martes, 12 de enero de 2016

Bowie en Segovia

Conocí a David Bowie cuando llevaba trajes de lino cruzados y flequillo rubísimo. Es decir, tuve que esforzarme para conocer qué había sido de su vida anterior, porque yo apenas había hecho nada más que comenzar el instituto, pero él llevaba ya un largo camino. Las primeras cintas las compré en el puesto del mercado de los jueves, en esos expositores en los que se mezclaba Juanito Valderrama, Iván y Barón Rojo. Space Oddity y Hunky Dory. Otro jueves pillé Ziggy Stardust. Había oído que era su mejor trabajo y también que era sorprendente, así que no supe hasta mucho después que la cinta no sonaba a estornino loco por voluntad del pobre David, es que estaba dañada. Eran cosas que pasaban entonces, porque no había ninguna posibilidad de acceder a canciones si no era grabando un trozo de la radio, o comprando el álbum completo. De aquella manera de despertar a la música conservo la desconfianza hacia esas recopilaciones de grandes éxitos que a otros les resultan tan manejables, pero que trocean la obra tal como la imaginó su creador.

Con frecuencia escucho a gente influida por un maestro, y eso es hermoso. David Bowie, ese hombre que no sé si pisó Segovia, ni siquiera para hacer una foto al Acueducto, fue para mí uno de esos maestros. Un tío que podías escuchar para acompañar la adolescencia, y que a medida que madurabas –o solo cumplías años–, iba avanzando más deprisa que tú. No sé que votaba ni qué pensaba de los tories: era poco prolijo en sermoneo, él estaba en otra dimensión. Pero te dejaba pistas, como los buenos maestros, para que tiraras por ti mismo de la cuerda de la música, de la literatura, del arte como una de las pocas posibilidades de refugio. Todo brillante, todo nuevo, todo muy lejano de la monotonía gris castellana.

Se ha muerto David Bowie, sin duda demasiado joven; como morimos todos, antes de tiempo. Pero qué canciones deja.