lunes, 28 de agosto de 2023

Los seis llaveros de Valladolid

En Valladolid no me pasa, pero cuando vuelvo a Segovia cuando veo un turista me dan ganas de pisarle el pie. Abandono la idea, primero porque son muchos más que los indígenas, y segundo porque aprieta el sol y me dan pena, haciendo tiempo para comer, arrastrando niños llorosos que están hasta el último pelo de ver iglesias. El lunes el titular será “los hosteleros satisfechos por la ocupación, pero quedaron dos mesas libres”, o cosa similar.

El problema de odiar al turista es que una, alguna vez, pocas, también es turista. Con culpabilidad, porque conozco las consecuencias de serlo. La mayor parte de los turistas van como rebaño por el cordel, todos a una hasta alcanzar el mismo objetivo (hay tres o cuatro metas volantes, no más, no se engañen). El problema es la visión periférica. Recuerdo a una señora mayor tendiendo un par de bragas, en un caserón frente a la ría, en Oporto. Bajo su ventana, había un enjambre de turistas, apiñados en las terrazas de restaurantes caros. La vida normal acaba por ser un elemento discordante en nuestra fiesta, y está sentenciada.

El turismo a cascoporro se está convirtiendo en una verdadera plaga. A la vez, complicada de encarrilar, porque su avance exponencial es, en cierto sentido, democrático. Se ha encendido el deseo de viajar, que es un gran negocio; ahora, hay que poner orden. Difícil, porque lo de atraer solo “turismo de calidad y espaciado cuando yo diga” es muy complicado. La fórmula general es el “turismo mercadona”: para hacer caja, hay que vender muchas unidades.

Oigo que en Barcelona o San Sebastián ya no reciben a los turistas con los brazos abiertos. Quizás ellos poseen otros recursos para sobrevivir, más allá de la belleza. Para una ciudad ser solo guapa es un poco pan para hoy y hambre para mañana. Los sitios tocados por la varita mágica del turismo convierten en calabaza su oportunidad de ser lugares normales; o ninguno ha logrado, por ahora, escapar de ello.

Que Valladolid no sea una ciudad turística, o que al menos no dependa de ello de una manera principal, creo que no es mala cosa. Hace más fácil la existencia a los que vivimos en ella, y frena un poco el amodorramiento que supone una economía perezosa, centrada en engullir rentas de locales y pisos turísticos. Tampoco se puede elegir tu destino. Valladolid empleó muchos años en avanzar “como centro comercial e industrial y nudo de comunicaciones ferroviarias y por carretera”, como se describía la ciudad en una guía turística de los años setenta. En este proceso, dejó manga por hombro su centro histórico, y hoy es casi imposible hacer una foto de un edificio -los tiene, valiosos y bellos- sin sacar cuarto y mitad de una torre de viviendas.

Quizás esto explica que una construcción “nueva”, para lo que se estila en la tierra de los castillos, como es la Academia de Caballería, se esté imponiendo a golpe de telediario como el icono de Valladolid. A su favor hay que decir que es de los pocos edificios exentos, sin pegotes adosados, y que tiene un cierto aire romántico que conecta bien con esa idea del Valladolid burgués, de capital en medio de la meseta. No es la historia sino los vallisoletanos los que lo han encumbrado.

La mejor encuesta de los edificios importantes de Valladolid no está en Wikipedia, sino en el Todo a Cien de mi barrio, que solo admite superventas. Se puede elegir entre seis llaveros: la Catedral, la Antigua, el Ayuntamiento, la Universidad, Caballería y, por supuesto, el escudo del Real Valladolid. Los compramos los de aquí, porque a mi barrio turistas, lo que se dice turistas, llegan pocos. Una vez encontré a cuatro chinos extraviados, que no buscaban el Museo Oriental, que es precioso, sino El Corte Inglés. Sería un fallo del Google Maps, porque los chinos lo traen todo planificado, y en siete días visitan España y Portugal y hasta les sobra una hora en el aeropuerto.

De Valladolid escucho más que es una ciudad cómoda que una ciudad guapa, y creo que eso no es malo: le ayuda a estar viva. Es mejor conocerla por casualidad, porque los mejores viajes son los que surgen, sin plan ni expectativas. Vas a una historia de trabajo y te encuentras un miércoles por la tarde tomando unas tapas. Acompañas a tu hijo a un partido y haces tiempo dando una vuelta por el Campo Grande. Quedas con un colega en la Plaza y te pierdes buscando herramientas en el escaparate de Villanueva. Turismo accidental. Sin guías, ni rutas, ni “experiencias” que cumplir. Perdiendo el tiempo, básicamente.

 

 

 

lunes, 21 de agosto de 2023

La maleta de Leonor

 

Entre sables, ametralladoras y tratados de estrategia militar, en una de las salas de la Academia de Caballería de Valladolid cuelga un lienzo de gran tamaño de Alfonso XIII. Es, como otros imponentes cuadros del museo, un retrato ecuestre, pero la antítesis de lo castrense. El monarca viste de blanco y su mano enguantada sujeta un taco, el equipo clásico del jugador de polo. Dicen las crónicas que fue gran aficionado a este deporte, y que se quedó con las ganas de competir con el equipo español en alguna olimpiada. Eduardo García Benito, que firma la obra, le retrató con pulcritud, con una media sonrisa que suaviza al envarado jinete real. Es un cuadro peculiar en la trayectoria de García Benito, un artesano superviviente de mil encargos y a la vez un artista del dibujo, más conocido por sus delicadas ilustraciones para revistas americanas que por retratos regios. Sin quererlo, es un cuadro revelador, que muestra a un rey en una de las facetas privadas en las que consumió más horas y entusiasmo. Nada heroico, por otra parte, pero muy frecuente en las clases altas, la actividad deportiva como adiestramiento y a la vez diversión, para cuyo desarrollo se presuponen ciertas habilidades físicas y sobre todo de sociabilidad entre sus iguales, o sus casi iguales. Los reyes y sus cohortes fueron quizá los inventores del concepto vacaciones, cuando para el resto el asueto era con suerte dejar de trabajar el día de la Patrona. Los borbones levantaron un pabellón en Riofrío para sus prácticas de caza, y en La Granja campo de polo y todo un palacio para su esparcimiento. Hasta Franco fue alguna vez al pequeño lago, a pescar unas truchas. Solo apuntar a su favor que, al menos, nos indicaron a los plebeyos el camino a seguir: de vez en cuando es justo y necesario descansar.

También hay en la colección de Caballería unas fotos de los Reyes eméritos en una visita a Valladolid, en 1964. Eran muy jóvenes. Sofía, por entonces madre reciente de su primera hija, tenía los ojos chispeantes de quien no sabe controlar sus emociones, y a la vez la determinación, aprendida a fuego, de cumplir con el deber. También tiene ese brillo Leonor, y da igual que la lleven a un colegio británico pijo o al pabellón de una academia militar. Nos enseñan una habitación con media docena de colchones y la ropa de cama a la espera del petate, los bancos corridos para comer, y hasta la zona de duchas. Tres años ahí, por muchos compromisos y salidas que tenga, no está mal como prueba de convivencia. Me pregunto si a Leonor le ha ayudado el servicio a hacer la maleta, o si se la ha revisado su madre. Mejor que no, porque las madres vaticinamos inundaciones, apagones, indigestiones y resfriados antes de tiempo, y los cuidados para prevenir cualquier perturbación no cabrían en esa maleta discreta que le permiten llevar.

Leonor me cae bien desde que le cayó la del pulpo cuando dijo que una de sus películas favoritas es Dersu Uzala. Dersu es un cazador mongol acostumbrado a sobrevivir en la tierra de la que todos huyen, la taiga de Siberia. Un espacio hostil para los humanos, pero no para él, que sabe doblegarse a los bandazos de una naturaleza cruel, pero también muy bella. Leonor dijo que era una buena película, pero le criticaron por ser pedante, en lugar de limitarse a montar a caballo y jugar al polo, que era la tradición. Hay que ser muy cruel para disfrutar con ese linchamiento público y desprecio de la gente, y más aún de adolescentes, tanto da que sean hijas de reyes, presidentes de gobierno o de los vecinos de enfrente.

No hace falta que expliquemos a Leonor, que es chica leída, la irregularidad que supone heredar de tu padre un reino, que él lo heredara de tu abuelo y así hasta el primero de la dinastía. Ya lo sabe. La herencia, en general, no es un concepto nacido de la justicia social: hace ricos a los hijos de ricos, pobres a los de los pobres y, con frecuencia, hasta médicos y notarios a los descendientes de los médicos y notarios. Aunque la mayoría de los diputados hayan estudiado Derecho, la democracia, pese a sus achaques, nos permite elegir como presidente a cualquiera -a usted, por ejemplo- una maravillosa anomalía en la historia de la humanidad.

Quiero un país de iguales, por lo que debo ser republicana. Leonor igual también lo es, tanto da. Mientras la Constitución no diga lo contrario, hace lo que tiene que hacer. Irse de maniobras y dar discursos en las lenguas cooficiales habidas y por haber no es lo más difícil. Lo de ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado se las trae.

lunes, 14 de agosto de 2023

Jorge o Jorgina

“La palabra más bonita de todo el diccionario es vacaciones”. Así empezaba uno de los libros de Los Cinco. En un par de meses de aquellos veranos aburridos e inmensos, me leí casi toda la colección. Enid Blyton no era Shakespeare, pero sabía lo que necesitábamos los niños para sentirnos bien: libertad, y a la vez refugio. Dicen que los que pasan más tiempo solos son los hijos de los más pobres y de los más ricos, porque sus padres están ocupados en otros asuntos, los primeros en buscarse el sustento y los segundos en buscar un sentido a su existencia. Los Cinco estaban durante el curso internos, y en vacaciones sueltos como cabras por Villa Kirrin, las más de las veces acompañados solo por la cocinera. ¡Eso era libertad! Buenos amigos, un perro, una playa y hasta una isla para tu uso personal. ¿Quién necesitaba adultos cuando la despensa estaba llena de pastel de carne, salchichas, emparedados, huevos duros, fruta en almíbar, bizcochos y hasta botellas de cerveza? Porque, al menos en esas primeras versiones, una birra acompañaba a la cesta de víveres de la pandilla.

En Los Cinco aprendías que ser niño era ser intrépido e inteligente como Julián, el líder, o leal y espabilado como Dick. Ser niña era ser miedosa y dulce, como Ana, que en las ilustraciones aparecía con una falda tableada, cuando los demás lucían pantalón corto. Ana era la “madrecita” y a veces la “mosquita muerta”, pero sabía ocuparse de vendar una rodilla herida o de que no faltara avituallamiento. Ser perro era ser como Tim, un mestizo bonito y fiel, que solo ladraba para proteger a los chicos. Y luego estaba Jorge. Jorge era Jorgina, el único personaje sobre el que se nos ofrecen explicaciones en cada una de las 21 entregas de la colección. Como cuando le llaman Jorgina no contesta, los vecinos le dicen señorito Jorge, sin sorna alguna: “todos los del pueblo sabían de qué modo ella anhelaba parecer un chico”. De Jorge sabemos que lleva shorts y el pelo corto a lo Doris Day; también que es valiente y se aguanta las ganas de llorar. Es el único personaje que evoluciona, que pasa de ser taciturno y solitario a buscar la compañía de sus primos, porque “compartir es mejor”.

Jorge, lógico, era el favorito de las niñas. Ser niña era una cosa muy difícil, porque estabas supeditada a ser admirada por tu simpatía, dulzura y recato; en fin, un teatro para el que no todas estábamos preparadas. Al menos había un margen para llegar a ser mujer, más o menos a los 25, edad en la que la mayoría de nuestras madres ya estaban casadas. Llegada esa etapa, no había otra que hacerse la permanente, comprarse un mutón y empezar a untar Tulipán en los bocadillos de los hijos.

En la adolescencia comenzaban las dudas sobre lo que se esperaba de una mujer. Se avanzaba, pero no tan deprisa. Prueba de ello es que en los grupos de los 80, ahora paradigma de la libertad, la mujer o era corista o era fan, salvo excepciones. Hasta Chrissie Hynde, líder de los Pretenders, reconoce en sus memorias que lo que ella quería era ser como el guitarrista, no ser la novia y que te dedicara una canción. Porque ser musa no deja de ser una cárcel insoportable.

Ahora que Irene Montero es árbol caído y no sé si convertido en pellets, a pesar de todo lo que me enervaron sus declaraciones y normativas, tengo que reconocer que algo de razón tenía. La revolución que mi generación creyó hacer estaba bastante incompleta. Dijimos sí cuando era no, o no dijimos nada. Quisimos ir de duras cuando queríamos llorar. En nuestra adolescencia las cosas no fueron de la mejor manera posible, solo de la manera que entonces era posible.

Concluida la primera juventud, vivir se convierte en algo muy entretenido, y deja de preocuparte qué tipo de mujer o de hombre eres. A parte de lo biológico, que es real e intenso, la mirada del otro es la que acaba por certificar lo que eres. Y lo que eres no es siempre lo mismo. Avanzando los años, puedes seguir siendo mujer, pero de ninguna manera musa. ‘Muso’ a lo mejor un poco más de tiempo, si eres Brad Pitt. Pero, al final, todos los cuerpos se parecen. Unos y otras llevamos bermudas, y hasta los hombres se han apropiado del bolso. Ya nadie va como la pequeña Ana, con falda de tablas a la playa. Jorge-Jorgina ha ganado.

lunes, 7 de agosto de 2023

Después del incendio

Yo también tenía la ventana abierta la otra noche, y escuché el impacto. Creí que era un cohete, pero al poco comenzaron las sirenas. En la ciudad te acostumbras a su sonido, aunque temes que, como las campanas, un día suenen por ti. En una hora, en el móvil se cruzaban los comentarios, los vídeos. Hubo un llamamiento para que se abstuvieran los curiosos, que dificultaban el trabajo de los equipos de rescate. En un par de horas, conocíamos lo esencial: gente que estaba recogiendo la cocina, de pronto se encontraba en la calle, en zapatillas. De madrugada, cuando apareció la vecina fallecida, todavía entraba por nuestras ventanas el olor a quemado.

Quedarse mirando a alguien cuando sufre da pudor. Ver llorar a otro revuelve, salvo que estés vacío por dentro. A la vez, atrae con fuerza. Con los sucesos, personas enfrentadas cada día por las cosas más nimias de pronto prestan atención a lo mismo. El drama nos atañe, porque la muerte nos iguala. Miramos con descaro, y nuestra compasión es tan sincera como breve, porque poco más hacemos. Es una compasión hacia dentro, hacia nosotros mismos, por la fragilidad de nuestra existencia. Caminar por la calle es cruzarte cada día con hombres y mujeres que arrastran su drama personal. Es un dolor que los mortales traemos de serie. Pero hay sucesos imprevistos, extremos. Parte de ellos nunca los conocemos, pero otros sí, porque, sin pretenderlo, se escapan de la esfera privada, y acaban ocupando unas líneas o unos segundos en los medios.

La otra noche una mujer murió y vecinos nuestros se quedaron en la calle. Estaban en la acera, y miraban estupefactos las ventanas de las habitaciones a las que ya no podrían entrar. Esa madrugada había desolación, y también apoyo. Al día siguiente, parecía que todo dependía del veredicto de las aseguradoras… Un incendio te expulsa de casa, como la mar expulsa al náufrago. Por fortuna Valladolid no es una isla desierta, y no debe serlo para nadie.

Las noticias de sucesos están en lo más alto de las búsquedas de internet. Ocurren a otros, aunque se parecen mucho a nuestras pesadillas. Buscas en la información una garantía de que a ti no te va a tocar, y no la hay. También esperas que el periodista sea mejor que tú, que explique lo esencial, sin añadir detalles que hacen daño y nada aportan. “La lengua no tiene hueso, pero corta lo más grueso”, dice el refrán, con razón. La buena información es un dique contra el rumor y también contra nuestra ira, que ansía linchar culpables, en lugar de atender a las víctimas.

La máquina de novedades no para, y la desgracia de hoy es sepultada por la de mañana. Para los protagonistas, que no quisieron serlo, queda una muesca para siempre en el calendario. Porque la gente que quieres no se muere una vez, sino muchas, y lo perdido deja una sombra profunda. La intemperie de la vida a veces ataca por las bravas, sí, pero la raza humana sabe mucho de cuidados y reparaciones. Es cuestión de tiempo.