domingo, 24 de marzo de 2013

Una calle sin nada en especial

Hay calles con pedigrí y otras que se dejan hacer, calles plastilina, calles tupperware, calles bolsa de plástico a la espera de contenido. Calles sin turista que las fotografíe, que se postran como un escenario de la madrugada a la noche a la espera de que alguien las pise. Calles vulgares, por las que una no sabe si va a pasar o ya pasó y, sin embargo, por las que pasa cada día, sin más. Entre todas las calles sin más de Valladolid hay una súper, el Paseo Zorrilla, exactamente 3,3 kilómetros sin personalidad aparente. Nace a los pies de la estatua del poeta del mismo nombre, y serpentea a lo largo de 364 números en su margen derecha, 221 por la izquierda, hasta desembocar en las que llaman “puertas de Valladolid”, dos vigas de colores clavadas en una rotonda al sur de la ciudad, en una zona que hasta hace pocos años era tierra de cultivo, pinares y campos de tiro, y hoy es área de adosados y de pista de pádel.

En el Paseo Zorrilla está escrita la historia que nadie se molestó en escribir de los últimos cien años de Valladolid. El trazado habla de un inicio brillante, con las puertas del Campo Grande en una acera y la portada rimbombante de la Academia de Caballería en la otra. A partir de ahí, empieza la sucesión de edificios que en su día fueron sustituidos por otros edificios, altos y más altos, blancos, grises y rojizos, sin más orden que las hileras de plátanos y el corte del cielo.

El Paseo Zorrilla es un container en el que entra todo, hasta la Plaza de Toros y el estadio de fútbol, aunque éste en los ochenta se lo llevaron a las afueras y en su lugar plantaran un Corte Inglés. Justo a sus puertas la vía ya no es tanto paseo y se vuelve más avenida y carretera, más coche y menos gente.

No teniendo nada prácticamente que recordar, la calle para un segoviano tiene un mérito extraordinario: unas aceras anchísimas, en las que cabe una Calle Real y media y todavía queda sitio para meter un par de terrazas. Por eso en el Paseo Zorrilla se vive a lo ancho, tomando como referencia la próxima calle que cruza. En un solo ancho del Paseo Zorrilla cabe un mundo, en un minuto la ciudad es la miseria que pide en una esquina y al minuto siguiente es una pandilla de adolescentes ruidosos, y un poco después una señora muy mayor con bastón, y detrás un comercial con zapatos puntiagudos y una corbata pistacho dentro de un traje demasiado grande.

Hay quien, por intentar abarcarlo a lo largo en vez de a lo ancho, desapareció tras ser engullido por el Paseo Zorrilla. A mí estuvo a punto de pasarme la primera vez que vine, ese día de la marmota en el que no paraba de pasar por el mismo banco, el mismo plátano, el mismo cajero automático y el mismo portal con suelos de mármol. Pero yendo a lo ancho ya no me pierdo. Reconozco a la gente que a las siete y media va a trabajar, la que a las 8,30 va a sellar a la oficina del paro, la que a las nueve menos cuarto lleva a los niños al colegio, la que a las nueve y media aguarda para comprar la primera barra de pan en el supermercado, la que a las diez lleva el petate con la colchoneta para el gimnasio. Gente que tiene un plan para cada día, planes pequeños que resisten a chaparrones y rachas de viento frío.

A las once, en esa calle huérfana y larga, aparece un rayo de sol y parece que la mañana se endereza y el ceño de peatones se afloja. Y pasa la mañana, y vuelve la gente a casa a comer, o a lo que sea, y sale de nuevo por la tarde a hacer un recado muy pequeñito, un recado de crisis, y a la altura de García Morato o del Matadero se encuentra con un vecino y habla un rato. Y por la noche se recoge en sus casas, y en la noche profunda, salvo que pase el camión de la basura, una pareja de patinadores o un tipo demasiado raro, que no se sabe si trasnocha o si madruga, el Paseo Zorrilla no es más que una calle anodina y oscura, sin más, que un coche rápido se ventila en siete minutos.