
En las ciudades también hay penínsulas, trozos adosados de forma incomprensible a la barriada a la que pertenecen, en plan jardín botánico del urbanismo. Eso en Valladolid pasa por triplicado, porque por sus calles el señor monopoly esparció edificios con un aspersor, y junto al templo más bello asoma siempre un cajón de diez plantas construido en los años setenta. En esa especie de ensalada de hormigón brilla como un grano de granada la Casa de la India, que en vez de a la ribera del Ganges medita sobre el mundo pobre y los pobres ricos frente a la estación de autobuses. Es un edificio muy bonito, acondicionado sobre un chalé de ladrillo granate que hasta mediados del siglo XX fue hogar de una familia vallisoletana adinerada, y tras años de abandono, en 2006 renació en fundación de la cultura hindú.
Si la casa hubiera estado junto a otros trece edificios igualmente bellos, la zona del Puente Colgante, en lugar de quedar definida por el tráfico y la gente apresurada que va y viene a las estaciones –y todo lo que consume la gente apresurada, supermercados, gasolineras, todocienes, bingos, sex shop, bares y kebabs– sería un conjunto histórico-artístico, con sus cafés de franquicia, tiendas de recuerdos y asadores típicos. Pero no, la Casa de la India está pegada a un bloque de viviendas alto y anodino, rodeado de otras decenas de bloques altos y anodinos. Por eso este edificio contracorriente está muy bien puesto en medio de ninguna parte, en la ciudad pura y dura que de no ser por la casualidad sólo embellecerían las ofertas del Domino’s Pizza.
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