viernes, 28 de diciembre de 2012

Historias de pobres

Hace ya bastantes años compré una edición barata de una biografía de Charles Dickens en el Simago de la calle Santiago, hoy desaparecido. Tenían como táctica de venta colocar dos o tres cajones en medio de los pasillos con libros o cedés de grandes éxitos, y así, un poco a lo tonto, te llevabas a casa el detergente, el kilo de pechugas de pollo, los grandes éxitos de la Motown y, por ejemplo, la biografía de alguien como Dickens. Una lectura que me interesó bastante, no por el extraordinario fruto de su obra, ni por su talento y capacidad de trabajo, sino, sobre todo, por sus debilidades. Me interesaron sus amores románticos, insensatos y no felices, su escasa visión de negocio y su nula capacidad de ahorro, su necesidad casi enfermiza de recibir el halago y el reconocimiento público; en definitiva, su insatisfacción y su desorden, profesional y afectivo.

En este año 2012, bicentenario de su nacimiento, se han escrito decenas de artículos sobre él, y reeditado muchas de sus obras. Hace algunos meses me compré una recopilación de sus artículos periodísticos de juventud, una obra menor con la que aprendí otras dos buenas cosas de Dickens: primero, su método de trabajo, que no era otro que patearse a conciencia la ciudad, y segundo, que los genios también necesitan aprender, puesto que el Dickens joven escribía bastante peor que el Dickens viejo. Era un reformista, quería una sociedad más justa, e intentó procurarla con sus escritos, expresándose claramente en contra, por ejemplo, de la pena de muerte, en sus tiempos totalmente aceptada. Pero estaba en las antípodas del periodista “moralista” que hoy tanto abunda; lo último que el amigo Charles se hubiera permitido era sermonear y aburrir a sus lectores. Quería que le amasen, no que le temiesen, y además poseía una herramienta mucho más poderosa que montar bronca para promover el cambio: mostrar lo que pasaba en la calle.

Ahora que sentimos que el reloj de la historia nos ha dado una patada hacia atrás, hay quien cree encontrar el retrato de nuestro ánimo desahuciado en los escritos de Dickens, en esos niños de orfanato castigados por la fatalidad una y otra vez, obligados a trabajar desde pequeños en insalubres talleres de esa sociedad industrial en la que, a golpe de injusticia, terminó por cuajar el movimiento obrero y un mundo más sensato. Sí, Dickens retrató a muchos pobres, tantos que a veces da la impresión de que la vida de los ricos no le interesaba en absoluto ¿qué podían aportar sus almidonadas existencias, sometidas a la losa de la conservación de sus patrimonios? Sus protagonistas en general eran pobres, pobres buenos y pobres no tan buenos, a veces directamente crueles, mezquinos y despreciables, pero siempre humanos, deseosos de entregarse a la dicha de vivir. Y en eso, en la apuesta decidida de Dickens por existir, a su confianza plena en que la vida es cien, mil, un millón de veces mejor que cualquier otra posibilidad, creo que el relato que nos estamos contando unos a otros sobre la crisis no llega ni a la suela del zapato del escritor inglés.

Los Craticht de “Cuento de Navidad” eran buenos, pero no porque fueran pobres, porque también lo eran de solemnidad los compañeros de Oliver Twist y eran unos cafres de tomo y lomo. Los Craticht hubieran seguido siendo buenos y mucho más felices si no hubieran tenido que pasar hambre y frío y hubieran tenido dinero suficiente para que Tiny Tim sanara, estoy tan segura de ello como de que mienten esos que dicen “admiro a esos pobres del mundo que nada tienen, qué felices son”, sólo para justificar la injusticia. Esa es para mí la actualidad de Dickens, no que retrate la miseria con mano maestra, si no que muestre al ser humano tal cual es, en su rotunda igualdad. A los pobres no les gusta su pobreza ni su pobreza les hace mejores, y eso debería escribirse en letras de molde como una principal enseñanza de la crisis: la pobreza no es una identidad, sino sólo un estado. Los pobres ni son héroes –porque entonces no necesitan mejorar su situación– ni tampoco son, como decía Mr. Scrooge, chusma –porque entonces no merecen mejorar su situación–. Este es un país de pobres, de gente llena de aristas, gente que yerra, actúa con inconsecuencia y a veces malgasta sus pequeños recursos, pero gente viva, al fin y al cabo.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

De la torre a la trinchera

Este verano, la diputación de Valladolid preparó 300 lotes con el mobiliario de las antiguas cortes de Fuensaldaña. Desde que en 2007 se trasladara la sede a la capital, butacas, mesas, aparadores y lámparas permanecían en el castillo, acumulando polvo. Poco a poco fueron desperdigándose los lotes por los municipios que lo solicitaron, una simbólica devolución a la provincia que en 1983 cedió el uso de la fortaleza como primera sede del parlamento regional. Desde hace pocos días es posible visitar Fuensaldaña. Vi en los periódicos cómo habían transformado la antigua garita de los bedeles en recepción turística, y también una foto de la antigua cafetería, convertida en sala de exposiciones. Eché a faltar la barra en forma de rosquilla, que obligaba a los parlamentarios de diferentes fracciones a saludarse, o en su caso a ignorarse, pero al menos a cruzar la mirada mientras removían el azúcar o se comían un pincho de tortilla.

Los políticos abandonaron aquella cafetería, sin ventanas ni ventilación, sin mesas para comer, reducida e indiscreta. El parlamento regional se trasladó a su nueva sede, tan grande que, comparado con la altura de sus techos, un procurador no megalómano se siente poco más que un comino. ¿Qué interpelación está a la altura de tan magnífica arquitectura? La cafetería actual sigue las líneas diáfanas y modernas del resto del edificio, con un frente ocupado por una barra color haya y un buen número de mesas cuadradas; se da un aire a un comedor universitario refinado, en el que los tercios de cerveza hubieran sido sustituidos por botellas de vino con denominación.

Las nuevas Cortes se convierten así en materia para una parábola de la crisis; si pudieran, seguramente hoy las reducirían a la tercera parte o las devolverían directamente a Fuensaldaña. Pero no les queda otra que pasar de la torre de marfil a la trinchera, portentosa, pero trinchera al fin, caminando en plan egipcio salvo cuando toca estallar en fuegos artificiales en plena rueda de prensa, temiendo que les pregunten algo, en lugar de tener pánico a lo que ellos mismos dictan y cuentan.

Se esfuerzan por mantener el debate entre contrincantes, pero saben que odiar al político es el deporte nacional. Una competición de tal calibre que es difícil ganarla, porque siempre hay alguien que le desprecia más: el vecino de arriba, la que te vende el periódico, el chaval de los cascos, incluso el superaccionista de compañías que cotizan en el Ibex. Yo podría odiarles también, y aquí, en Valladolid, en primera línea, porque para los de las provincias “Valladolid” es eso, un conjunto disjunto de políticos haciendo la pascua, igual que Madrid o Bruselas para el profano son un brazo armado y no son ciudades en las que vive gente que se enfrenta al lunes con la misma incertidumbre que al viernes, y a la viceversa. Para los de Valladolid, sin embargo, esa “Valladolid” apenas existe. Vale, un día vieron pasar a un político con su séquito de guardianes y periodistas, pero ni siquiera sabrían decir cuál era su nombre.

Los políticos, en tiempos de mudanza, pasan de puntillas. Los que mandan apenas se dejan ver y toman café Nespresso en un despacho con vistas a sí mismos, mientras en la cafetería de abajo los funcionarios maldicen su perra suerte. Los que llevan 25 años en la oposición, tampoco pueden sentirse felices. Para unos y otros, en tiempos de crisis la consigna es que se muestren ejemplares, y la ejemplaridad parece que es, mientras se pueda, no aparecer, no estar, no decir… la ejemplaridad es la nada. Y si es posible, que el de enfrente sea la nada menos uno.

En la tierra de las bodegas con spa, para los políticos no habrá vinos de navidad como no hubo vacaciones de verano, más allá del paseo en bici y el bocata de tortilla en la chopera del pueblo, por aquello del qué dirán. A mí no me importaría invitarles a una ronda de sidra el Gaitero; alguna barra con forma de rosquilla encontraremos. Les invitaría por su bien, y también por el nuestro, porque si no se comparte barra de bar con otra gente de la que no conoces el nombre, ni se va en autobús, ni se hace cola en el médico o en el súper ¿qué sabes de los problemas de los otros? Eso sí, antes de venir y dado que pago yo, que hagan limpieza general.

jueves, 6 de septiembre de 2012

El cantante melódico

“¿Quién pecó más, Judas o San Pedro?”, nos preguntaba el párroco. Nosotros, niños de siete años, respondíamos a gritos: “¡Judas, Judas!”. Y él contestaba que no, que el más pecador era San Pedro, “porque pecó tres veces”. Esa respuesta nos dejaba con la boca abierta y, la verdad, no le creíamos. ¿Cómo iba a ser más pecador Pedro, por dejarse llevar de su comprensible cobardía? Todavía hoy sigo dando vueltas a este asunto. Con los años comprendo mejor el valor –el pecado o la virtud– de la repetición. Atonta el brillo de lo casual, pero lo que da vida es la artesanía, la rutina, hacer un trabajo una y otra vez.

Por eso, si Alfonso Pahino hubiera sido solo el único vallisoletano que ganara un festival de Benidorm, sería un artista anecdótico. Uno de los 39 que ganó el certamen, prestigioso en los sesenta y setenta, en el que Julio Iglesias sentenció, tal vez por su juventud, que la vida siempre seguiría igual. Muchos de los nombres de los ganadores ya no dicen nada: no actúan, han fallecido, se diluyeron en el anonimato. Pero Pahino no. Con pequeños intervalos, no más de tres o cuatro años, ha seguido publicando discos; incluso ahora, cuando prácticamente la venta de música es testimonial, él se ha adaptado y ofrece su material en la web. En ella aparecen sus fotos de joven, un chico guapo con melena castaña clara –en sus inicios le llamaban el “rubio” –, con pantalones campana y camisas ajustadas. Con el impulso de Benidorm, escaló puestos en las listas de top fans de la época, que encabezaban Camilo, Bosé, Lorenzo o Bau. En una página de ¿Superpop?, en la sección “Cuéntanos tu vida”, Alfonso se definía como “un chico solitario; aunque tengo muchísimos amigos, me gusta a veces pasear solo. El primer instrumento que aprendí a tocar fue la armónica”. Se nos presentaba así como el típico héroe romántico dispuesto a enamorar, repartiendo su chorro de voz sobre títulos tales como “La llama del amor”, “Un amor en tu vida”, “Te quiero todavía” o “Déjame soñar contigo”.

La llegada de los cantautores con sus guitarras y compromiso social fueron relegando a Alfonso, como a otros cantantes melódicos, como se les definía. Siendo él mismo compositor, sólo aparece en una de las portadas de sus discos junto a una guitarra; a lo largo de los años, y hasta hoy mismo, que ronda los sesenta, es fiel a su imagen de galán, un galán correcto y simpático.  Durante algún tiempo estuvo en “América”, en el circuito de salas de fiesta que arranca en Miami y recorre varias capitales latinas, en donde le presentaban como “La voz de la fantasía”. También hizo algunas giras con cantantes de su generación, recuperando clásicos de los sesenta y setenta.

Pero lo que verdaderamente admiro de este hombre, que ha conocido el aplauso de tantas personas; que ganó un festival importante y contó con el apoyo de un tipo tan listo como Ramón Arcusa, el cerebro del Dúo Dinámico; un hombre que siendo muy joven tocó el cielo de su profesión y probablemente soñó que aún llegaría más alto, es que salga al escenario todas las semanas del año. En verano acude a galas en pueblos y barrios, y cada viernes de los largos meses fríos pucelanos, abre la medianoche en una discoteca con su “Yo soy gitano”, el que cantó en Aplauso, pero también con las versiones que el público del día requiera. Porque no es uno de esos artistas que dicen trabajar para sí mismos y arrean una zapatiesta al que se les acerca; abiertamente, quiere agradar. Y si le entrevista uno de prácticas en la tele local que se cree que el primer poema de amor lo escribieron Andy y Lucas, no tendrá inconveniente en explicarle con humildad cómo se llama y cuándo comenzó, cantará cuando le diga el cámara y contará una anécdota si se lo piden. Y encima lo hará bien, sin incomodar a nadie.

Hace unas noches le oí cantar junto al río, en una fiesta privada organizada en la terraza del Museo de la Ciencia. Él solo en un escenario pelado, vestido con pantalón oscuro y camisa clara, plantados bien los pies para proyectar la voz, repartiendo versiones de los Amaya, Bruno Lomas, Alaska o Amaral. Con el “abanibí aboebé” se desata el personal. Le gritan: “Fenómeno, que eres un fenómeno”.


   

viernes, 20 de julio de 2012

Cristóbal y la muerte

El cerco se va aproximando y Cristóbal, el duende de las gafas verdes, se me aparece en sueños, en la rueda de prensa después del Consejo de Ministros. Pronuncia mi nombre, el de la ciudadana treinta y tantos millones, y me radiografía con preguntas implacables: “¿Cómo ha contribuido usted al estado del bienestar? Ciudadana 33 millones y pico, ¿de verdad se cree que su trabajo sirve para algo? Convendrá conmigo en que su existencia es bastante absurda y que no se merece ni los adoquines que pisa, ¿verdad, señora? Y encima, querrá usted jubilarse a los 65 y vivir hasta los noventa…”. Esta metafísica del mal rollo me inunda, me quedo sin palabras y firmo unos papeles, bastante parecidos al borrador de Hacienda, que Montoro suma a una pila de ellos y mete con descuido en una bolsa arrugada del Mercadona.

Ahora que he renunciado a todo, ya no puedo caer más bajo ni temer nuevos recortes, y me siento aliviada. Camino por Valladolid a las cinco de una tarde de verano, no sé si dormida o despierta, pero reconfortada por el sol que achicharra mi espalda. Hago una visita al Museo de Escultura, únicamente para ver un libro, una de las primeras ediciones de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, que cede por unas semanas la Biblioteca Nacional.  “Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando… cómo, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Manrique, noble palentino, seguramente deprimido y angustiado, como nosotros, busca su sentido en la promesa de la vida eterna y en la huella de una fama bien cimentada a espadazos atormentado a los “moros” y enemigos en general. Cinco siglos después, sus respuestas al sentido de la vida no importan tanto como sus preguntas y la belleza de sus sextillas, y no me siento su vasalla, sino su hermana.

Al lado del libro emerge “La Muerte”, una talla de 1522 que dicen que encargó un deán de Zamora, no sé si para meter miedo o por puro entretenimiento, porque el esqueleto está en plena descomposición, con gusanos incluidos. “¿Era esto lo que temías?”, parece decirte, con su mirada hueca.

Y están tan cerca sus tuétanos y la tarde es tan callada que pienso que el miedo es más grande, desmesuradamente grande, mucho más grande que, incluso, la muerte y el juicio final que anuncia su trompeta, y mucho más hondo que el llanto de Jorge Manrique. Y es tan grande y difuso que ya no sé si es un dirigible, un satélite o un globo de Bob Esponja. Y si es tan grande es porque aquí, pese a todo, nadie tiene previsto morirse mañana, porque si no habríamos sacado los ahorrillos de Bankia y los habríamos quemado en una barbacoa o en mil compras compulsivas. Nos encanta esta maltrecha vida y, pese a los sobresaltos, tenemos previsto vivir todo lo que podamos, hasta los cien años o hasta la semana que viene; queremos que los médicos alivien nuestros padecimientos y los maestros nos enseñen cosas, y deseamos seguir comiendo manzanas y bocadillos, canturrear, leer libros y visitar exposiciones. Porque si hace cinco siglos nuestros antepasados superaron la peste negra, no sé con qué pestes pueden hoy acojonarnos.

domingo, 24 de junio de 2012

Preguntas para un tuno

Devorando como de costumbre la sección de avisos de un periódico, el pulsómetro de la vida normal de la ciudad, me topé con una exposición sobre los XXV años de la tuna de Derecho de la Universidad de Valladolid. Hacía pocas semanas, durante las fiestas locales, la tuna había sido protagonista involuntaria porque coincidió su recital en la Plaza Mayor con una protesta de los del 15-M. Un enfrentamiento de libro, de tigres contra leones, de estereotipos de conservadurismo contra estereotipos de progresismo, que ocupó mucho espacio en este debate tantas veces absurdo que amodorra los medios de comunicación.

Fui a la exposición a echar un vistazo y, de paso, abordar a algún tuno de guardia con mis tres preguntas: ¿son los tunos malos estudiantes repetidores? ¿son los tunos mujeriegos? y, especialmente, ¿son los tunos de derechas? Como no había nadie no pude hacerlas, así que tuve tiempo de recorrer con detenimiento las salas. Leí los carteles donde narraban la historia del tunerío, sus orígenes con ecos de juglares, goliardos y caballeros andantes. Me entretuve viendo un power point con fotografías de estos veinticinco años de la tuna “imperial, leguleyo y trasegadora”, como se define. Decenas de imágenes de esos jóvenes con calzas, becas y capas, visitantes imposibles frente al Taj Mahal, Disneylandia, Fátima, el Lago Ness o el Machu Pichu, abrazando armados de bandurria a los boinas azules del Líbano, a Carmen Sevilla, Marianico el Corto, El Cigala o Ramoncín.

¿Hacían algo malo esos chicos? ¿Se merecían acaso la sentencia aquella de “tuno bueno, tuno muerto”? Más bien parecía una inocente manera de recorrer el mundo, “una digna actividad si no se convierte en oficio ni la corrompe la avaricia”, como en uno de los carteles rezaba.

Pero mis preguntas seguían sin respuesta, así que mandé un email a la tuna pucelana, que tardaron un poquillo en contestar, porque la gente desconfía mucho de los periodistas, cosa normal. Pasados unos días recibí una respuesta de “Andreíta Janeiro” que no era un virus, sino el nombre del correo del tuno portavoz. Así, puedo afirmar con datos que: entre los tunos hay grandes estudiantes y también repetidores (salvo que el ministro Wert los expulse); que hay tunos de izquierdas y tunos de derechas, así como del Madrid y del Barça, y que más que mujeriegos, que eso a veces no les sale, “ser galantes y románticos es parte de nuestra esencia”. No niegan que cada vez es más difícil que entren nuevas generaciones de tunos, aunque también es cierto que las únicas asociaciones que en estos tiempos crecen son tuenti y twitter, por lo que no es atribuible únicamente al anacronismo de que vistan con bombachos.

Los tunos, que son un fenómeno colectivo y sin delanteros centro, invitan cada año a cualquier universitario a unirse a su panda, porque “no hace falta que sepas tocar un instrumento o cantar, nosotros te enseñamos y prestamos un instrumento”. Quieren recuperar la estela de los grandes tiempos de la tuna de Derecho, cuando el basurrilla, el calostrillo, el mortadela, el gominolo, el panoli, el yogurín y el mondroño rondaban a las mozas con ese cancionero, recopilado por el mortadelo, que repaso y descubro que yo, fan juvenil de Siniestro Total, conozco bastante bien. ¿Cuándo aprendí sin saberlo el repertorio de la tuna? ¿Soy por ello de derechas, repetidora, hombreriega o machirula? Me quedo pensando en los tunos y las mutaciones genéticas, mientras leo los mensajes de las cintas de la capa que muestran en la exposición: “la vallisoletana de tu corazón”; “para el tuno con más clase”; “un libro se abre con interés y se cierra con provecho; tú lo has hecho”; “del Mester de Juglaría”; “si un médico se equivoca lo mejor es echar tierra al asunto”; “un canto a Galicia”… Y la definitiva: “Me encantas”.







jueves, 7 de junio de 2012

En proceso de restauración

Como al segoviano que saludas si le ves en otra provincia y le ignoras cuando te encuentras con él en Fernández Ladreda, llamé para interesarme por la salud de la Fuencisla, que desde marzo está aquí cerca, en un sanatorio de arte que está en Simancas. A Valladolid sólo vienen los segovianos por obligación –médicos, Junta, trabajo– y, de alguna forma, su patrona ha sido una más. Sus 77 centímetros de madera necesitan cuidados, por el torpe robo de principios de año y también por el paso de tiempo. Aunque no soy cofrade y me siento intrusa y no sé si proscrita en los templos (aunque la parábola del Hijo Pródigo es tan hermosa que me salva), siento alivio al saber que ya no tendrá que soportar los tornillos con los que sujetaban la corona. También me gustaría que, como a la Mona Lisa bis del Prado, la restauración le birlara la pátina de niebla y años y reluciera tal como fue concebida, con su sencilla túnica azul y con su pequeño desnudito bien agarrado a la cadera.

En domingo, el día en el que de niña mis padres me llevaban de visita al santuario, me acerqué a Simancas. Me costó encontrar la dirección, Calle Carretera 2. Bautizo conciso para la vieja carretera, que quedó en desuso cuando se hizo la autovía y que ahora está al servicio de los paseantes locales y de los matojos. A vuelta de una curva, empinado sobre la ladera, estaba el edificio, rodeado de verjas y con un par de banderas por todo adorno. La vigilancia es permanente, porque ya hace tiempo que la mayoría teme más ser delincuente que sacrílego, y aquí se restauran muchas piezas que algunos coleccionistas comprarían sin escrúpulos.

No sé si la Fuencisla se habrá dado cuenta de que enfrente de su celda están las ventanas de arco de la antigua escuela de Simancas, en la que tantos mayos niños le cantaron aquello de “con flores a porfía”. O de que a pocos metros parte la tierra el Duero, grande y bravo, explicando sin palabras que la vida siempre sigue. Yo la llevaría a ver esas cosas, a coger tréboles y sortear ortigas; pero no me dejan, porque está en tratamiento. Pregunto a dos de sus cuidadoras y me cuentan que todo va bien, que para final de verano regresará a su sitio. Que es cuestión de unas cuantas radiografías, láseres, espectroscopias, colorimetrías, rayos x o así, para que la patología sea identificada y perfectamente tratada. “Y además, es como una madonna pequeña y proporcionada, es preciosa”, comenta una de las restauradoras, y ese apunte cariñoso me deja más tranquila.

La Virgen volverá en septiembre, y los segovianos, si los ladrones y los estúpidos nos dejan, llegaremos también a septiembre. Ojalá también pudieran restaurarnos a todos, por dentro y por fuera, y salir a la calle tal y como nos concibieron, pecadores y con miedos, pero también con la confianza de que, a pesar de todo, las cosas mejorarán.


Nota: La imagen de la foto no es la Fuencisla, pertenece al stand del Centro de Restauración de Bienes Culturales que se mostraba en la reciente Feria ARPA. Pero sirve de referencia ¿no?

martes, 24 de abril de 2012

La sociedad castellana de excursiones

Una primavera, a poco de vivir en Valladolid, me encontré en las estanterías de la biblioteca de la Junta (aquí dicen la biblioteca “grande” para diferenciarla de las que se reparten en los centros cívicos del ayuntamiento) unos libros gordos e interesantes. En el lomo, con letras doradas sobre cubiertas granates, ponía “boletín de la sociedad castellana de excursiones”. Yo me adentré en las páginas no por incrementar mi cultura, sino por saldar esa cuenta pendiente que tengo desde la adolescencia de encontrar un club adecuado a mi personalidad. Un club que no tuviera por actividad principal ni el deporte, ni bailar merengues o jotas, ni la creencia desprovista de contradicciones, ni empinar el porrón o el botellón, ni la adoración gastronómica. Una sociedad castellana de excursionistas parecía algo bastante equilibrado para una persona genéticamente cansada como yo.

Estos señores, sin ser de la Junta (ni podían imaginarlo, porque su primera excursión fue a Palencia en marzo de 1903 y se disolvieron antes de los años veinte), se propusieron “fomentar el conocimiento de la región que comprende los antiguos reinos de Castilla y León”. Iban en coche, a pie o en borrico, si era a Zaratán, y, en general, procuraban que las excursiones fueran de sólo un día “para poder volver con toda comodidad al punto de residencia”. Entre los socios estaba el abogado Narciso Alonso Cortés, erudito y de los primeros que fue en velocípedo por la ciudad; José Martí y Monsó, un valenciano que era profesor de dibujo en la escuela de bellas artes; Juan Agapito y Revilla, un historiador que decía que “más vale una buena excursión que cien bibliotecas”; Pedro Carreño, que estuvo en la Guerra de Cuba, y escribía artículos, poesías y crónicas de toros; periodistas, horticultores, arqueólogos... vinculados al círculo de Santiago Alba, reformista liberal.

Como no vivían de esto y como todavía no se había encorsetado la literatura viajera nacional a base de guías y guías autocopiadas, estos pucelanos iban a Portillo, a Burgos, a Aguilar de Campoo o a Madrigal y contaban, puramente, lo que veían. Tan libres eran que no les importaba reconocer que la catedral de Valladolid, comparada con el resto, “disuena”, porque por entonces no les hubieran lapidado cazurros incapaces de diferenciar las cosas y los hechos de los afectos patrióticos.

Varias veces estuvieron los excursionistas vallisoletanos por Segovia; de la excursión del 25 y 26 de agosto de 1909 hizo reseña El Adelantado de Segovia y el Diario de Avisos, que por entonces también se publicaba en la provincia. Almorzaron en el Hotel Comercio, en la calle Reoyo (Isabel la Católica), se acercaron a San Esteban, para comprobar que por entonces estaba derruida su famosísima torre, y a las 13,20 cogieron un carruaje que les dejó en La Granja a las 14,35. Mientras el socio Francisco Sabadell se ocupaba de comparar la arquitectura y los jardines del Real Sitio con los de Versalles –y también de felicitar al obispo segoviano, por prohibir que la gente no escupiera en los templos, cosa que en el Valladolid de la época debía ser común–, Martí y Monsó se centraba en plasmar el ambiente granjeño: “¡Si vieras qué mujerío! Había chicas muy guapas, señoras muy gordas… Los demás tomábamos alguna cosa, porque es muy esencial estar siempre tomando algo”.

Con excelente formación y siendo buenos lectores de la literatura sobre España firmada por viajeros europeos,  los excursionistas llenaron cientos de páginas de los boletines con multitud de datos precisos, pero mi vista picotea en los irrelevantes. Como en esa excursión, en junio de 1914, a Peñalara, tras dormir en la Posada del Reino de San Ildefonso, “en cama limpia y confortable”, por una peseta. Y sobre todo en esta comitiva que sin botas de goretex almorzaba a unos metros de la cumbre un piscolabis regado con una botella de champán: “¡Qué bárbaro! Porque, señores, no es que el champagne cueste caro; es que, además, pesa 2 kilos una botella”, decía Carreño.

Me gusta leer a estos paisanos autonómicos tan civilizados, voluntariosos y vitalistas, tan capaces de ver y contar lo que sus ojos veían. Yo también hubiera querido ser excursionista en aquellos años, cuando en torno a un viaje de un día se era capaz de escribir veinte folios interesantes, y no ahora, que te marchas a Singapur y sólo te da para llenar 140 caracteres.







domingo, 25 de marzo de 2012

Ir de escaparates

Cierran tiendas en Valladolid, como en todas partes. Tiendas casi nuevas de las que ni siquiera hemos aprendido el nombre, que ofrecían cosas que de pronto no necesitábamos tanto o no nos gustaban como las de la tienda de al lado. Cientos de tiendas que abren y cierran, que en invierno venden alfombras y en verano bikinis, y a veces nada de nada, sólo carteles de “se alquila” con teléfonos con números muy gordos. Resisten las más modestas, los establecimientos de siempre que venden cosas elementales en locales no demasiado modernos, pero que son propiedad de sus tenderos o tienen un alquiler asequible, y no indecente, porque a mí lo verdaderamente indecente no es la portada de El Jueves, sino que la renta de un local sea más alta que el sueldo de todos sus empleados juntos.

Entre el chaparrón de escaparates empapelados y en oferta, encuentro a un paso de la Plaza de España una tienda que se va el 31 de marzo. Es una boutique al gusto de los setenta, con carpintería lacada en blanco, espejos, moqueta y puertas con pomos dorados. Segovia también las tuvo: fueron las primeras que dieron sentido a “ir a ver escaparates”, a deslizarnos por ese sendero de lo que te gustaría comprar y no sólo lo que necesitarías comprar. De su mano las mujeres pasaron de hacerse un traje en la modista a comprarse dos de ropa ya confeccionada, que esperaba, toda para ti, colgada por colores en sus barras.

Con el tiempo y el abaratamiento de la ropa, casi todas esas “butís”, como todavía se oye por ahí, se especializaron en lo único que les dejaba algo de margen, las “ocasiones especiales”, o sea, novias, madrinas y ceremonias en general. Así debía sobrevivir esta tienda de la calle López Gómez, que estos días expone en oferta los restos de su pasado. Conjuntos de corpiño y falda; vestidos de boda y de fiesta; limosneras de comunión; zapatos de salón; guantes bordados y manguitos; velos, casquetes, tocados y coronas; ramos de novia de tela; ligas, juegos de pinchos y agujones para el pelo… Todo se liquida, incluso una chica maniquí, de las de antes, morenísima y con mechas rubias, que se vende por 70 euros. Observando tules, tafetanes, puntillas, sedas y rasos me acuerdo de la señorita Julie, la de “Vacaciones en el mar”, y de las historias con final feliz del “Love boat”, que por cierto en su mismo vestíbulo tenía su propia boutique, para que las pasajeras se marearan en cubierta con el conveniente glamour.

Ay, me pregunto cuándo dejó de parecernos importante tener en nuestro guardarropía unos guantes largos de raso y un vestido de cóctel, cuándo comenzamos a desconfiar de las canciones de José Luis Perales y de los cojines con dos alianzas entrelazadas. Cuándo concluimos que todo aquello era hortera y apostamos por el nuevo hábito “zaratotal”, mayormente en camel, negro y gris, muy elegante, pero hábito al fin y al cabo.

Volviendo a casa, por una ventana entreabierta veo a una señora muy mayor recogiendo su pequeñísima cocina. En las puertas de los armarios de formica hay pegados un montón de lacitos brillantes, de esos que en las tiendas ponen para adornar los paquetes de regalo. Esta señora, que no lee revistas de moda ni suplementos semanales, sabe lo que le gusta. Porque los lazos no son modernos, pero sí bonitos.


martes, 20 de marzo de 2012

Cómodo en casa extraña

Antes que al cabo y al golfo, siempre he preferido a la península, ese accidente geográfico que define a una tierra rodeada de mar por todas partes, menos por una. La península ibérica, contemplada desde un sputnik, es una; a vista de urraca, en el Pisuerga hay también unas cuantas, estos días a flote por la falta de lluvias. La península es una isla con problemas de identidad, es el quiero y no puedo, o el puedo y no quiero, de la insularidad. Es la necesidad de estar acompañado y el orgullo del aislamiento, para definirse a la contra, para sentirse diferente respecto a ese siamés, gigante y pesado, que no tiene otra que ser eso, tierra continental. La península es también una manera de ir por la vida, porque todos hacemos eso de alejarnos para intentar saber quién somos, pero tampoco nos hacemos eremitas, porque en lo íntimo y silenciado de nuestro ser sabemos que vivir con nosotros mismos, sin istmo de por medio, sería un verdadero peñazo.

En las ciudades también hay penínsulas, trozos adosados de forma incomprensible a la barriada a la que pertenecen, en plan jardín botánico del urbanismo. Eso en Valladolid pasa por triplicado, porque por sus calles el señor monopoly esparció edificios con un aspersor, y junto al templo más bello asoma siempre un cajón de diez plantas construido en los años setenta. En esa especie de ensalada de hormigón brilla como un grano de granada la Casa de la India, que en vez de a la ribera del Ganges medita sobre el mundo pobre y los pobres ricos frente a la estación de autobuses. Es un edificio muy bonito, acondicionado sobre un chalé de ladrillo granate que hasta mediados del siglo XX fue hogar de una familia vallisoletana adinerada, y tras años de abandono, en 2006 renació en fundación de la cultura hindú.

Si la casa hubiera estado junto a otros trece edificios igualmente bellos, la zona del Puente Colgante, en lugar de quedar definida por el tráfico y la gente apresurada que va y viene a las estaciones –y todo lo que consume la gente apresurada, supermercados, gasolineras, todocienes, bingos, sex shop, bares y kebabs– sería un conjunto histórico-artístico, con sus cafés de franquicia, tiendas de recuerdos y asadores típicos. Pero no, la Casa de la India está pegada a un bloque de viviendas alto y anodino, rodeado de otras decenas de bloques altos y anodinos. Por eso este edificio contracorriente está muy bien puesto en medio de ninguna parte, en la ciudad pura y dura que de no ser por la casualidad sólo embellecerían las ofertas del Domino’s Pizza.

En el patio interior, el sol de Valladolid madruga justo por detrás de los talleres de RENFE, y lanza sus primeros rayos sobre un trozo de la fachada de un haveli, una mansión típica hindú, y la escultura de Kali, una diosa tan humana que es capaz de todo lo bueno y de todo lo malo. Junto a la puerta de entrada, en el espacio que no hace tanto ocuparan tomateras, cebollas y zinnias, recibe y despide un busto de Tagore, enfrascado en su tarea, quizás sorprendido de su puntería al escribir aquello de “tú me has hecho sitio en casas que me eran extrañas”.


jueves, 8 de marzo de 2012

Colón el insatisfecho

A ese señor salvo teoría en contra genovés, navegante y visionario, corpulento y dolorido por la artritis, le llegó la muerte en Valladolid. Los cuatro viajes de Colón a esa tierra que ni siquiera comprendió que era otra distinta de Asia, no le debieron parecer muy largos comparados con su peregrinar de poderoso en poderoso, de rey en rey, hasta conseguir que le financiaran sus travesías. Hoy leo que una historiadora sugiere que Cristóbal era mancebo enamorado cuando escribió a la Católica Isabel aquello de “las llaves de mi voluntad yo se las di en Barcelona”, y rezo para que los huesos del almirante se recompongan, salgan de la tumba y den un buen estacazo a esta nueva teoría antes de que se extienda. De lo contrario, ya estoy viendo a Colón protagonista de una de esas series tan de moda, ahora que el futuro nos inquieta y el presente no nos satisface y nos regodeamos echando la vista atrás. Series ambientadas en el siglo XIV o en el XIX, tanto da, cambien los jubones por capas, la carreta por el carruaje, y los doblones por reales, pero de argumento muy básico: historias de bragueta y faltriquera, de superbuenos y supermalos, con algún tonto del bote para poner la nota de humor.

También yo he pecado: pasé la literatura de BUP leyendo el Quijote en versión infantil, algo antiespañol e inculto a más no poder. Pero mi ignorancia era imaginativa, misteriosa: nunca hubiera trivializado a Colón imaginándole comiendo un cuenco de sopas y escribiendo torpes sonetos. Buscando a Colón recorro las salas de su museo en Valladolid, y no me molesta encontrarme con un señor orgulloso, obcecado, desconfiado de todos y de todo lo que no condujera a su camino, capaz de mentir a la tripulación prometiendo que más allá encontrarían “ríos de leche y frutos de oro”. Un señor enamorado, sí, de mapas, cartas de navegación, honores y poderes sin fin, condenado a la insatisfacción. “El mundo es más pequeño de lo que piensa el vulgo”, decía, porque él casi había rodeado el hemisferio y todavía no había encontrado lo que buscaba.

En pleno litigio sobre lo que pensaba que a su linaje le correspondía del nuevo mundo, Colón se murió en Valladolid. No en la casa que hoy tiene dedicada, sino más menos a los pies del cajero de Caja Segovia, en Duque de la Victoria, donde por entonces estaba el templo del desaparecido Convento de San Francisco. Al menos eso se cree –por el momento y salvo nueva teoría de la historiadora ya mencionada–, porque los huesos de Colón fueron también muy viajeros, y pasaron por varios sitios hasta quedarse en Sevilla. Ya antipático en vida, con los siglos ha soportado convertirse en enemigo de la cultura indígena y tragar con que Américo Vespucio pusiera nombre al nuevo continente que Colón no había reconocido.

Más que amantes, en los retratos de la época Colón e Isabel parecen hermanos: rubios, de ojos y piel clara, con esa mirada del que busca más allá o dentro de sí mismo, con un punto solemne y espiritual. Me pregunto qué pensarían de ambos los Pinzones, que pasaron a la historia por ambiciosos y que en el siglo XXI hubieran sido felicitados por ir al grano y rentabilizar la travesía, frente a Colón el raro, el iluminado, el cabreado.



miércoles, 11 de enero de 2012

Grandes niveladores


Esta madrugada ha traído a Valladolid la cencellada. El blanco cubre por igual a los barrios obreros y a los burgueses, convierte en postal navideña al Campo Grande y al último chamizo. Como decía en Historias de Filadelfia Connor (James Stewart), “el champán es un gran nivelador, le convierte a usted en mi igual". “Yo no diría tanto", puntualizaba agudo C.K. Dexter Haven (Cary Grant). Pues eso.

jueves, 5 de enero de 2012

El roscón de la crisis


En Segovia nos suele bastar con la sorpresa, pero en Valladolid llevan muy a rajatabla que el roscón de Reyes esconda también un haba. “Si es el haba lo encontrado este postre pagarás, mas si ello es la figura, coronado y Rey serás”, dice la copla. Sorpresa y haba son como el ying y el yang de los roscones, el sí pero no de la felicidad de envoltorio de la noche de Reyes: si pillas el haba, pagas. Pero lo que me ha pasado este año maldito es demasiado. En el primer trozo, el haba. Cuando llevo ya resuelto el roscón, algo envuelto en plástico me emociona. ¡Pardiez, no hay sorpresa, es otro haba! La crisis llevada al terreno roscón me indigna y me cabrea. ¡Quiero mi pitufo de plástico!



lunes, 2 de enero de 2012

Las doce en el carillón de la Caja


Los recuerdos son así: no sabes qué ocurrió exactamente ni quién lo dijo, pero te acuerdas de que aquel día llevabas leotardos rojos y merendaste pan con chocolate, por ejemplo. Escuchando las campanadas de fin de año, pensé en el reloj de la Caja de Ahorros, de los tiempos en los que cuando llegaban las doce del mediodía, en Radio Segovia una voz, creo que de hombre, decía “Son las doce en el carillón de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Segovia”. Y luego llegaba el Ángelus, y aquello era ley, palabra divina que marcaba cómo debíamos de medir nuestro tiempo todos los segovianos.

Podía haber intentado averiguar dónde acabó aquella buscada caja roja de piensos Biona, pero el juego de reloj que marca el cambio de año me anima a saber algo más de ese reloj de la por entonces caja de los segovianos. Me sorprendo cuando Darío, el hombre que cuidó durante años que ese mecanismo funcionara, me dice que aquellas conexiones con la radio no duraron mucho más de un lustro. A principios de los setenta, una niña pequeña aún sin escolarizar tuvo tiempo de escuchar muchas mañanas ese episodio y seguramente, colegir, sin motivo alguno, que iba a seguir produciéndose cuando ya ocupaba un pupitre. Pero no, despareció y luego llegaron otros patrocinadores a la radio, otros mensajes que para mí ya no fueron tan importantes, porque no fueron cotidianos.

Tampoco Darío, que lleva 23 años jubilado, ha olvidado esas grabaciones. Hablarle del reloj es como abrir la espita del tiempo, y ahí llega vía Holanda el sofisticado mecanismo, que costó 800.000 pesetas en 1966, y al que pronto cogió el tranquillo este espabilado ordenanza, que nació junto a los pinares de Navafría y que logró sacarse el título de electricista rellenando cuadernillos a distancia y destripando desde niño cualquier aparato cercano. Sabía cómo respiraba el reloj y cómo lograr que no fallara, corrigiendo ese minuto que en invierno tendía a retrasar por el frío. De su precisión habla ese comentario que se extendió por entonces: “el reloj de la caja de ahorros da las medias, pero no los cuartos”.

Dice Darío que pocos meses después de su jubilación, en 1987, el reloj tuvo una avería, y el mecanismo a medias manual y eléctrico que tenía fue sustituido por el electrónico, de cuarzo. El corazón del reloj de hoy no está a la vista ni ocupa tanto como el del anterior: una compacta caja negra y cerrada guarda su programada eficacia.

Es una suerte que Darío, que tiene en casa una docena de relojes de pared en buen uso y unas cuantas radios antiguas, porque sabe apreciar el sonido protegido por una caja de madera, pueda compartir conmigo aquellos mediodías de Segovia, cuando pensábamos que podíamos regirnos por el horario segoviano sin desviarnos demasiado del mundial porque, digan lo que digan y manden lo que manden, ¿no se pone el sol más o menos igual por la Canaleja, Berlín o Hong Kong?




Pie de foto: Seguro que no sabías cómo era el reloj desde el otro lado. Pues ahí está, la caja del reloj de la Caja. Gracias la gente de la ídem por enviarme la foto.