Cae la noche y la niebla en Miguel Íscar. Los negocios del centro ya cerraron, pero están encendidas las luces de sus escaparates. Me cuesta comprender qué es lo que venden. Hay carteles con gente guapa y sonriente, y frases cariñosas tipo “Porque te lo mereces”, “Para ti y los tuyos”, “Cuéntanos tus sueños”... A lo mejor son bancos, gabinetes estéticos, agencias de viajes, compañías de telefonía o de seguros. Más que cosas, prometen estados de ánimo, pero no aclaran a qué precio. Los antiguos mostradores acabaron en el ‘punto limpio’. Ahora los locales parecen cuartos de estar, más exactamente el cuarto de estar de una casa modélica, impoluta y moderna, impersonal como un plató de serie de televisión. Sillones de diseño, mesas de abedul y lámparas con luces indirectas y suaves. Hasta me parece oler un aroma a café, que lo trae Juan Valdés directamente de su plantación en una bandeja.
Un día hice
una transacción de las que te permiten hablar cara a cara con un empleado,
agente o gestor bancario. Una gestión pobretona, pero no de las habituales, en
las que te mandan directamente al cajero con ese gesto displicente de “Pero
mujer de Dios, todavía no se ha enterado de que no estamos para esas minucias”.
Un hombre me llevó a una mesa alta y me invitó a sentarme en un taburete, como
si fuéramos a tomarnos un par de pintas en un pub irlandés. Allí no había
cerveza, pero tampoco papel alguno. El empleado se sacó una mini tableta de la
manga, como Robocop la pistola, y así terminó nuestro amistoso encuentro, tras
firmar sobre la minúscula pantalla con la yema de mi dedo. No hemos vuelto a
quedar.
A mí me
mosquea que los asesores financieros me inviten a tomar café. Me recorre una
sensación extraña, como si me fueran a tomar el pelo o robar la cartera
mientras diluyo el azucarillo. Parece que se esmeren en hacernos sentir “como
en casa”, cuando no puede haber nada más lejano de tu propia casa que sentarte en
una butaca para que te informen de los tipos de interés vigentes, eso sí, con
todo el cariño.
El “efecto
tresillo” ha hecho furor también en la hostelería, y en la hamburguesería puedes
sentarte en un sillón de orejas a comer pollo frito con kétchup. Y hasta en los
mítines políticos colocan a los ponentes en butacas, aunque luego estén medio
torcidos o los focos apunten al color de sus calcetines. Todo sea por dar un
tono familiar y cercano al asunto, que ya puede ser el transporte ferroviario o
la depuración de aguas.
Antes solo
había sillones en el dentista, y una tomaba las precauciones debidas para
tratar de permanecer el menor tiempo posible en esa incómoda situación,
sometida indefensa a sus maniobras. Luego llegó el sillón del psicólogo, en el
que tampoco es fácil relajarse, y el remate es la camilla del fisioterapeuta, en
la que ya nos dejamos hacer de todo. Se ve que el mobiliario cómodo suaviza el
impacto de la factura. Por el contrario, en el autobús urbano o en el pasillo
del centro de salud faltan hasta las sillas: ahí saben que aguantamos a pie
quieto.
Los abuelos
apenas tenían sillones. Sillas de madera y respaldos incómodos, sillas bajas para
coser y pelar patatas, a lo sumo un reclinatorio para rezar. Si estaban mal de
la espalda, un sillón de paja era lo mejor. Con la televisión llegó el tresillo
de eskay, duro y resistente, y así hasta los sillones ergonómicos de la
teletienda, para quedarse aborregado hasta el juicio final, porque ganas de
incorporarse, lo que se dice ganas, no sobran.
Si nacimos o
nos hicieron cansados es difícil saberlo, y tampoco es cuestión de
culpabilizarse por ello. Como decía Jardiel Poncela, para hacer una vida que
beneficie a la salud hay que tener una salud a prueba de bombas. Los vendedores,
que son unos linces, saben de nuestro cansancio y se han dedicado a esparcir
sofás y sillones por todos los negocios. Ahí, aletargados, nos pillan con las
guardias bajas. Negocie usted un convenio en un tresillo: está perdido del
todo.
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