Son la prueba de que en el siglo XX cocinar o incluso comer se ha convertido en una tarea complicadísima que para ser culminada con éxito requiere de una vasta cultura. Mi abuela sabía cocinar porque era capaz de saber si una judía estaba ya cocida simplemente tocándola, y no como yo, que tengo que probarlas medio crudas, medio cocidas y pasadas para asegurarme de que hay que cortar el fuego. Pero no sé si mi abuela sabría cocinar hoy por hoy, dado que hasta comerse una naranja es un tema peliagudo que con toda probabilidad estamos haciendo mal.
Cojo un libro que promete: “Casi crudo”. Pero, decepción, la elaboración de los platos es más complicada aún que el de “Sferificaciones y macarrones”. Sin guía posible, me voy a hacer la compra. En el arcón de los congelados, un hombre coge un paquete de bacalao y le comenta algo a su pareja. “¿Pero qué te has creído, que soy Arguiñano? Que cocine tu madre”, le contesta ella. La apoyo. A las mujeres de antes no les quedaba otra que esforzarse en la cocina para conseguir que, al menos de vez en cuando, alguien les felicitara por su trabajo, como ocurría con las labores primorosas. Pero ahora cocinar es una tarea más en la agenda. Por la mañana puedes hablar de reducir costes en la empresa, y por la tarde te toca hacer albóndigas. A ver: con 45 albóndigas gorditas, llenas tres fiambreras (¿necesitábamos usar esa palabreja, tupperware?), o sea, tres días de comida congelada asegurada.
Hay muchas publicaciones, mucha cocina de autor, mucho programa y blog especializado, pero en la cola del súper la gente compra más precocinados que manadas de puerros. Echo a faltar un título en las librerías: “Cocina por obligación”. Ese lo compraría. Y a lo mejor Arguiñano también, porque seguro que más de un día no le apetece remover con la cuchara de palo.
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