lunes, 29 de enero de 2024

El efecto tresillo

Cae la noche y la niebla en Miguel Íscar. Los negocios del centro ya cerraron, pero están encendidas las luces de sus escaparates. Me cuesta comprender qué es lo que venden. Hay carteles con gente guapa y sonriente, y frases cariñosas tipo “Porque te lo mereces”, “Para ti y los tuyos”, “Cuéntanos tus sueños”... A lo mejor son bancos, gabinetes estéticos, agencias de viajes, compañías de telefonía o de seguros. Más que cosas, prometen estados de ánimo, pero no aclaran a qué precio. Los antiguos mostradores acabaron en el ‘punto limpio’. Ahora los locales parecen cuartos de estar, más exactamente el cuarto de estar de una casa modélica, impoluta y moderna, impersonal como un plató de serie de televisión. Sillones de diseño, mesas de abedul y lámparas con luces indirectas y suaves. Hasta me parece oler un aroma a café, que lo trae Juan Valdés directamente de su plantación en una bandeja.

Un día hice una transacción de las que te permiten hablar cara a cara con un empleado, agente o gestor bancario. Una gestión pobretona, pero no de las habituales, en las que te mandan directamente al cajero con ese gesto displicente de “Pero mujer de Dios, todavía no se ha enterado de que no estamos para esas minucias”. Un hombre me llevó a una mesa alta y me invitó a sentarme en un taburete, como si fuéramos a tomarnos un par de pintas en un pub irlandés. Allí no había cerveza, pero tampoco papel alguno. El empleado se sacó una mini tableta de la manga, como Robocop la pistola, y así terminó nuestro amistoso encuentro, tras firmar sobre la minúscula pantalla con la yema de mi dedo. No hemos vuelto a quedar.

A mí me mosquea que los asesores financieros me inviten a tomar café. Me recorre una sensación extraña, como si me fueran a tomar el pelo o robar la cartera mientras diluyo el azucarillo. Parece que se esmeren en hacernos sentir “como en casa”, cuando no puede haber nada más lejano de tu propia casa que sentarte en una butaca para que te informen de los tipos de interés vigentes, eso sí, con todo el cariño.

El “efecto tresillo” ha hecho furor también en la hostelería, y en la hamburguesería puedes sentarte en un sillón de orejas a comer pollo frito con kétchup. Y hasta en los mítines políticos colocan a los ponentes en butacas, aunque luego estén medio torcidos o los focos apunten al color de sus calcetines. Todo sea por dar un tono familiar y cercano al asunto, que ya puede ser el transporte ferroviario o la depuración de aguas.

Antes solo había sillones en el dentista, y una tomaba las precauciones debidas para tratar de permanecer el menor tiempo posible en esa incómoda situación, sometida indefensa a sus maniobras. Luego llegó el sillón del psicólogo, en el que tampoco es fácil relajarse, y el remate es la camilla del fisioterapeuta, en la que ya nos dejamos hacer de todo. Se ve que el mobiliario cómodo suaviza el impacto de la factura. Por el contrario, en el autobús urbano o en el pasillo del centro de salud faltan hasta las sillas: ahí saben que aguantamos a pie quieto.

Los abuelos apenas tenían sillones. Sillas de madera y respaldos incómodos, sillas bajas para coser y pelar patatas, a lo sumo un reclinatorio para rezar. Si estaban mal de la espalda, un sillón de paja era lo mejor. Con la televisión llegó el tresillo de eskay, duro y resistente, y así hasta los sillones ergonómicos de la teletienda, para quedarse aborregado hasta el juicio final, porque ganas de incorporarse, lo que se dice ganas, no sobran.

Si nacimos o nos hicieron cansados es difícil saberlo, y tampoco es cuestión de culpabilizarse por ello. Como decía Jardiel Poncela, para hacer una vida que beneficie a la salud hay que tener una salud a prueba de bombas. Los vendedores, que son unos linces, saben de nuestro cansancio y se han dedicado a esparcir sofás y sillones por todos los negocios. Ahí, aletargados, nos pillan con las guardias bajas. Negocie usted un convenio en un tresillo: está perdido del todo.

lunes, 22 de enero de 2024

A ochenta años de tu muerte

 Cuando se cumplen 80 años de la muerte de un autor, la Biblioteca Nacional considera que sus obras son ya de dominio público y pueden ser reproducidas sin problemas. 80 años parece un periodo suficiente, en el que fácilmente ya no sobrevivirán ni los hijos del escritor en cuestión; de hecho, en la mayoría de los países ese límite son 50 o a lo sumo 70 años. Entre los liberados este 2024 hay 137 autores españoles fallecidos en 1943, de los que constan más de mil obras en los archivos de la biblioteca. De uno de los seis que nacieron en Castilla y León no está muy clara la fecha de su muerte, aunque pudo ser en torno a febrero, según los cálculos de un compañero. Todo lo que pasó desde que salió en marzo de 1942 de su pueblo, Sepúlveda, para incorporarse a la División Azul, hasta unas semanas antes de su muerte, se recoge en Diario de Guillermo en Rusia, 1942. En la sobrecubierta se indica que los cuadernos originales estaban forrados de hule, que los padres del militar encuadernaron en piel roja. En 2013 se publicó por primera vez la edición que recogía su diario, cuya existencia ahora he conocido gracias al esfuerzo de la BN por recuperar la memoria de todos.

Guillermo Hernanz Blanco creía profundamente en Dios y también en la defensa de los valores de su país. Pero basta con avanzar unas pocas páginas para que se tambalee cualquier consigna y tópico del ardor guerrero. Su viaje es un continuo descenso a la decepción, al aguante, al dolor. Casi desde el comienzo, no comprende que las tropas estén compuestas de desesperados y casi obligados, cuando él se entrega con vehemencia a un ideal. La comunicación con los alemanes deja mucho que desear. En cada emplazamiento la necesidad es mayor y la comida más escasa, y comienza a tener problemas de salud y fuertes dolores. Monotonía y soledad. Berza, sopa, pan duro con miel. “Daba pena ver cómo montones de personas escuálidas llegaban hasta el tren y cogían miguitas insignificantes de pan, rebañaban las latas y miraban la comida de la tropa con ojos de verdadera hambre. Ves chavales de diez años que hablan francés y alemán, listos como ellos solos. Esta gente no es tan mala como nos han pintado, sino unos verdaderos desgraciados, condenados por toda su vida, primero por los Zares y después el comunismo…”.

A medida que pasa el tiempo aumenta la desesperación. Las entradas en el diario son periódicas, pero cada vez más automáticas. Huye de ponerse “morriñoso”, como escribe él. A veces se le escapa la indignación, “estoy asqueado de Rusia y, por qué no decirlo, de la D. A”. Sigue cumpliendo escrupulosamente, y desecha cualquier posibilidad de vuelta no merecida, le obsesiona no dejar a sus compañeros. Nunca olvida que es domingo, ni a la Virgen de la Peña, ni a su novia, cuyas cartas, ese hilo con su lejana vida anterior, llegan a obsesionarle. Pero en las líneas que envía a casa elude su horror diario, y hasta presume de estar ganando peso.

Entre cañonazos -llega a calcular lo que tardan en llegar, 18,6 segundos, y “ni esos 0,6 segundos son de despreciar en momentos como ese”-, balas y penurias, se pasan lentamente los meses, y llega el frío. Ahí nos abandona el relato de Guillermo, un 27 de noviembre en el que, tras una operación, regresa al frente: “nos vamos decididamente mañana”. Se completa el libro con unas fotografías de su vida, de militar y de paisano, con su familia, en una excursión por San Rafael. En la última página se indica que el libro se imprimió un 6 de junio de 2013, como también fue un 6 de junio el desembarco de las fuerzas aliadas en Normandía.

Hay que mentir mucho para escribir un diario de batalla y que no sea profundamente antibelicista, aunque no sea tu objetivo. Y Guillermo calla cosas, pero no es capaz de mentir. Esto es la guerra, en crudo. Un desvarío absoluto. Seguir por seguir. No entender nada. Eso ocurría hace ochenta inviernos, y ocurre también este, en varios puntos desdichados de la tierra.

Con el ritmo de publicación de hoy, dentro de ochenta años entrarán en la rueda del dominio público muchos más que 137 autores españoles. Será casi imposible bucear en la lista, y puede que la inteligencia artificial se encargue, a su metálico modo, de hacer la criba, y situarnos en nuestro cuadrante exacto. Apenas polvo en la Historia. De hecho, Guillermo no se planteó nunca la posteridad de unos escritos tan puros que buscan una única lectura, la suya propia.

lunes, 15 de enero de 2024

Los bebés entran en el sistema

Cuando presumen por enésima vez nuestros dirigentes de los datos del informe Pisa pienso en mis abuelos. Recién terminada la Guerra Civil y con cuatro hijos, la paga de un guardia civil no daba para mucho. Mi padre contaba que muchas veces le sonaban las tripas en la cama, y soñaba con levantarse y poder hartarse de pan. Sin embargo, no sé cómo lograron pagar clases particulares de matemáticas con un buen profesor, el mejor que había entonces en Segovia, para que uno de sus hijos lograra su objetivo de estudiar para perito. Tampoco faltó nunca en esa casa fría el periódico, porque era la ventana más segura para formar parte de un mundo nuevo que se construía. La formación siempre fue más importante que el estómago. Y su caso no fue especial, sino el corriente en Castilla. Miles de familias pensaban lo mismo: con una mano delante y otra detrás, la única salida era estudiar.

Ahora vivimos más, así que sin duda vivimos mejor, al menos biológicamente. Hay una red de protección que antes no existía, pero todavía está grabado en las mentes ese gen de supervivencia que se llama buscarse la vida. Quizás ese gen está más presente en tierras no siempre hospitalarias, como es la nuestra, tierra de emigración. Estudiar para irse. Es difícil saber por qué nuestros chicos estudian más que los otros, en todo caso se trata de un trabajo de magnitud, de toda la tribu. Puede que también, un poquito, de Mañueco, pero también de cada profesor y alumno, de cada familia, y hasta de cada bedel. La actuación de cualquiera puede ser determinante para encarrilar con cariño a un estudiante.

Quizás el mayor mérito de los políticos sería tomar las mínimas decisiones posibles, como el buen cirujano es el que opera solo cuando es estrictamente necesario. Y puede que ahora se esté tomando una de esas decisiones que conformarán el futuro de muchos niños que hoy todavía no han dejado el chupete. Desde hace un par de años se está incorporando la gratuidad a la educación para menores de 3 años, y el próximo curso entrarán ya con menos de un año. Hay un dato que no es casual: esta incorporación coincide justo con el descenso de matrícula de niños de más de tres años al sistema, por la caída de nacimientos. Es fácil entender por qué se ha abierto una carrera entre enseñanza concertada y pública para captar a esos pequeños. Una vez dentro de un centro hay muchas papeletas de seguir cursando los estudios en él, y ahora no sobran los alumnos, ni van a sobrar en el futuro. Los centros públicos se han ido incorporando más lentamente que los concertados a esta carrera. Esto no es nuevo, ya que los centros concertados ya antes habían tomado la delantera en servicios como actividades extraescolares y horarios ampliados.

Por supuesto, escolarizar a un niño de menos de tres años es solo una opción. En realidad, tampoco es obligatorio matricularlo hasta Primaria. España es, de hecho, uno de los cinco países de Unión Europea con mayor matriculación antes de la etapa obligatoria, con cuatro añitos el 97 por ciento está ya con su babi en la mesita. Esa ventaja inicial en algún momento se quiebra, y nuestro país retrocede, con esos pobres resultados de nivel y demasiado abandono escolar. Las estadísticas son caprichosas, y reparten luz y sombra a partes iguales. Por ejemplo, los niños que nos han dado ahora satisfacciones con Pisa, hace unos años formaban parte de otra estadística, la que situaba a Castilla y León como una de las comunidades por debajo de la media española en niños en escuelas infantiles (guarderías se decía por entonces). Entonces, ¿podríamos concluir que a esos niños les vino bien no ir a la escuela infantil, puesto que años después sacaron el primer puesto por autonomías en Pisa? Seguro que hubo más factores, de todo tipo.

Pero la primera matrícula es de verdad un hecho trascendente, ya que se extenderá como poco hasta los 13 o incluso hasta los 18 si el centro incluye Secundaria. Save the Children destaca el “efecto Mateo” en la educación infantil: cuanto más tienes, más recibes, y viceversa. Señala que las escuelas infantiles son mucho más beneficiosas cuanto más desfavorable es la situación de la familia, pero las cifras apuntan que en ellas la proporción de madres trabajadoras es casi de dos a una respecto a las que no trabajan. Y dentro de las trabajadoras las que mejor se adaptan a las reglas de una escuela infantil son aquellas con horarios fijos, vacaciones claras, posibilidad real de permanecer en casa o tener familia cerca para cuidar a sus hijos cuando caen enfermos, etcétera. Si crías sola a tu hijo y encima trabajas por horas, y eventual, y sin familia cerca, es mucho más difícil que te adaptes al centro, y hasta puede ser complicado rellenar papeles y cumplir requisitos.

¿Y dónde nos lleva todo esto? Pues a un riesgo cierto de separar a los niños por sus condiciones sociales, lo que significa separarnos más a todos. Una virtud de esta tierra es que la educación es de calidad en cualquier centro, público o concertado, urbano o rural (esos son todos públicos). Ese avance armónico es importante para que los próximos informes Pisa sean favorables, pero sobre todo para que la sociedad funcione.

Sí, es bueno que existan centros que ofrezcan educación gratuita en la primera etapa infantil de calidad. Y esa medida no debe eclipsar otras tanto o más necesarias y que hoy son inaccesibles para la mayoría, si no quiere perder el trabajo: bajas más largas, permisos por enfermedad de los niños o excedencias que permitan criar a tu propio hijo, si así lo deseas. Porque todos los que hemos pasado por ello hemos lamentado no poder ofrecer a nuestros hijos lo que sí tuvimos muchos de nosotros: la tranquilidad de saber que, si tenías fiebre, siempre habría alguien en casa que te cuidaría.

lunes, 8 de enero de 2024

Nueve en un ascensor

El otro día me quedé encerrada en un ascensor. Sola no estaba, éramos nueve y un carro de supermercado vacío, apenas quedaba hueco. Tras subir dos pisos se escuchó un ‘clic’ y se apagaron las luces del cuadro de mandos. Aquello ni subía, ni bajaba. Al principio permanecimos como si nada, quietos y callados, incrédulos de que la maquinaria fallara más que nosotros. Solo hacía medio minuto peleábamos a brazo partido entre villancicos y colas para comprar regalos de Reyes. Ahora estábamos encerrados, dándonos la espalda unos a otros, como niños que esperan que los mayores recojan los pedazos de un juguete roto. Al poco rato comenzamos a mirarnos de reojo. Ya no éramos solo ‘gente’: había una señora mayor, una pareja, dos chicas, la mujer del carro, un chaval joven con otra señora. “Hombre, pues aquí hay mucha seguridad, alguien nos verá”. “Al menos, si nos caemos son solo dos pisos”. “Prefiero no pensarlo”. “¿Y habrá suficiente oxígeno?” -pregunta una. “Si aguantan en una mina, no vamos a aguantar nosotros…” -replica otro. “Habrá que dar la alarma”. Se da. Nada. “Y los móviles no funcionan”. “Pues dale más rato a la alarma”. Otra vez nada. “Pues hasta que contesten”. Se oye una voz por el interfono, una voz muy lejana, como de niña pequeña. “¿Dígame?”. “Que el ascensor se ha parado entre la entreplanta y el primer piso”. “¿Está encerrado?”. “Que somos ocho, dile”, añaden desde el fondo sur. Silencio. Ahí nos quedamos, esperando. La señora del carro se disculpa por la falta de espacio: “Es que necesitaba el carro para cargar no sé qué…”. Al menos no hay bebés, ni nadie con claustrofobia. No estamos tan mal. Empiezo a pensar qué pasaría si nos cayéramos. O si tuviéramos que pasar aquí la noche, o salir por el techo uno a uno con una liana, como en las películas, con lo torpe que soy. Bueno, conformidad, tendría que ser así. Aquí estamos, las cuatro señoras, la pareja simpática, el chico bien dispuesto, la chica, la otra chica. Con las bolsas, con las listas de los regalos todavía por comprar. De pronto siento una gran relajación, porque las cosas que parecían tan importantes aquí no significan nada. Solo queda esperar. Algo así como cuando estás en la camilla de urgencias, lista para lo que venga.

Pensé en Poquita fe, la serie que más me ha hecho reír últimamente, en la que hay una escena parecida. Cuatro se quedan encerrados en un ascensor, y para aliviar la espera empiezan a cantar. Descubren entusiasmados que sus gustos y sus voces se ensamblan a la perfección. Cantan boleros con tanta entrega que, cuando por fin se abren las puertas, no quieren abandonar ese par de metros cuadrados que normalmente evitamos compartir con otros.

Sopeso un momento la posibilidad de cantar, para subir los ánimos, pero la desecho, porque resta oxígeno. De pronto el ascensor se mueve. Va hacia arriba, ¿adónde? Uno dice que dio al quinto, otro al tercero, otra no se acuerda. Para en seco. Tarda un poco, pero se abren las puertas. Salimos despacio y en silencio, con cuidado. La pareja dice que se va por las escaleras, y la mayoría asentimos. La señora del carro duda. Pero finalmente se queda: “es que tengo que recoger el paquete”. Nuestro lugar lo ocupan dos mamás con carritos de bebés. Se nos pasa por la cabeza si informarlas de los riesgos, pero no lo hacemos. No volverá a pasar. O puede que sí, alguna vez. La vida sigue. Además, no ha estado tan mal. Salgo contenta, como si llegar a planta y salir caminando fuera un regalo. Aunque a los dos minutos mis compañeros accidentales, y yo misma, nos disolvamos de nuevo en la multitud. Recupero, con muy pocas ganas, la lista de cosas por hacer. En el bolsillo noto que llevaba una mascarilla. A buenas horas.

 


lunes, 1 de enero de 2024

Dondequiera que vayas

Las cigüeñas celebran dos veces el Día del Año: cuando migran al sur y cuando migran al norte. Decir que vuelven a casa es una suposición, porque no sabemos si sienten que su hogar está en Castilla o bien en algún lugar de África. Dicen que ya solo las jóvenes siguen marchando al Sahel, solo por instinto, porque aquí ya no hace tanto frío, ni faltan vertederos para proveerse. Su cambio climático fue precursor del nuestro. Con todo, siguen abandonando el nido, aunque ya no se vayan tan lejos, ni esperen a San Blas para regresar. En Navidad, pese a las heladas, ya había alguna sobrevolando los campanarios de Segovia en busca de alquiler disponible. Las cigüeñas deben cambiar de calendario dos veces al año, y el termómetro les importa lo justo. La fuerza de la costumbre es más poderosa.

Para estrenar año, el resto esperamos a que se complete la estela de la traslación del planeta, que por ahora solo Superman ha logrado doblegar. Todos los humanos  estrenamos año a la vez, con 24 horas de diferencia. Estrenamos año bajo las balas, bajo las bombas, a 30 bajo cero en la tundra o en el desierto de calor y hambre del Chad. Empieza 2024. El año pasado quedó atrás, gastado y macilento; fue un puro desastre, aunque seguimos vivos. Siempre hubo problemas, aunque la nostalgia sea el cloroformo nacional. Demasiado sabemos que no hay otra cosa que el presente, y por puro pánico nos contamos historias de un pasado que, aunque difícil, ya ha sido superado. Desde hoy se abre un camino por recorrer, o un tramo más del ya emprendido. Si te has despertado de madrugada, como si tocara trabajar, el camino parece la pared del rocódromo de las Norias, es el K2, y tú vas descalzo. O el camino ni se ve, y tú estás en el islote del Palero, con el río crecido hasta donde se pierde el horizonte. Luego, tras el café, el cuerpo se despereza como el día, como pasó los cincuenta y tantos días de Año Nuevo que ya viviste, y andas sin más, por instinto, como las cigüeñas.

Con el desafío de todo un año por delante, en las casas se respira pereza y en las calles silencio. En Valladolid, en la Tierra de Campos, al año nuevo lo llaman, como los franceses, ‘el Día del Año’. El enigma a resolver es cuál de los 365 restantes de este 2024 será nuestro verdadero ‘día del año’, el que quedará apuntado en nuestro calendario personal. ¿Llegará en marzo, en septiembre? Puede ser un día extraordinario y feliz, o quizás uno en el que pierdes algo, o a alguien, muy querido. Y entonces prefieres que todos los días sean iguales, rutinarios a más no poder. No por cobardía, sino por prudencia: tampoco Robinson buscó el naufragio, aunque una vez en la isla se multiplicaran su arrojo y destrezas. Habrá gente, de todo hay, que empiece el año apostando fuerte. Yo también fui bruja de Nochevieja, me puse un lazo rojo y quemé la lista de errores del pasado para empezar el folio en blanco. Con el tiempo, te conviertes en el actor con vocación de secundario de El Viaje a ninguna parte, que no quiere que se le vea demasiado en ningún plano de la película, para no hacerse notar y que no dejen de contratarle.

Como para afrontar grandes gestas lo mejor es ir ligero de equipaje, conviene que la lista de propósitos para el nuevo año sea pequeña. Si no se consigue progresar adecuadamente en los próximos meses, queda septiembre, con su lista de propósitos para el nuevo curso. Como las cigüeñas, nosotros también tenemos cada año, al menos, dos oportunidades de volver a empezar. Lo demás es travesía. Karen Blixen citaba este viejo poema de amor inglés, que es como una bendición para el nuevo año: “Dondequiera que vayas, frescos vientos suavizarán el claro / los árboles se juntarán para sombrear el lugar donde te sientes”. Ella no olvidó África, pero estaba convencida de que somos capaces de crear un hogar y un mundo, en cualquier lugar y circunstancia.