jueves, 12 de marzo de 2015

La belleza de lo útil

Paseo por la Calle Real, convertida lentamente y a zancadas en los últimos tiempos en una calle demasiado real, resignado embudo que atraviesa el turisteo de camino al Alcázar. Los comercios que durante décadas fueron zapaterías, mercerías o camiserías, esta semana venden helados de churro y a la siguiente bufandas del Atleti, tanto da. Requisito imprescindible de lo fungible es el destrozo previo de lo poco que merezca la pena –zócalos, molduras, cualquier rastro del antiguo escaparate– para que el pladur encuentre acomodo. Eso, por lo visto, les hace confiar en que las ventas se multiplicarán, cosa que no ocurre, porque muy poquitos aguantan.

En ese espacio a la deriva que es la Calle Real asoman unos cuantos, ya muy pocos, de esos comercios que abrían sus puertas con el propósito de permanecer. Una forma eficiente de identificarlos es mirando al suelo: existiendo aparentes losetas adhesivas, ¿quién se gastaría en instalar pavimentos que duraran sesenta años, o más? Pues en los cincuenta sí lo hicieron los comerciantes de la calle Real, con los duros que iban ahorrando en esa España también en crisis, en la que la gente daba la vuelta a las chaquetas y remendaba los calcetines. Pese a la marabunta, todavía hoy queda un puñado de esos suelos en los que, con restos de piedra desechados, cobre para nivelar y pulidoras, manos artesanas conseguían cubrir de una forma perfecta, compacta e irrepetible el espacio deseado.

Ese terrazo continuo dibuja los nombres de la Óptica Moderna y de Germán Elías, la flor de Marta Serrano (la antigua "Isa"), o el fantástico y castigado suelo del antiguo cine Sirenas, en el que emergen dos auténticas mujeres con cola de pez, no esfinges. Perfectos trabajos de diseño, resistentes y bellos. "No hay más oposición a lo bello que lo feo, todas las cosas son o bellas o feas, y la utilidad siempre se encontrará en el lado de las cosas bellas", escribía Wilde, que dedicó un librito a poner en su sitio al artesano que, sin presunción y con maestría, ejecuta su tarea. Los que doblaron durante muchas jornadas las espaldas para ajustar estos maravillosos suelos ya no están. Algunos muestran la firma de los hermanos Blanco; en otros no consta la autoría. Seguramente fueron trabajos corales, en los que unos aportaban los diseños, otros la planificación, otros la mano diestra. Entre ellos, un obrero, Olegario, que vino del norte para trabajar en Segovia en el terrazo de la iglesia de San José. Aquí se casó y vivió hasta su muerte, eligiendo recortes de piedra rosa de Sepúlveda, combinándolos con pedazos de mármol azules, cremas, grises y marrones, encajándolos en el molde con separadores de latón, echando cemento para cubrir cada hueco y puliendo, puliendo con firmeza y suavidad hasta que entre sus manos aparecía el dibujo soñado.