las páginas del periódico, dirán que cumplimos primaveras, y no inviernos, ni otoños. “La esperanza de vida andará sobre las ochenta y tantas primaveras”, dicen las estadísticas. Cuando eres niño la primavera es una cosa larguísima, y el verano no digamos, pero con el paso del tiempo las estaciones se funden, y pensar en que te quedan con suerte dos docenas parece poquísimo.

Contaba Marcelo Mastroianni en sus memorias que los años no te hacen sensato, que si de viejo vas despacio no es por sensatez, sino por temor, porque no quieres caerte. Marcellino, como le llamaba Fellini, pensaba que la extraña sensatez de la vejez está en decir siempre que sí a la vida, hasta en sus momentos más difíciles y ante los problemas más duros. Que al final nos agarrábamos, como Don Quijote, a las ilusiones. Y eso dicen las violetas, aquí y ahora nazco, antes de que me descabece este tiempo perro que tan pronto trae sequía como lluvias a jarros. Florecer en un rincón cualquiera de la ciudad, sin esperar a que la primavera dé permiso.

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