martes, 20 de marzo de 2012

Cómodo en casa extraña

Antes que al cabo y al golfo, siempre he preferido a la península, ese accidente geográfico que define a una tierra rodeada de mar por todas partes, menos por una. La península ibérica, contemplada desde un sputnik, es una; a vista de urraca, en el Pisuerga hay también unas cuantas, estos días a flote por la falta de lluvias. La península es una isla con problemas de identidad, es el quiero y no puedo, o el puedo y no quiero, de la insularidad. Es la necesidad de estar acompañado y el orgullo del aislamiento, para definirse a la contra, para sentirse diferente respecto a ese siamés, gigante y pesado, que no tiene otra que ser eso, tierra continental. La península es también una manera de ir por la vida, porque todos hacemos eso de alejarnos para intentar saber quién somos, pero tampoco nos hacemos eremitas, porque en lo íntimo y silenciado de nuestro ser sabemos que vivir con nosotros mismos, sin istmo de por medio, sería un verdadero peñazo.

En las ciudades también hay penínsulas, trozos adosados de forma incomprensible a la barriada a la que pertenecen, en plan jardín botánico del urbanismo. Eso en Valladolid pasa por triplicado, porque por sus calles el señor monopoly esparció edificios con un aspersor, y junto al templo más bello asoma siempre un cajón de diez plantas construido en los años setenta. En esa especie de ensalada de hormigón brilla como un grano de granada la Casa de la India, que en vez de a la ribera del Ganges medita sobre el mundo pobre y los pobres ricos frente a la estación de autobuses. Es un edificio muy bonito, acondicionado sobre un chalé de ladrillo granate que hasta mediados del siglo XX fue hogar de una familia vallisoletana adinerada, y tras años de abandono, en 2006 renació en fundación de la cultura hindú.

Si la casa hubiera estado junto a otros trece edificios igualmente bellos, la zona del Puente Colgante, en lugar de quedar definida por el tráfico y la gente apresurada que va y viene a las estaciones –y todo lo que consume la gente apresurada, supermercados, gasolineras, todocienes, bingos, sex shop, bares y kebabs– sería un conjunto histórico-artístico, con sus cafés de franquicia, tiendas de recuerdos y asadores típicos. Pero no, la Casa de la India está pegada a un bloque de viviendas alto y anodino, rodeado de otras decenas de bloques altos y anodinos. Por eso este edificio contracorriente está muy bien puesto en medio de ninguna parte, en la ciudad pura y dura que de no ser por la casualidad sólo embellecerían las ofertas del Domino’s Pizza.

En el patio interior, el sol de Valladolid madruga justo por detrás de los talleres de RENFE, y lanza sus primeros rayos sobre un trozo de la fachada de un haveli, una mansión típica hindú, y la escultura de Kali, una diosa tan humana que es capaz de todo lo bueno y de todo lo malo. Junto a la puerta de entrada, en el espacio que no hace tanto ocuparan tomateras, cebollas y zinnias, recibe y despide un busto de Tagore, enfrascado en su tarea, quizás sorprendido de su puntería al escribir aquello de “tú me has hecho sitio en casas que me eran extrañas”.


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