viernes, 29 de julio de 2022

Del loden al niki

Si con dieciséis años me hubieran preguntado a quién habría que borrar del planeta y rociar con polvos pica-pica, David Summers hubiera tenido muchas posibilidades. Hombres G representaba todo lo que por entonces despreciaba: lo pijo. Eso significaba posicionarse en contra de un segmento nutrido de la población, porque en los ochenta los 'pijos' eran bastantes más que los seguidores de la 'movida', digan lo que digan ahora. Los pijos eran herederos de los 'niños pera' de los setenta, pero liberados del sombrío loden y de esa mirada torcida de los paranoicos que quieren que el mundo se doblegue según sus estrechos parámetros. Para ser pijo, bajo mis prejuicios un tanto superficiales de entonces, bastaba con llevar un niki y gustarte los Hombres G. O sea, que el acceso al club era bastante sencillo, puesto que el niki se abarató considerablemente por esa época, cuando el Lacoste fue sustituido por Don Algodón, mucho más asequible, y después por las imitaciones de mercadillo. Luego llegaría al paroxismo la exhibición del logo, que todavía alguno arrastra sin saber que se delata inmediatamente como torpe advenedizo ante los verdaderos pijos, porque un pijo verdadero luce un estudiado abandono en su atuendo. Cuando Tracy Lord, la rica heredera de Historias de Filadelfia, encarnada por Katherine Hepburn, ve a su prometido con un reluciente traje de montar a caballo, le dice: «Estás horrible, pareces el maniquí de un escaparate», y le embadurna ipso facto con barro.


Los chicos pijos de mi juventud eran simpáticos y ruidosos, aunque tenían fama de ir a lo que iban. A su alrededor llevaban unas chicas pijas también, muy maquilladas, con los labios pintados con brillos nacarados que perfilaban juntas en manada, en el cuarto de baño de la discoteca. Olían a Nenuco y fumaban rubio, y de sus bolsos colgaban llaveros de Snoopy, que no sé si fue el origen de aquello de «te lo juro por Snoopy». Los 'no pijos' los mirábamos con una mezcla de curiosidad y desprecio, como cuando no te invitan a una fiesta en la que tienes muchas posibilidades de acabar siendo la camarera.
Aunque David Summers no llevara niki, sino camiseta blanca, y se declarara él mismo víctima de un pijo con jersey amarillo y un Ford fiesta blanco, se convirtió en la imagen de ese mundo pijo que reclamaba su espacio en la España de los ochenta. Un espacio más ligero y con más risas, aunque la historia era básicamente la de siempre, chico-conoce-chica, con la naturalidad y jeta suficientes como para pedir a la chica que se soltara el sujetador, y que se escuchara en Los 40 principales.
De adolescente asociaba a lo pijo el dinero, esos niños de papá con todo resuelto de antemano que saben que, pase lo que pase, alguien se ocupará de recoger sus estropicios y colocarlos en algún sitio, porque ellos lo valen. Lo cierto es que muchos de los que entonces iban de pijos han vivido su vida como yo la mía, con resultados en general poco pijos. No hay ningún niki que cubra las espaldas como un gran patrimonio, pero incluso eso con el tiempo se desgasta, por muy Froilancito que seas.
Otra cosa que pensaba yo, y no era la única, es que en Valladolid había más pijos de lo normal. Con el tiempo y la convivencia ya no lo tengo tan claro, aunque es verdad que en esta ciudad se gasta mucho niki y náutico. Puede que obedezca en parte a los amores que se profesan desde Tierra de Campos al Cantábrico, y también a que el niki sea un modo de estar «arreglao pero informal» -y además planchando poco-, por lo que es un atuendo útil tanto para el alcalde como para el frutero de la esquina. Y digo niki por no decir polo, que no deja de ser un niki, pero con ínfulas. 
Veo que se estrena una película con canciones de los Hombres G rodada aquí, y como cuarto y mitad ya soy de Valladolid, me complace que el resto de los españoles vean a jóvenes bailando en la Plaza del Salvador, San Benito o el Viejo Coso. Ya no pienso tan mal de David Summers, que al fin y al cabo nada me hizo, y seguro que de un padre tan fantástico como Manuel Summers algo bueno se le pegó. Valladolid, encorsetada en ese cliché de ciudad facha y de gente antipática, tiene que sacudirse todo lo que pueda la naftalina, y pasar en el imaginario nacional, como lo ha hecho en la vida real, del loden al niki, o incluso a la camiseta directamente. Con el tiempo, creo que lo más envidiable de los pijos no era que tuvieran pasta, solo que se reían más. Y la alegría, aunque sea breve, siempre es un puntaz

viernes, 1 de julio de 2022

La bolsa de colores

Francisco Umbral recordaba con amargura Valladolid. Hijo de madre soltera en un tiempo en el que no tener una familia 'normal' era motivo de vergüenza, niño de una posguerra de frío y hambre, apenas fue al colegio, y a los catorce años entró como botones en un banco. Los libros y más tarde la escritura fueron el cauce para dar sentido a la llama que abrasaba dentro un adolescente larguirucho, a los que los muchachos del barrio le llamaban maricón. Hoy sería acoso, pero entonces la víctima del escarnio tenía que agachar la cabeza y apretar el paso para tratar de escapar de las voces y las risas.
Umbral no era homosexual, pero ni entonces ni ahora importaba mucho ese dato. No era por eso por lo que le ridiculizaban. Bastaba con ser como era, diferente. Miguel Delibes, amigo hasta la muerte de Umbral, le aconsejó pronto que se marchara a Madrid, y así lo hizo. Allí, construyó Paco su imagen de dandi, su pluma cortante, su pensamiento rápido y su fama de borde. Pero detrás de las gafotas de pasta asomaban los ojos de un niño desvalido.

Umbral, en la portada de Diario de un noctámbulo (Austral)
Hay un estudio estupendo de Bénédicte de Buron-Bru, profesora y traductora francesa, sobre cómo refleja la homosexualidad Umbral en su obra, desde sus primeras novelas hasta sus últimos artículos en prensa. Lo publicó la Universidad de Valladolid en su revista Siglo XXI y puede leerse en internet. Umbral creció en el mundo de los hombres 'viriles', sin aristas ni debilidades, en el que cualquier gesto o palabra podían ser utilizados en tu contra, como él mismo había experimentado y sufrido. En varias de sus novelas aparece ese mundo marginal y sórdido en el que tenían que vadear los pocos que se atrevían a salir del armario o directamente eran expulsados de él. Los tiempos en los que un homosexual era lo peor, y como tal era fichado en el registro de vagos y maleantes, bajo amenaza continua de ser detenido. Maestro del lenguaje, con un oído privilegiado para escuchar la calle, en sus novelas están todas esas palabras susurradas que escuchábamos de niños, sin saber bien qué significaban: sarasa, mariquita, invertido... Con su escritura sin filtros, se ganó por entonces la fama de despreciar a los homosexuales.
Señala la filóloga francesa que, a partir de los noventa, Umbral hizo una «pirueta literaria magistral, apoyando a las víctimas y viéndosela con los verdugos». Arremete el escritor en sus columnas contra Juan Pablo II por sus críticas a la «depravación» de la Marcha del Orgullo («el homosexual no es un huésped incomodo de la especie, sino la especie misma en una de sus variantes», escribió Umbral) y destripa las contradicciones de una sociedad que a la vez trata de atraer los ingresos gayfriendly mientras que sigue despreciando al vecino o vecina que no sigue los parámetros convencionales. «Usted podría ser gay por libre en España si traer money, pero le abrirán la cabeza como un melón de Villaconejos los neonazis de los bates si usted es gay nacional», gran frase.

Umbral falleció en 2007. Dos años antes se había aprobado el matrimonio homosexual. Siendo el ser menos complaciente del mundo, armado siempre de un látigo contra cualquier sensiblería, le aburrían las alharacas. Sabía que todos los mundos que podamos imaginar, sean del color que sean, tienen sus limitaciones. El amor, el deseo, el dolor y la crueldad se reparten por igual entre los humanos, hetero, homo o lo que les plazca elegir.

Me pregunto qué hubiera escrito Francisco de lo que nos ocupa. Esta guerra de símbolos, desde el baile por las desinencias gramaticales de Irene 'Montero-a-e', hasta la pelea por la bandera multicolor en los balcones. Qué hubiera dicho de esos que quieren ajusticiar a los que no siguen sus exclusivas normas. «Al atardecer de la vida, te examinarán en el amor», decía San Juan de la Cruz. Ese es el mandamiento fundamental.  

Yo le hubiera llevado a Umbral el martes pasado al centro de Valladolid, a ver lo que interesa, que es la calle. Parejas de la mano con alas en los pies hacia la marcha, con pancartas pintadas con rotulador. Adolescentes con bolsas de colores que todavía no saben quiénes son, ni a quién amarán. Y también la mirada de la gente que los veía pasar, que no era de escándalo, ni siquiera de sorpresa, sino de «a mí qué». 

Decía Umbral que uno cambia de ideas porque cambia el mundo, y porque la vida te enseña, si estás dispuesto a aprender y no eres un auténtico botarate. Se trata de que cada cual recorra su camino, solo de eso.