jueves, 30 de diciembre de 2010

El Día del Año

Este año no me he podido concentrar en las navidades. Puede que sea cosa de la edad, pero no me ha salido ni a propósito la típica coletilla de buenos deseos, aunque no abrigara ninguno malo contra nadie. He puesto el árbol, he puesto el nacimiento, he comprado regalos y mazapanes, y nada. He escrito felicitaciones, pero todavía no las he echado al correo. He escuchado a los niños de San Ildefonso, y un par de canciones de Raphael. He comido de más y sin ganas, he bebido sin querer y me ha dolido la cabeza al día siguiente. He pensado en el establo de Belén, en la pobreza, en amar a los otros… Pero no he podido concentrarme.

Cuando era pequeña sí podía. Me quedaba mirando el niño Jesús del belén y me daban ganas de abrigarle, o el brillo de las lucecitas bajo los espumillones. El olor del musgo, del pedramol y las acículas de los pinos me llevaban a la Navidad. Ahora, no. Es como las tiendas de regalos y decoración, que recrean hogares ideales, y vas y compras una docena de copas azules, y resulta que cuando llegas a casa se dan de patadas con tu utilitaria vajilla. También me cuesta mucho más que antes soñar despierta. Sí, puede que sea eso. La capacidad de soñar, que se estrecha. Este año no he tenido ese sueño, el rojo y verde de la navidad.

Sin embargo, deseo de todo corazón que 2011 empiece con el pie derecho, o con el izquierdo, o con un salto combinado de ambos. En eso creo que esta vez hay consenso: necesitamos un año nuevo. La Nochevieja está sobredimensionada: no es más que eso, una noche ya pasada, como un matasuegras espachurrado. Hay que concentrarse en lo que ocurrirá después. No conviene que la resaca consuma las energías la mañana del día 1, el Día del Año, como lo llaman en Valladolid, concediéndole la relevancia que merece. Feliz Día del Año.



PD. Enlazo un vídeo del Bustamante verdadero, de nombre Julio, con un mensaje claro y diáfano. Hay tres cosas que no se deben perder: el corazón, los sueños, la cabeza.


lunes, 27 de diciembre de 2010

La iglesia del frío

Como el año pasado, el 26 de diciembre estaba en Segovia y fui a San Esteban. La iglesia de la torre más bonita de la ciudad, cerrada al culto hace una década, abre una sola vez al año, el día de su patrón. Parece imposible que cierren el sitio donde fue bautizado o hizo la primera comunión, pero así fue. Hubo razones convincentes: los feligreses eran pocos y el templo, demasiado grande y frío, los sacerdotes tampoco sobraban, y muy cerca había otras parroquias que les podían acoger, como así lo hicieron, sin problemas.

Los últimos vecinos de los pueblos pequeños arrastran a su marcha casi todos los enseres de sus casas; pero en San Esteban todo sigue allí, tras las verjas del atrio, tras las puertas cerradas. Es como si un Vesubio glacial hubiera congelado el templo, y yo fuera la primera en volver a entrar en él, pasados los años. Hay polvo, pero el altar sigue brillando, como entonces; ha cedido la tarima, pero la luz de las ventanas continúa iluminando a la Inmaculada; los techos peligran, pero el Cristo románico no deja de extender su mano de madera. La pila bautismal, el cuadro de la Fuencisla, la bola que en su día fue sustituida en lo alto de la torre, el órgano precioso que nunca fue restaurado, los confesionarios que escucharon nuestros pecados, y el desasosegante cuadro que representaba a las ánimas del Purgatorio. Ahí están. Ni siquiera se ha marchado en todos estos años el aire frío de una iglesia que nunca tuvo calefacción, en la que apenas unas cuantas estufas de butano animaban a ocupar los bancos.

Poco a poco va entrando gente. A la mayoría les conozco de vista desde la infancia, residen o residieron en este barrio cuando no era casco histórico, sólo un barrio. No hace falta convocarles, porque saben mirar al calendario. El 26 de diciembre San Esteban está abierto. Hay unos pocos vecinos serviciales que se han ocupado de adecentar el templo para que luzca casi como siempre, como lo recordamos, porque nunca fue nuevo. San Esteban era especialista en achaques: incendios, rayos, remodelaciones de su torre. Nunca fue una iglesia perfecta, su nave era muy grande y desangelada, de muros encalados y desprovistos del encanto del románico. Pero su torre era –es– única, y en tiempos la rodeaba una gran plaza de arena en la que jugaban los niños, sin coches a la vista.

Se han ocupado buena parte de los bancos, como en los mejores domingos del templo. No sé si los que estamos aquí hemos acudido por devoción o por nostalgia, quizás por ambos motivos. Por comodidad, desde luego, es imposible. En la iglesia del primer mártir el frío es intenso, y más aún debe tener el obispo, que hoy oficia junto al párroco. Los feligreses se ponen en pie y comienzan a cantar, con voz grave, “Ay del chiquirritín”. Siento una continuidad extraña, un hilo que me une con el pasado y que gravita en ese sonido, manso y monocorde. Encuentro un nuevo sentido a la palabra “misterio”. Sí, debe haber algo misterioso, anterior al razonamiento. San Esteban es una iglesia cerrada, pero no abandonada.

 

lunes, 20 de diciembre de 2010

Valladolid en la cartera

Hay bastantes posibilidades de que usted lleve en su cartera algo de Valladolid, y no me refiero a una fotografía dedicada de su alcalde. Mire bien; ahí, en el décimo del sorteo que se celebra el día 22. Sí, ese cuadro, esa adoración de pastores está en Valladolid, en la iglesia del Salvador, cerca de la Plaza de España. Conocía el templo porque en enero se reúnen a sus puertas decenas de perros, gatos, periquitos y otras amadas mascotas para recibir la bendición de San Antón, pero nunca había entrado en la capilla de San Juan Bautista. Es la vida de éste la que se narra en los relieves del retablo, flanqueado por dos óleos sobre tabla, uno sobre la adoración de los Reyes y el otro, la de los pastores, la que protagoniza los décimos de la Lotería de Navidad. Desconozco si por esa circunstancia los vallisoletanos habrán comprado este 2010 más participaciones, pero dudo que nos superen en la afición a los segovianos, y no digamos a los sorianos, que son el colmo lotero de la región y del país.

Me avergüenzo: un año más llevo demasiada lotería pero ¿tengo yo la culpa de que Segovia no lograra ser autonomía uniprovincial? Pues no, alguien decidió que fuéramos nueve provincias, y conozco a gente en todas, así que multipliquen. Todos los décimos comprados de mano en mano, porque una de las cosas que más vergüencilla dan es hacer cola en una administración de lotería, salvo que uno esté de turismo. Me siento mal por haberme gastado demasiado en una inversión tan arriesgada, y también me siento mal porque encima llevo menos que mis compañeros de trabajo. Porque, seamos francos, el problema no es que no salga tu número, ¡el verdadero problema es que salga el del vecino! Así que, con San Juan Bautista como testigo, pediría que, si no me toca a mí, el Gordo se vaya lo menos lejos a Mondoñedo.



domingo, 12 de diciembre de 2010

Pregunta para un rico

Quería que algún rico me contestara a la siguiente pregunta: ¿duele lo mismo perder el diez por ciento de un sueldo de 1.000 euros que perder el diez por ciento de, pongamos, dos millones de euros? Buscando interlocutor fui la otra tarde al Casino –no al del blackjack y la ruleta, sino al social– con la esperanza de encontrar a algún rico para salir de dudas. El Círculo de Recreo de Valladolid ocupa un espléndido edificio de Duque de la Victoria, a cuatro pasos de la Plaza Mayor y a medio paso de la sucursal de Caja Segovia. Todo su perímetro cuenta con grandes ventanales, ligeramente por encima de la calle, lo que permite una privilegiada observación de los paseantes. Aunque en el piso de arriba están las salas reservadas a los socios, que acogen por estas fechas un campeonato de bridge, desde hace algunos años la cafetería ofrece su barra y sus menús a cualquier ciudadano. Como casi desde mi nacimiento juzgué, tal vez prejuzgué, pequeñas las posibilidades de pertenecer a una institución de este tipo, ahora me hace gracia tomar café en la altísima barra del bar del casino, que te obliga a enderezar la postura, el primer paso para cualquier aspirante a buen burgués.

Suponía yo que en Valladolid, que es como seis veces Segovia, tendría que haber un buen puñado de ricos, y cuando digo ricos digo gente que tiene grabado en sus genes que aunque no haga nada de provecho no necesitará trabajar ni incrementar su patrimonio; rentistas, en resumidas cuentas. Gente rica de siempre, que en la vida se le ocurriría meterse en la mandanga de la política ni en inmobiliarias, porque están en otro planeta, un planeta que no aventuro feliz, porque, a no ser que disfruten de una cabeza hueca, tienen que tener la mar de complicado justificar la utilidad de su existencia.

“Desengáñate”, me decía el frutero, uno de mis confidentes. “Los ricos de Valladolid no están en Valladolid, están en Marbella, en Suiza, donde sea. Que yo sé que en el Real Aeroclub hay un montón de avionetas privadas”. La idea de que todos los ricos anduvieran con su avioneta sobrevolando nuestras proletarias existencias me incomodó, pero bien podría ser cierta. ¿Acaso no es cierto que para buena parte de la población se valora como prestigioso viajar aquí o allá con relativa frecuencia? Sin tener que fichar ni en el trabajo ni en la cola del paro, con un correo electrónico, teléfono móvil y tarjeta de crédito sin fondo, sólo la enfermedad o la melancolía les podrían retener en la ciudad.

En la “Pecera” –como llaman en Valladolid al viejo casino, por ser o haber sido el continente de los peces gordos– ya no hay buenos partidos para casamientos ventajosos. Los ricos ya no se solazan de sus haciendas acudiendo cada tarde a ojear la prensa económica a los salones afrancesados del casino; los ricos son evanescentes y sólo se perciben sus movimientos a través de los dígitos bancarios. Nacen como nosotros, pero no van a la compra, ni se meten los bajos de los pantalones, ni presentan en mano su declaración de hacienda. Tienen miedo, como nosotros, pero de otras cosas, y al final, compartimos el mismo espacio, el de una página con esquelas en el periódico local, aunque la suya sea mucho más grande.

Salgo de casino, mientras un grupo de socios cruza la puerta giratoria, y entrega sus abrigos en el ropero. En el vestíbulo encuentro un tablón con datos sobre la evolución de la Bolsa. Un señor sonríe y me comenta que no están actualizados, que no me fíe. Le pregunto que si los socios del casino son gente rica. “En estos tiempos, ya no son ricos ni los ricos”, sentencia. Puede ser. Los ricos ya no se tienen por ricos, y los pobres siguen sabiéndose pobres.




jueves, 25 de noviembre de 2010

Cocina por obligación

Odio cocinar. Vale, matizo: supongo que no más que el resto de las tareas domésticas. Limpiar el polvo, fregotear los baños, planchar la ropa, ordenar los trastos… ninguna de esas prácticas me hacen sentir mejor persona ni más realizada. Bueno, sí, me siento mejor cuando las termino, punto. Que la limpieza sea un rollo está admitido, pero no así la cocina. Visito un par de las librerías más grandes de Valladolid, y observo que dedican espacios enormes a la gastronomía y ninguno al modo más eficaz de limpiar retretes, por poner un ejemplo. “No haga zapping, haga la cena”; “El cocinero de Azaña: gastronomía de la República”; “Naranjas, el arte de prepararlas y comerlas”; “Geopolítica del gusto”; “Breviario de la fabada”; “La mejor receta para cada seta”; “Manuel de alimentación práctica para empresarios y estudiantes” o “Yogur: la sostenible ligereza del gusto”, son algunos de los miles de títulos que llenan las estanterías.

Son la prueba de que en el siglo XX cocinar o incluso comer se ha convertido en una tarea complicadísima que para ser culminada con éxito requiere de una vasta cultura. Mi abuela sabía cocinar porque era capaz de saber si una judía estaba ya cocida simplemente tocándola, y no como yo, que tengo que probarlas medio crudas, medio cocidas y pasadas para asegurarme de que hay que cortar el fuego. Pero no sé si mi abuela sabría cocinar hoy por hoy, dado que hasta comerse una naranja es un tema peliagudo que con toda probabilidad estamos haciendo mal.

Cojo un libro que promete: “Casi crudo”. Pero, decepción, la elaboración de los platos es más complicada aún que el de “Sferificaciones y macarrones”. Sin guía posible, me voy a hacer la compra. En el arcón de los congelados, un hombre coge un paquete de bacalao y le comenta algo a su pareja. “¿Pero qué te has creído, que soy Arguiñano? Que cocine tu madre”, le contesta ella. La apoyo. A las mujeres de antes no les quedaba otra que esforzarse en la cocina para conseguir que, al menos de vez en cuando, alguien les felicitara por su trabajo, como ocurría con las labores primorosas. Pero ahora cocinar es una tarea más en la agenda. Por la mañana puedes hablar de reducir costes en la empresa, y por la tarde te toca hacer albóndigas. A ver: con 45 albóndigas gorditas, llenas tres fiambreras (¿necesitábamos usar esa palabreja, tupperware?), o sea, tres días de comida congelada asegurada.

Hay muchas publicaciones, mucha cocina de autor, mucho programa y blog especializado, pero en la cola del súper la gente compra más precocinados que manadas de puerros. Echo a faltar un título en las librerías: “Cocina por obligación”. Ese lo compraría. Y a lo mejor Arguiñano también, porque seguro que más de un día no le apetece remover con la cuchara de palo.


lunes, 22 de noviembre de 2010

Domingo percebe

El domingo es un día fastidioso. Con viento frío, mucho más. Pero ayer salió el sol, y me encontré con un pulpo y un percebe, que estaban sentados en un banco del Paseo Zorrilla, y me animé bastante. El percebe es uno de los bichos más raros de la naturaleza, es difícil imaginar una cosa viva más fea, y por eso hay quien utiliza la palabra como insulto. “Percebe” está al nivel semántico del “ciruelo” con que Miliki desprestigiaba a los niños que metían la pata en su circo, o con el “membrillo” de los Héroes del Silencio. Descalifican, pero menos. Casi gustan.

martes, 16 de noviembre de 2010

El oro y su diente


Es privilegio divino, de las hadas y de los genios de lámpara, poder conjugar el imperativo del verbo ser. “Sea”, dijo la madrina, y la niña quedó cubierta por una lluvia de oro y de piedras preciosas, y no hacía falta más explicación porque quedabas convencida de que desde entonces su vida sería un sendero brillante y feliz. Luego escuchabas el cuento de Midas, ese pobre rey con tacto implacable, y el oro se convertía en una cárcel fría que le alejaba de morder una manzana o, la máxima crueldad, de los besos de su hija. Antes de que comprendiéramos la noción de infinito o aceptáramos que los bancos no tenían dentro el dinero que dicen guardar, nos hicimos amigos del oro. En el pasimisí había que elegir entre plata y oro, y casi siempre ganaba el segundo, aunque un día un niño que leía muchísimo y que quería ser explorador nos dijo que el platino valía más que el oro, y que había una cosa que se llamaba plutonio que valía más todavía, y nos dejó sin argumentos.

En estos años atrás que fuimos tan ricos el oro apenas relucía, se había vuelto opaco y tenía la forma de los ositos de Tous. Enseñar el oro a lingotazos era cosa de nuevos ricos o pobres que necesitaban cubrirse de brillo para sentirse poderosos ante la intemperie. Pero con la crisis el oro asoma su diente. En apenas dos años se han multiplicado los parados y esos establecimientos rotulados en negro y amarillo, como una zona de obra, que anuncian con grandes letras que compran oro. Antes los tasadores se refugiaban en pisos, buscando la discreción, pero ya no. En el Paseo Zorrilla, en un local donde antes vendían patatas fritas, hoy tasan alianzas y medallas de comunión. En la Plaza Mayor otro perista comparte soportal con el café Lion D’Or. “Empeñar es normal, te puede pasar a ti”, brama a los transeúntes el negro y amarillo.

El otro día me acerqué a la oficina de una caja de ahorros local que organizaba una subasta de joyas de su monte de piedad. Abrí la puerta y me topé con una mujer mayor, de piel curtida y vestida de negro, que esperaba a ser atendida, acompañada por una chica joven. Hicieron un gesto con la mano, invitándome a entrar: “Puedes pasar tú primero”. Me disculpé, y cerré la puerta. Ellas eran algunas de esas personas sin rostro que entregaban sus joyas a cambio de dinero, personas que no habría visto si no me hubiera equivocado de entrada.

A la vuelta del edificio estaba la sala con las cinco vitrinas que contenían las piezas a subastar. Un par de matrimonios, un señor mayor, y una madre y sus dos hijas recorrían la exposición. “Es una piedra turbia, pero no está rayada”, comentaba una de las mujeres, que parecía experta en alhajas. Allí, esperando una buena transacción, estaba el colgante de Merche, el broche de Tere, el anillo de Mamá, la pulsera de Josefina, el corazón de Ana, una placa dedicada a no sé qué doctor, un llavero carísimo de un aficionado al Real Madrid. Había elefantes, herraduras, cangrejos, ángeles. Todo de oro, de puro oro. Oro eres.


sábado, 30 de octubre de 2010

Zorrilla en su jardín

He decidido congraciarme con José Zorrilla, por equilibrio medioambiental. En Valladolid la sombra de este hombre está por todas partes: el Paseo Zorrilla, el Instituto Zorrilla, la Plaza de Zorrilla con la estatua de Zorrilla, el estadio Zorrilla e incluso la mascota del equipo de fútbol, un zorro de peluche al que por razones obvias le transformaron en varón, el Zorrillo.Considerando que cuando en ésta y en otras muchas ciudades comenzaron a hablar de urbanismo y a tomarse en serio que las calles eran algo más que un camino pedregoso para vaciar orinales y pasear a la burra, no es raro que para nombrarlas recurrieran al nombre del poeta que tuvieran más a mano, y Zorrilla en el XIX llegó a ser muy famoso. Pero no es por la omnipresencia vallisoletana por lo que tenía manía a don José, sino por haber pasado a la historia como autor de don Juan Tenorio. El mito de don Juan nunca me ha fascinado, ni el don Juan crápula y condenado ni el redimido a última hora por sus remordimientos, aunque, con los años, tiendo a disculpar mejor los pecados de la pasión que los de la codicia.

Llegando los Santos, el escritor reaparece en cuerpo y alma. En lo corpóreo, una vez más representan su don Juan en el maravillosamente remodelado Teatro Zorrilla, en la Plaza Mayor. En lo evanescente, son días de encaminarte hasta el Cementerio del Carmen y visitar el Panteón de los Vallisoletanos Ilustres, donde está su lápida, junto a la de Rosa Chacel y Miguel Delibes. También puedes pedirle a un taxista bien informado que te lleve hasta su casa (si no sabe dónde está, cosa frecuente, basta con que le digas que te acerque a la cercana Comisaría de San Pablo), ubicada en una escondida y silenciosa calle peatonal. Las estancias visitadas son pequeñas, con una decoración suntuosa comparada con la humilde casa donde vivió Machado en la calle Desamparados. Pero el brillo romántico puede llevar a engaño: Zorrilla era de buena familia, aunque nunca fue amado ni aceptado por su padre y, pese a los reconocimientos, casi siempre estuvo arruinado. En la casa está el escritorio y la silla que le acompañaban en todos sus viajes –­decía que no le salía una frase sin su mobiliario–, el espejo con palangana en el que se arreglaba su barba, su cama y su descalzadora, un mueble a recuperar porque quitarse los zapatos es momento solemne para cualquiera que entra en su casa. Hay pájaros disecados, retratos, su máscara mortuoria, una cocinita y también el clave de su segunda esposa, Juana, treinta años menor que Zorrilla, que era conocido por su tendencia a ensimismarse por el género femenino, aunque cosechando menos éxitos que don Juan.

Sabiéndolo pobre, maniático, inseguro y enamoradizo, me congracio por fin con el más nombrado de los vallisoletanos al repasar sus poemas y sentirle consternado por el éxito de su criatura, un éxito que le perseguía aún cuando se sentía morir, y que finalmente justificaba, argumentado que don Juan era como todos los españoles: “Tiene que es diestro y zurdo,/ que no cree en Dios y le invoca,/ que lleva el alma en la boca,/ y que es lógico y absurdo”. Así escribía ese Zorrilla –el de la calle, el del estadio–, y mientras al otro lado de la calle la gente sigue haciendo cola para renovar su carné de identidad, puedes sentarte en un banco y observar cómo cae el otoño en su jardín.







domingo, 24 de octubre de 2010

Buscando a San Frutos

Hace un par de semanas me puse a buscar a San Frutos por Valladolid. Pensé que tal vez su imagen se venerara en alguna parroquia de pueblo, así que cogí el teléfono y llamé al departamento correspondiente, es decir, al Arzobispado. Me pasaron con un sacerdote que conocía bien la iconografía provincial. “Pues no… en el área de Peñafiel, nada, seguro, y en el resto, pues tampoco. Es que es un santo muy local”, me dijo. Descartada la inexistencia de una imagen de San Frutos que se venerara en Valladolid, consideré la posibilidad de que al menos pudiera venderse una talla, una medalla o al menos una estampa con el bondadoso vecino del Duratón. De nuevo al teléfono, esta vez con el Santuario Nacional de la Gran Promesa, una tienda de artículos religiosos que está precisamente en la calle Santuario. “No, no tenemos nada. Lo mejor es que preguntara a alguna librería de Segovia”, me sugirió la amable dependienta.

San Frutos se me resistía. Probé en internet, pero no aparecía ningún vínculo entre el Santo y Valladolid; incluso lo intenté en inglés, poniendo en búsquedas “Saint Fruits”. Nada, detrás de San Frutos aparecía una y otra vez Segovia, como conceptos indisolubles. Pensé que la única manera de encontrar a San Frutos en Valladolid era buscando a la vez a Segovia. ¿Dónde? Obvio, en el Centro Segoviano. Se puso un señor muy majete, que atiende el restaurante y que es de Cuéllar. “¿Que si tienen en el centro alguna imagen de San Frutos? De Santa Águeda sí, pero de San Frutos no me suena. Vamos, que no lo sé. De hostelería y restaurantes pregúnteme lo que sea, que de eso sé un rato… A lo mejor el presidente del Centro Segoviano puede contestarle”. Eso hago. Llamo a José Luis Bellido, natural de Ortigosa de Pestaño, hijo de ferroviario, que emigró con su familia a Valladolid, y aquí se quedó. Vive en el barrio obrero de Las Delicias, “el más segoviano de Valladolid, porque cuando llegó el boom de los años del desarrollo vinieron muchas familias segovianas a trabajar aquí”. José Luis, que es presidente del Centro desde hace muchos años, tiene que conocer la respuesta a mi pregunta: ¿Hay un San Frutos en Valladolid? Me asegura que no hay, que de hecho él mismo intentó sin éxito que se comprara una imagen. “Es un santo tan poco común que resultaba muy caro hacer una escultura, y además es que ni siquiera hay imágenes que copiar, salvo la de la Catedral y una muy deteriorada que hay en la ermita”, dice.

Hablando del ausente San Frutos, me entero de que, gracias al Centro Segoviano, en Valladolid la Virgen de la Fuencisla tiene su propia capilla (el triduo es precisamente estos días, coincidiendo con San Frutos), en San Felipe Neri, una iglesia de la céntrica y peatonal Teresa Gil. ¡Quince años en Valladolid y ahora me entero de que hay una imagen de la Fuencisla! Voy a conocerla. La iglesia está abierta y tranquila, apenas un par de mujeres están sentadas en los bancos, esperando la siguiente misa. Sí, en la capilla más cercana al altar, allí está la Fuencisla, vestida de azul celeste. Una parroquiana se me acerca y me pregunta que para qué estoy haciendo fotos. “Pues mire, para contar a mis paisanos de Segovia que aquí en Valladolid también está la patrona de Segovia. ¿No cree que es bueno que la gente lo sepa?”, le digo, buscando su aprobación. Me mira un momento y se da la vuelta, contestando: “Pues no sé si será bueno… o malo”. Encuentro esta contestación de un existencialismo muy vallisoletano, y me bato en retirada. Pero contenta. Me gusta que haya una Fuencisla en pleno centro de Pucela. Y tampoco me parece mal que San Frutos sea un desconocido. Así tiene a sus devotos segovianos mejor atendidos.


martes, 19 de octubre de 2010

Parking arqueológico

Este verano hicieron un boquete en el suelo de la calle que veo desde la ventana del trabajo. No es la primera vez que abren, remueven y vuelven a cerrar el mismo sitio. Lo que me sorprende como segoviana es la velocidad a la que lo hacen (en un par de días está listo), porque en Valladolid no es normal que metas el taladro y aparezca un cráneo medieval y un pedazo de botijo romano tardío, que obligan al personal a ponerse meticuloso, vigilado por arqueólogos municipales, periodistas y curiosos sin oficio ni beneficio.

La excepción ha surgido en los alrededores de la iglesia de La Antigua, donde empezaron a excavar hace tres años para hacer un aparcamiento subterráneo. Allí se han topado con restos de un palacete del siglo XV y también de asentamientos anteriores, incluido un hipocaustum, un sistema de calefacción de esos listos, los romanos, que se largaron dejando el imperio sin recoger, y todavía estamos ordenando las piezas. Por cierto, ¿qué dicen los periódicos en Roma cuando instalando las líneas de ADSL se encuentran con material de este tipo? No creo que venda mucho titular allí: “Encontrados restos romanos”.

Otra cosa interesante para un segoviano es comprobar, a base de pedruscos, que Valladolid no nació con la llegada de Cervantes o para aplaudir a la Santa Inquisición. Porque hay que admitir que los segovianos albergamos la ilusión de que la antigüedad nació entre el Eresma y el Clamores, y que Madrid y Valladolid no son más que suburbios crecidos a base de soberbia. Pues no, también estuvieron en Pucela los celtas (todavía queda un grupo de estos aborígenes, liderado por un cantante calvo) y los omnipresentes romanos. Si van al museo provincial, en Fabio Nelly, pueden ver un busto de un señor romano de un pueblo de Valladolid, concretamente de Medina de Rioseco, que para mí es como el Adán de la zona, porque he visto a mucha gente por el Paseo Zorrilla que se le parece.

Del yacimiento de La Antigua, lo que más me ha sorprendido es la solución “sostenible” que le han dado al problema de compatibilizar la construcción del aparcamiento y la conservación de estos pedazos de historia. La idea es que cuando dejes el coche puedas de paso echar un vistazo a los restos del patio renacentista, que dejarán descubiertos, protegidos por un cristal. Suena bastante raro unir arqueología y tubos de escape, pero supongo los expertos saben más que yo. Queda por saber si se podrá visitar la excavación sin pagar el correspondiente ticket.



miércoles, 13 de octubre de 2010

Museos con bicho dentro

Mis restos arqueológicos favoritos son esos que asoman entre las penumbras del fondo del mar, semienterrados en la arena y cubiertos de algas y corales. Rescatados y subidos a la superficie, el fantástico hallazgo suele quedarse en una ánfora rota, o en un torso de centurión sin cabeza que sólo si hay suerte ocuparán su propio espacio en un museo medianamente visitado, por escolares y jubilados y por gente como yo, a la que ir de museos es un plan seguro para una tarde tonta cualquiera.

A mi los museos me gustan con “bicho dentro”, es decir, con cosas. No es que infravalore las interpretaciones históricas, pero los paneles con largas explicaciones no son lo mío: para leer, prefiero estar sentada en mi casa. Tampoco me entusiasman las presentaciones multimedia, tan de moda en los últimos tiempos, que convierten a los jóvenes museos en vacíos platós de televisión, en los que supuestamente te van a teletransportar al pasado. Veo el busto de la Dama de Elche y me inquieta su mirada, pero no creo que me sintiera más entusiasmada ni mi entendimiento del pasado fuera más profundo por sentir sobre mis orejas el peso de sus rodetes.

Me gusta atravesar las salas de los museos a mi bola, parándome en una minucia y eludiendo las piezas claves, si así me parece. En Valladolid los turistas son casi imperceptibles, los grupos programados escasean, así que la libertad para deambular por la mayoría de las salas es total. Sé que el Museo de Escultura es fantástico, aunque el que he visitado más veces ha sido el Museo Oriental, gestionado por los padres Agustinos Filipinos, a los que ahora mismo sobornaría a cambio de uno solo de sus cuencos de porcelana china. Sin embargo, mi preferido es el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales, en la Plaza de España, que ocupa unas salas dentro del colegio público García Quintana. A diario lo pueblan grupos de colegio, pero el sábado por la mañana puede ir cualquiera, gracias a la voluntad de un grupo de profesores de ciencias que abren las puertas y mantienen la enorme colección de fósiles, minerales, animales disecados, perlas, esqueletos, un cráneo reducido por los jíbaros y rarezas de todo tipo que acumuló y donó a la Universidad un vallisoletano ya fallecido, Jesús Mª Hernando Cordovilla, al que le doy las gracias desde la estación Tierra.

Las vitrinas están aprovechadas al centímetro, con orden primoroso, para que nada quede sin mostrar. No hay paneles informativos ni proyecciones, sólo unas pequeñas tarjetas identificativas para no perderse del todo: perderse un poco ya se sabe que es conveniente, y más cuando una va en plan aventurero. Seguro que les iría bien un patrocinador, pero al no tener más remedio que conservar armarios, puertas y suelos de antaño, yendo a lo esencial y renunciando a modernos envoltorios, te sientes como si estuvieras en el laboratorio de Darwin. De todos los bichos, mi preferida es una pareja de osos perezosos, esos sabios con cara de guasa y poderosas garras, que debían estar durmiendo la siesta en la selva amazónica cuando les cazó –ya es mala pata– un Willy Fog a sueldo para acabar en una estantería de Valladolid.

A la salida puedes hacerte una foto en la preciosa escalera del García Quintana, con sus azulejos azules y amarillos, azulejos hermosísimos que también hay en el Museo Provincial, y en el Palacio de Santa Cruz, y en el Ayuntamiento, y en el Palacio de Pimentel, y en la cocina de la Casa Cervantes… Y como afortunadamente no hay museo virtual del azulejo, no hay otro remedio que recorrer todos esos lugares para contemplarlos como es debido.




miércoles, 6 de octubre de 2010

Todos quieren su "Billy"

El otro día fueron todos –y cuando digo todos me refiero a políticos de izquierda y derecha, los consabidos protagonistas de nuestra pequeña historia–, a ver cómo enterraban en el polígono de Arroyo de la Encomiendala primera piedra de Ikea. Si venía o no venía la macroempresa sueca ha ocupado cientos de páginas y minutos de radio y televisión en los medios locales. Las posturas: los que piensan que favorece el crecimiento económico de Valladolid y los que temen por el futuro del pequeño comercio. Este debate se repite una y otra vez en las ciudades (en Valladolid ha habido otro idéntico referido al futuro Decathlon, y en Segovia se vivió una situación similar con la apertura de Eroski). El tiempo tiene un veredicto implacable: ganan los grandes. ¿Motivo? Al final a todos, o casi a todos, nos gusta comprar en las grandes superficies. No juzgo si es o no justo, sólo constato.

Como no puedo ofrecer la fórmula magistral para que las vitales tiendas de barrio permanezcan, me centro en el modelo Ikea. Pocos segovianos de entre 30 y 50 años no se habrán acercado a San Sebastián de los Reyes y habrán cargado como mínimo con dos o tres paquetazos de móntelo-usted-mismo. Y es que encima les ha gustado hacer ese esfuerzo, como le pasa a la gente que se mete a sabiendas en medio de un atasco y luego lo cuenta en plan olímpico.

Hay un tópico que circula por ahí con el que no puedo estar más en desacuerdo: que la gente de ahora es blanda y no sabe defenderse de los vaivenes de la vida, como por lo visto sí sabía hacer la gente de antes. La gente de ahora camina a más velocidad (creo que en una ciudad mediana como Valladolid la media está en unos 70 metros por minuto, en Madrid supera los cien metros, mientras que en un pueblo no supera los 40 metros por minuto), procesa muchísima información y tiene que cumplir con un montón de objetivos cada día. Montar un mueble es uno; despacharse la gasolina es otro; servirse la compra en el supermercado uno más; contestar absurdos mensajes del móvil, otro; gestionarse su propia cita con el médico entendiéndose con un contestador, uno de los más peliagudos… Bueno, que no sabremos partir leña o hacer fuego con un chisquero, pero cosas complejas desde luego que hacemos.

Observo de nuevo la fotografía de los políticos de la región mirando esa primera piedra de Ikea, y no me cuesta imaginarme a Óscar López e incluso a Tomás Villanueva dedicando la tarde del sábado a montar su propia estantería “Billy”. Lo que no se ve bien en la foto es cómo es la primera piedra en cuestión: supongo que encajable, como la pieza de un Lego, porque estos suecos lo tienen todo previsto.



La foto: Tres manojos de lápices de Ikea que ofrecía a cambio de tazos un niño en el mercadillo del colegio, prueba concluyente de que los vallisoletanos ya son buenos clientes de la firma.

martes, 5 de octubre de 2010

Buscando empleo

En Valladolid hay, como en Sevilla, una calle que se llama Trabajo. Está al otro lado de la vía –que hasta que no se soterre, es una muralla de hierro que aleja al Valladolid más obrero del resto–, en el barrio de Delicias, cuna del movimiento vecinal y reivindicativo de la ciudad. Si fuera una avenida con árboles simétricos, bancos y papeleras, tal vez hubiera sitio para los 3.362 nuevos parados que en septiembre se han sumado a las listas en esta provincia. Pero no, la calle del Trabajo es pequeñita, con el espacio justo para que se manejen los vecinos habituales.

Ya sé que hay quien se apunta en las listas de demanda de empleo como marinero o paracaidista con la esperanza de que no le llamen jamás. Pero otros muchos no son así. Contestan con toda la sinceridad posible a las preguntas sobre qué trabajos estaban capacitados para hacer, y no creo que sea tan fácil para un ingeniero de caminos ser un buen fontanero, como tampoco un excelente comercial podría contribuir a levantar un puente. Eso que dicen de que “hay que ponerse a trabajar en lo que sea” no será imposible, pero tampoco fácil. ¿O es que a usted no le cuesta ser quien no es?

Leo con atención los currículos que nos llegan. Son personas con buenas trayectorias, algunas brillantes. La mayoría ha tenido que buscarse pequeños trabajos para completar los estudios, conocen idiomas, han hecho prácticas. Hay quien te cuenta que en su tiempo libre le gusta el campo, o que es voluntario, o que hace deporte. No hay nada raro en sus historias, sólo que de pronto, desde un mes cualquiera, se dieron de alta en la oficina de empleo.

Hablo sólo de trabajo, un trabajo que les permita ser útiles y crecer. A eso tenemos derecho, no a tener un piso en propiedad y un todoterreno. Eso no viene en el lote, son adornos de una sociedad mimada a la que le cuesta despertar. Pero el trabajo es otra cosa. Nos hace a todos iguales, que es lo que somos, y lo que debe ser.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Una anciana señora

De entre todas las canciones irritantes, hay una que desde adolescente me ha parecido especialmente humillante: “Más sexy”, de un grupo rockero resistente y con expresivo nombre, Coz. En ella, los autores aconsejaban a las mujeres cómo podían ser eso, más “sexis”: “Muñequita ponte tacón, hazme un guiño para empezar, pruébate una talla menor…”. En fin, esas cosillas que en 1980 sonaban un poco neandertales y prestas a erradicar. Por entonces parecía que estaba enterrada para no volver la época de las fajas, el cruzado mágico, los tacones y sus juanetes, todos esos elementos de tortura que habían llevado a las mujeres de los sesenta a quemar sujetadores.

Sin embargo, hoy, treinta años después, he de admitir que Coz ha triunfado. Annie Hall, con sus camisas y chalecos masculinos, hoy no tendría ninguna posibilidad de ser un referente estético. Las chicas, desde que toman conciencia que lo son, que es incluso antes de que se familiaricen con las raíces cuadradas, dejan que el pelo les crezca como un par de cortinas que sus manos –de uñas trabajosamente pintadas– apartan cada tres minutos para ver algo de lo que ocurre por el mundo. Si una adolescente quiere realmente ser exclusiva, no necesita recurrir a tatuarse el nombre en chino o a ponerse un pendiente en el ombligo: basta con que lleve el pelo corto, que es toda una proeza.

Hoy las chicas son cien por cien chicas, con todos sus accesorios y puesta en escena. Y dado que los treinta años de antes son los cuarenta de ahora, y los cincuenta, los cuarenta, y los sesenta los cincuenta, como nos aseguran señoras estupendas en las portadas de las revistas, la carrera para estar buena o por lo menos, mona, es de larga distancia. Ya no vale con “parecer” esbelta y lampiña: la faja y la cuchilla permitían el simulacro, pero hoy la transformación ha de ser profunda, hay que eliminar de raíz pelos y barriguillas. Eso es lo “natural”, individuas que paren con 40 años y a las tres semanas están fenomenal, porque duermen bien y beben mogollón de vasos de agua. Pensándolo bien, quedarse dormida durante siglos y que te despierte el beso del príncipe encantador parece más posible que cumplir con los nuevos reglamentos.

De esta carrera del glamour y la elegancia no queda exenta ninguna, aunque tenga responsabilidades personales y profesionales agudas, incluidas carteras ministeriales. El mensaje claro y liliputiense de las listas de bien vestidas está claro: parecer joven, estar delgada, ser deseable, en resumen, lo de Coz. ¡Más sexy! Como ni con veinte años me parecía a Kate Moss, la única opción que veo sensata es perseguir un modelo de mujer que no defraude y, sobre todo, que sea posible alcanzar. Y yo lo tengo: llegar ser una anciana y respetable señora. A eso, si Dios quiere, podré llegar, con peajes soportables. Una especie de miss Marple de barrio, vestida con un poderoso traje de chevió y zapatos de cordón y tacón gordo. Una mujer que sorba una taza de té cada vez que le inquiete un recuerdo.


martes, 21 de septiembre de 2010

La memoria es rosa

Un amigo me pregunta qué es el rosa-valladolid. Por lo visto Sánchez-Ferlosio describe en su Alfanhuí una nube de color rosa-valladolid, y me imagino el tono ñoño del algodón de azúcar y de los calcetines con borla de los niños pijos. Pero como prejuicios me sobran, me acuerdo del Plan Bolonia y me pliego a preguntar a alguien que de verdad puede saber la respuesta, Celso Almuiña, historiador y apasionado del periodismo. Resulta que en tiempos, la “rubia”, una planta que en Valladolid dio nombre a todo un barrio y en Segovia a una plaza, era la base del pigmento con el que se coloreaban las fachadas de la plaza mayor pucelana. El color venía a ser carmesí, pero el paso de las estaciones acabó dando a los muros un tono granate desvaído, un rojo rosado, un no se sabe qué que alguien terminó por llamar “rosa-valladolid”, un color que no era un color, sino un color más el desgaste del tiempo. Cuando se restauró la plaza se intentó recuperar la tonalidad primitiva, pero los resistentes pantones actuales no entienden de pátinas, y hoy por hoy la plaza no es “rosa-valladolid” sino granate, y punto. Es lo que tienen las restauraciones, que quedan bonitas y son posiblemente necesarias, pero su objetivo es recrear una foto fija, y pierden en su camino la huella del paso del tiempo.

A mí el rosa-valladolid no me trae a la cabeza a Ferlosio, sino a Umbral, y su tristísimo libro “Mortal y rosa”. Umbral, aun habiendo vivido más años en Valladolid que Rosa Chacel –otra rosa–, no tiene que yo sepa ni busto ni escultura de cuerpo entero en la ciudad, aunque sí una calle en los arrabales. Tampoco era simpático su amigo Delibes, adustos en esta tierra lo somos, pero Umbral resultaba demasiado incómodo y arisco para el gusto popular. Tal vez con el tiempo el estallido efímero del rojo se vuelva suave rosa, la memoria colectiva se esponje y este periodista brutal, que fue parido en Madrid para que no diera que hablar en el vecindario el alumbramiento de una madre soltera, cuente con su estatua de bronce. Estatua que, por otra parte, me atrevo a asegurar que a él le parecería una solemne chorrada.


lunes, 13 de septiembre de 2010

Estación Esperanza


Es muy normal sentirse raro. A mí, sin ir más lejos, me basta con empezar a leer un programa de fiestas para sentirme rarísima, porque a medida que van avanzando las páginas me dan más y más ganas de huir lo más lejos posible, a ver si con suerte no oigo ni el primer petardo. Pero vamos, no es un parecer exclusivo, porque lo mismo he escuchado de boca de un taxista, del carnicero, de un matrimonio agarrado del brazo y de un par de chicas que charlaban junto a la puerta de casa. Todos ellos habrán sentido alivio, como yo, al comprobar que los barrenderos han trabajado a fondo y la ciudad ha vuelto a su ser modestamente gris.

Salvemos algo: la estación de Ariza. Cada año, por las fiestas de la Virgen de San Lorenzo, abre al público la antigua estación de Ariza, que comunicaba Valladolid, Burgos y Soria con la vecina Aragón. La línea fue cerrada a los viajeros en 1985, y a las mercancías en 1994. Hoy permanece el edificio de piedra blanca, como un pequeño juguete olvidado en unos terrenos que poco a poco están siendo tomados por torres de viviendas y oficinas, porque antes este espacio era solo el extrarradio y ahora se llama Ciudad de la Comunicación.

Desde hace unos años la estación es la sede de la Asociación Vallisoletana de Amigos del Ferrocarril, que cada septiembre muestran sus delicadas maquetas de antiguas estaciones, en las que se conviven sin problemas las viejas locomotoras con el rayo blanco del AVE. También te dejan montar en un tren como los de antes, de asientos corridos de skay granate, con ceniceros plateados y ventanas por única ventilación. La más grande de las maquetas muestra el conocido como “tren burra”, no se sabe si por su torpe velocidad o porque arrolló a algún pobre animal, que en tiempos tuvo dos estaciones en pleno centro de la ciudad.

Contaba uno de los aficionados –que por cierto, ni son todos mayores, ni hay apenas trabajadores de Renfe entre ellos– que el desarrollo de Valladolid se sustentó sobre tres patas: el canal de Castilla, el tren, y el coche, bueno, la FASA. Las tres tenían que ver con el transporte, y las tres han concluido o transformado su ciclo. Es una buena explicación de la historia de ese Valladolid industrial, de burgueses espabilados y barrios con conciencia obrera, que existía antes de los ciclones autonómicos.

Siendo hermosa la tarea de estos aficionados a los trenes, que se agrupan jueves y domingos para restaurar materiales sin obtener beneficio alguno, lo más hermoso de Ariza es su verdadero y sentimental nombre: La Esperanza. Claro que si preguntaras a los que viven en ella (la estación está todavía habitada), lo más bonito de todo sería sin duda la huerta que la rodea.


viernes, 20 de agosto de 2010

Visita al mercado

Antes de que abriera la oficina de turismo, antes incluso de que hubiera bares y terrazas, en la Plaza Mayor de Segovia se celebraba el mercado. La prueba está en el vestíbulo de las Cortes de Castilla y León, que durante este verano ha acogido una muestra de los inicios de la fotografía en la región. Cuando no existía la rehabilitación y lo viejo era simplemente viejo, cuando las casas se sostenían más por la necesidad que por el cemento, puntualmente los segovianos acudían a la elipse para vender o comprar en el mercadillo. En la imagen de 1890 –obra de un fotógrafo madrileño de la época, Mariano Moreno–, se distinguen mujeres con capazos, puestos desvencijados cubiertos con sábanas, vendedores con ristras de ajos y básculas romanas, y niños sin más obligación que contemplar la escena subidos al kiosco.

Hoy, como entonces, el mercado es una cosa desordenada, más bien ingobernable y, por encima de todo, viva: directamente lo opuesto a un cementerio. No olvido, esté donde esté, que el jueves es día de mercado donde nací, y que esa mañana las vecinas se han levantado con el compromiso firme de arrastrar el carrito y rellenarlo de verduras y naranjas. Me gustan los mercados, cuando viajo intento visitar los típicos de cada localidad, y aportan más conocimiento, olores y sabores que cualquier visita guiada.

En Valladolid hay un mercado diario bajo la marquesina de la Plaza de España, de frutas y flores, en el que estos días pueden comprarse cabezas gigantescas de girasol para hartarse a comer pipas y pringarse los dedos de negro, como en los viejos tiempos. Hay también dos mercados cubiertos, el del Val, preciosa criatura de hierro de finales del XIX, que está detrás del Ayuntamiento, y el del Campillo. En ellos las clientas experimentadas piden piezas de ternera de nombres misteriosos, y observan los cortes del atún y los ojos de la merluza como si les enviasen señales inaudibles para los demás. Amas de casa profesionales, cien por cien dedicadas a la economía doméstica, que tienen conocimientos que hoy sé que nunca adquiriré, porque soy de la generación de mujeres emancipadas y sin tiempo, que cargan con el filete cortado y servido en bandeja de poliespán.

Hay otro mercado que se organiza cada domingo, en el que abundan los polos con cocodrilos clonados, camisas de marcas bis y gafas de aviador, aunque también hay puestos de chatarras varias que a veces ofrecen algo curioso. Este rastro hoy se hace junto al estadio de fútbol, aunque hasta hace poco se celebraba en la plaza de Usos Múltiples, curioso nombre de navaja suiza para un edificio en el que los vallisoletanos van a hacer diferentes papeleos de la administración. Encuentro significativo que los puestos de mercaderes hayan sido expulsados de esta ubicación para dejar paso a un proyecto municipal de embellecimiento de una zona que quieren rebautizar como “Plaza del Milenio” e instalar en ella un complicado géiser artificial. El ayuntamiento ordena, pero la vida desordena, y por eso dentro de otros cien años los tomates y las patatas seguirán por aquí, y el géiser sólo tal vez.


 

domingo, 15 de agosto de 2010

La huella de Mónica

Mónica Nedelcu Cristea fue profesora mía de Literatura Contemporánea. Sabía que había muerto poco después de abandonar yo la facultad, pero no fue hasta hace poco tiempo cuando empecé a recordarla. Regresó a mi memoria a través de un libro, la reedición de “El capote”, de Gogol, la historia de un oficinista de gris existencia que copiaba documentos y que puso todas sus esperanzas en comprarse un capote nuevo. Ella nos mandó leer ese relato, y otros muchos, no sólo de escritores de países vecinos al suyo –era rumana–, sino de literatura americana, que también le apasionaba.

Dejé a medias la mayoría de los libros que recomendó, pero comprendí que todos ellos merecían la pena y que en algún momento disfrutaría de esas páginas que, en esos años, me parecían inabarcables. Creo que eso le ocurrió a la mayoría de mis compañeros, y por eso Mónica hizo bien su trabajo. Por otra parte, era impensable que esa mujer, menuda y delgada, flexible como un junco y tímida a más no poder, que se ruborizaba con las impertinencias de los alumnos, pasara de la sugerencia al mandato. Subida en la tarima, con su cintura estrecha, falda de vuelo y larguísima coleta, era como una frágil bailarina en su caja de música.

Me parecía mayor, pero hoy comprendo que tenía pocos años, y que no haría mucho tiempo que habría llegado a Madrid desde Bucarest. Porque ella había sido ya profesora en la capital rumana, eso lo he averiguado en Internet, si es que se puede decir que pasear por Google permita una averiguación legítima. También he conocido así otros detalles de su biografía y de su trabajo, de su tesis sobre el ensayista exiliado Vintila Horia, y de sus estudios sobre sintaxis románica. Hay otras muchas entradas en las que aparece su nombre en medio de palabras que no entiendo, y me pregunto si el rumano será un idioma difícil de aprender.

Pero en Internet no ponía nada de lo guapa y tímida que era. “Cierro los ojos para ver”, decía Vintila Horia, y yo también lo hago. Dejo las palabras escritas para que la huella de un ser humano permanezca.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Nicolás en Olmedo

Nick Clegg, el nuevo vicepresidente inglés, es un señor muy raro. Para poder escapar de la política se viene cada verano con la familia política, que mira por dónde es de Olmedo. Y ahí llega lo más raro de todo, que pasa quince días de agosto en el pueblo. Va al bar de al lado a tomar zumo, café con leche y tostadas, juega el frontenis, pasea por la ribera del río en bermudas y se baña en la piscina, cosas todas ellas de lo más estrambóticas.

Otra declaración que ha chocado es que le encanta comer jamón serrano y tortilla de patatas, en concreto la que cocina su suegra. Claro que en otros medios dicen que lo que de verdad le gustan son las croquetas. Se ve que las rarezas le vienen de lejos, porque incluso tuvo la ocurrencia de casarse en Olmedo, llevar a toda la parentela –incluida la británica– a comer a Segovia y aguantar hasta la madrugada de parranda: se cuenta que incluso coronaron la fiesta tomando chocolate con churros.

Como es liberal-demócrata, o sea, que ni le tienen manía en el PP ni en el PSOE, creo que Clegg tiene grandes posibilidades de convertirse en hijo adoptivo de esta tierra, a pesar de que un día dijo que no traga las corridas de toros. Eso, si el pobre hombre sigue viniendo otro año, porque con tanto fotógrafo molestando igual dice su suegra que es ella la que se va de vacaciones a Londres.

Sería una gran pérdida, porque Nicolás Guillermo Pedro Clegg, Nick para los amigos, es bueno para nuestro complejo de inferioridad. Si le gustan nuestra comida, nuestros pueblos y hasta nuestras suegras, es que las cosas no nos van tan mal.

martes, 3 de agosto de 2010

Las obras y sus razones


El otro día salió Javier León de la Riva a visitar las obras del Paseo de Zorrilla y, de paso, a intentar explicar a la gente para qué sirven. En general, los políticos están convencidos de que el único motivo que puede justificar que sus administrados les lleven la contraria es que no les han entendido bien, que es tanto como descartar de partida la más mínima posibilidad de que no tengan razón. Por su parte, los ciudadanos tienden a desconfiar casi por sistema de que sea necesario que remuevan la tierra que tienen bajo sus pies, y no digamos si les recortan plazas de aparcamiento. El hecho es que desde hace unos meses la principal calle de la ciudad está manga por hombro. Los atascos y los pitidos son fenomenales, y los policías ya no saben si jugarse el pellejo intentando ordenar la cosa o escabullirse para evitar que al final los conductores se amotinen y carguen contra ellos. Mientras, los peatones, en plan Pantera Rosa, cruzan por donde pueden, siguiendo desconcertantes carteles que de pronto te mandan “por aquí”, y al día siguiente “por allá”.

En teoría, la cosa obedece a que dentro de un tiempo hay que cortar el tráfico por el paso elevado del Arco de Ladrillo, la más espartana construcción de la capital, y para entonces tiene que funcionar como un reloj la arteria de Zorrilla, que absorberá aún más tráfico del habitual. De paso están trazando un carril para transporte público, aceras más anchas y en fin, otras cosillas que no están claras y que quedan abiertas a la imaginación y la charla de los jubilados de la zona, para los que el ayuntamiento no da una a derechas, y más con esta crisis, en la que sería necesario un referéndum para contar con un respaldo social mínimo para acometer cualquier gasto público.

En realidad, lo que joroba de las obras es que hacen añicos nuestro pequeño y esforzado equilibrio. El polvo, las vallas, los contenedores y las losetas apiladas son más fuertes que nuestras rutinas, y ni siquiera podemos contar con nuestra parada de autobús, con nuestro banco, con nuestro semáforo y los 26 segundos que nos garantiza para cruzar al otro lado (por cierto, la velocidad del peatón pucelano por segundo es mucho más alta que la del segoviano). La ciudad es como un gigantesco cuerpo que necesita que cada músculo se deslice siguiendo el mismo ritmo. La rapidez del sur acentúa los achaques del centro; los calambres del este se precipitan sobre el norte. Por eso en los carteles que han puesto en las vallas, se pide a los ciudadanos disculpas por “Las Obras”, así, con mayúsculas y entrecomilladas, como si se tratara de las del Escorial y si no las fuéramos a ver concluidas en nuestra humana existencia. Esas son las razones de estas y otras obras, y por eso el próximo verano volverá la pala y el baño de asfalto, porque las ciudades, y también quienes las habitan, avanzan así, sobre la marcha.


 

martes, 27 de julio de 2010

Alpinistas del páramo

Para un segoviano la idea de lo plano podría ser la Plaza Mayor, a pesar de que ni siquiera la elipse mantiene un mismo nivel en su limitada superficie. Todo es subjetivo, y más si acabas de subir por San Juan o por la calle Real, o por la Judería, o por el Alcázar, en fin, por donde sea, pero siempre con la lengua fuera, y claro, en comparación, la Plaza es una pista de baile. Valladolid, sin embargo, es principalmente llana, y es tal su planicie que cuando vuelves a Segovia y andas media hora de repente notas que hay un músculo nuevo que te tira tal que a la altura de los gemelos, un músculo que en Pucela disfruta de excedencia porque allí para caminar basta con poner un pie delante de otro.

La no-presencia de montañas resulta rara al ojo segoviano, donde la sierra enmarca permanentemente los campos. En Valladolid, sin esa línea azul de las montañas que señala los límites del territorio, tienen que contentarse con el montículo del Cerro de San Cristóbal, ensartado cual aceituna por una atractiva antena. Y esa carencia de altitud no es cosa sólo de la capital. Por lo que tengo entendido, la provincia de Valladolid es la única de España que puede presumir de no tener ni un solo punto en el que se superen los 1.000 metros de altura. El K-2 vallisoletano está en la Robledaña, un páramo cercano a Castrillo del Duero, al que tranquilamente se puede llegar encima de un tractor. Allí los altímetros marcan unos 935 metros de altura, y si no fuera porque 75 son muchos metros no dudo que las autoridades provinciales hubieran hecho algo para alcanzar al menos los 1.000 metros y abandonar el furgón de cola del montañismo, construyendo una pirámide o llevando arena en sacos, como en la historia esa del inglés que subió una colina pero bajó una montaña.

Me da la impresión de que la bajura territorial no es motivo de orgullo, más que nada porque en estos tiempos en los que casi todo lo potable se convierte en eslogan en algún sitio habríamos leído “Valladolid, la más planita de España” o “Valladolid, y adiós a las cuestas”. Sin embargo, he de decir que esa monocorde superficie es bastante cómoda, que permite a mucha gente en silla de ruedas o con muletas desplazarse con autonomía, y eso no son ventajas menores. Pero en fin, el asunto es que no hay montaña pucelana, y los aficionados al alpinismo no tienen más remedio que probar sus pies de gato en el rocódromo que se ha construido en el interior de un antiguo silo de la fábrica azucarera de Santa Victoria.

Ser montañero y vallisoletano es algo así como ejercer de apóstata de los designios divinos; porque, digo yo, si Dios hubiera querido que uno se subiera a una montaña, al menos se la habría puesto delante (y probablemente bajita, para que sus pequeñas criaturas no se arriesgaran demasiado). Pero así somos los humanos, siempre pensando que el sol brilla más del otro lado, y en Valladolid, con una geografía tan fértil para ser patinador o bailar break-dance, la gente se compra chirucas y se va a trajinar por pendientes foráneas, e incluso el otro día salía en el periódico un entusiasta que se ha propuesto subir al Everest.

viernes, 16 de julio de 2010

Porteros no automáticos

En los años cincuenta uno de los nuestros emigró a Francia para ganarse la vida y después, para ver crecer a sus hijos, regresó y se puso a trabajar como portero en una casa de Madrid. Me contaba cómo su hijo mayor, en aquel pequeño bajo que les habían asignado como vivienda, recogía todos los periódicos y libros que tiraban a la basura los vecinos, y se los leía de cabo a rabo. Asimilando cada palabra de este material de desecho, el niño creció y estudió mucho, y logró un gran trabajo, que permitió al padre enorgullecerse de los humildes comienzos. Me he imaginado muchas veces a ese niño, tumbado boca abajo y leyendo sin parar cuanto caía en sus manos, escuchando al fondo los pasos y voces de esos vecinos para los que posiblemente sólo era el “chaval del portero”, y que desconocían que cada noche estaban sembrando páginas e ideas en su mente infantil. Servir a los otros, callar muchas veces, crea esa especie de fortaleza de resistencia.

En Segovia apenas conocí porteros. Uno, un par de ellos, bueno, un par de familias, porque la portería implicaba al hombre, que se encargaba de la seguridad y el mantenimiento del edificio, y también la mujer, que le ayudaba en la limpieza, y que permanecía en la garita haciendo ganchillo o viendo una televisión “de cuernos”. La mayoría de las casas de vecinos tenía la puerta del portal abierta, salvo por la noche. La llegada del portero suplente, el automático, fulminó las posibilidades del profesional tradicional. Al menos, eso creía.

Porque en Valladolid hay montones de porteros, conserjes, empleados de finca urbana, como prefieran calificarse. Y últimamente me dicen que están en progresión, primero porque no abundan las ofertas de trabajo en otros sectores, y segundo por la proliferación de urbanizaciones desparramadas que, cuando los propietarios se marchan a trabajar, quedan casi deshabitadas. Pero de las sólidas viviendas del centro, el portero nunca se fue. Hay incluso casos como el edificio de Las Mercedes, en el Paseo Zorrilla, durante mucho tiempo el más alto de la capital (luego llegó el solitario y frío Duque de Lerma), en el que cada uno de los cuatro portales cuenta con su propio portero. A veces les ves en el vestíbulo, intercambiando información. Porque de lo que no hay duda es que, sean los de antes o los de ahora, los porteros saben mucho. Saben de los movimientos de los vecinos, de sus amistades, de sus voces, de sus pequeñas catástrofes. Para saber les basta con mirar, porque ellos permanecen en su sitio, mientras todos los demás vamos y venimos.

Puede que haya porteros cotillas y algo jetas, con aires de sheriff en OK Corral, de acuerdo. Pero la mayoría de los que he tratado son amables, discretos y eficaces. Llevan el pantalón gris y el mono azul con más elegancia que muchos otros –tantos– el traje de diseño. Contra sus señoritos, que presumen de especialización, los porteros son hombres del Renacimiento que saben de contabilidad, mecánica, electricidad, fontanería, albañilería y carpintería, saben plantar a tiempo las hortensias, asegurar el césped cada primavera y dar lo suyo a las malas hierbas que se resisten a doblegarse. Y lo que es más difícil, saludan con la entonación exacta a todos y cada uno de los vecinos, aguantan sus quejas continuas, y charlan con ellos si se lo piden, porque, aunque no está escrito en el contrato, escuchar tabarras es otra de sus funciones. Trabajan y resuelven solos, el único equipo que conocen son ellos y sus circunstancias, y no sé si ni siquiera tienen un sindicato que les represente. Pero tengo claro que, si se declarara la guerra en el vecindario, posibilidad no del todo remota, los únicos con el temple y la visión de conjunto precisos para dirigirnos son los porteros, y no me refiero a los de fútbol.



jueves, 8 de julio de 2010

Vuelta a Villa Kirrin

Algo que me gusta mucho de las ciudades grandes es que tienen kioscos de prensa grandes. En Valladolid el kiosco más conocido es el de “la Chata”, en un ensanche de la calle Santiago, pero hay muchos más repletos de revistas. Yo me acerco a ellos con la misma veneración con la que acudía de niña a los puestos de pipas y chucherías, a pesar de que el botín suele ser siempre el mismo: un par de periódicos. En Teresa Gil, otra peatonal del centro, hay un kiosco que gana a los demás por el fenomenal despliegue de revistas, fascículos coleccionables, libros de bolsillo, postales y demás artilugios. Allí, en un rincón, me reencontré el otro día con “mis” Cinco, los de Enid Blyton, que ahora están siendo reeditados.

Aunque en casa había unos cuantos, la mayoría de los libros que leí de los Cinco, como los de los Hollister, esa familia ideal, o los 7 Secretos, los sacaba de la biblioteca, de la querida biblioteca de la Cárcel Vieja. Bastantes de ellos los leí en las tardes de verano, en las que iba un encargado municipal con una maleta repleta de libros y la abría en un banco de los jardines de los Huertos, cuando en el centro había niños y además podíamos ir solitos con siete u ocho años desde la Misericordia a la Plaza Mayor, desde las Jesuitinas hasta el 18.

Los Cinco eran dos hermanos –el mayor y responsable; el mediano e intrépido–, junto a su hermana pequeña, la dulce Ana, y su prima, Georgina, que odiaba ser una niña y se hacía llamar Jorge. El quinto de la pandilla era Tim, el perro más listo del mundo. Yo no sé cuántos veranos estuve leyendo a los Cinco; supongo que un buen día alguien me diría que eran historias para pequeñajos y relegaría los volúmenes al fondo de la estantería. Sin embargo, esas páginas de la prolífica Enid Blyton, que hasta que empezó a aparecer su foto en la contraportada creí que era un hombre, definieron de un modo perfecto y casi definitivo mi idea del verano y las vacaciones. Amigos, pantalones cortos, polos y camisas de cuadros, una cesta de picnic con pastel de carne y emparedados, un bote para arribar en una isla plagada de maleantes y unos padres casi ausentes, que sólo aparecían en el momento crítico y necesario.

De los Cinco hicieron una serie horrenda que para nada se correspondía con el mundo que yo había imaginado. Aunque, bien mirado, puede que yo fuera la equivocada, porque Enid Blyton era inglesa, y los paisajes sombríos que aparecían en la tele podían muy bien ser los de su tierra. Mi espíritu de los Cinco, el mundo libre y simbólico infantil, está mejor recogido en “Matar un ruiseñor”, maravilloso libro y maravillosa película, que transcurren muy lejos de Europa, en el sur de Estados Unidos. En ellos pervive, como en una bola de nieve de cristal, ese verano sin fin en el que, a partes iguales, nos aburríamos y entregábamos a la causa más inverosímil con toda la intensidad de la que nuestros pequeños cuerpos eran capaces.

Dado que las agencias de viajes no tienen ningún paquete programado con destino a Villa Kirrin, casa y centro de operaciones de los Cinco, la única posibilidad de un verano balsámico es que la biblioteca recupere aquella vieja maleta y me permita leer, una vez más, a la sombra de los castaños, saltándome los párrafos aburridos y deteniéndome en los que me dé la gana, comiendo una bolsa de pipas y bebiendo agua de la fuente. Vacaciones en estado puro.


P.D.- Cuelgo una versión de Neil Young del grupo que hoy tiene Santi, un niño (bueno, ha crecido) que vivió en mi barrio.